TAN SOLO MILÍMETROS

14 2 0
                                    

TAN SOLO MILÍMETROS

ANNE AGUIRRE

No. No puedo esperar más. No puedo quedarme de brazos cruzados tratando de esquivar susurros de bocas ajenas. Porque sé que ella no lo puede estar. Es imposible que lo esté. Es demasiado fuerte, demasiado astuta, demasiado cabezona. Fretha, mi hermana, no puede estar muerta.

Así que decido hacerlo. Busco una mochila, la lleno de provisiones y, antes de saltar a tierra firme, me hago con una pistola que guardo en el cinturón del pantalón. No sé exactamente qué voy a encontrar al otro lado de la cúpula invisible que rodea toda Islandia, así que debo estar preparada. Pues, pase lo que pase, no voy a detenerme hasta encontrar a mi hermana.

El amanecer está a la vuelta de la esquina. Los primeros rayos de sol me ayudan a saltar del barco y a encontrar las señales que prohíben el paso más allá de la cinta de balizamiento. Estoy en el mismo sitio en el que Fretha, junto con su grupo de investigación, se desvaneció tras atravesar la cúpula. Desde entonces han pasado ocho días, quince desde que una cúpula invisible rodeó toda Islandia marginándola del resto del mundo. A partir de ese día solo ha habido teorías e ideas sobre cómo actuar. Pero, sobre todo, susurros. Susurros que navegan de boca en boca. Fretha y los demás están muertos, dicen la mayoría.

Voy a demostrar lo contario.

Miro hacia atrás durante unos breves instantes. Veo el barco, que se balancea con suavidad al ritmo de las olas. La mayoría de los familiares del equipo de investigación y personal militar siguen durmiendo y los que no, sé que no me han visto; pues llevo planeando este mismo momento desde el segundo día de silencio de la radio de Fretha y el resto de su equipo. Un escalofrío me atraviesa todo el cuerpo. Quizás por la incertidumbre de no saber lo que voy a encontrar al otro lado de la barrera; o quizás por miedo de que los rumores sean ciertos. De todos modos, no me permito dar un paso atrás.

Ahora lo único que necesito es saber si mi hermana está a salvo.

Salto la cinta de balizamiento y doy un paso al frente. Cierro los ojos para concentrarme y aguzo los oídos. Pero no hay nada. A un escaso metro de la cúpula pensaba que sería posible escuchar un leve zumbido de la misma o el susurrar del viento que balancea las ramas de los árboles más débiles del otro lado. Sin embargo, no hay nada. Solo silencio. Un silencio que, a medida que los latidos de mi corazón aumentan las revoluciones por los nervios, solo se llena con el romper de las olas contra el muelle. Así que me aferro con firmeza a las tiras de la mochila y doy otro paso al frente. Cierro los ojos. No está muerta, pienso en el instante en el que mi piel se hace uno con la cúpula, no puede estarlo.

Y los abro.

Un frío invernal me sacude todo el cuerpo. Aun conociendo el clima de Islandia como si de la palma de mi mano se tratase, la falta de grados me sorprende y me obliga a volverme en contra de mi amor por lo nórdico. El viento juega de forma brusca con los mechones que quedan sueltos de la larga trenza rubia que me cae sobre el hombro izquierdo. Me subo la cremallera del abrigo hasta arriba y me protejo los labios rosados tras la tela del mismo. Pero no es suficiente. En cuanto empiezo a abrirme paso por los matorrales, todo el cuerpo me tirita.

Tirita porque el frío quema.

A pocos metros de la cúpula, encuentro indicios de una hoguera que nunca fue encendida y, junto a ella, huellas de botas que se abren paso por unos gruesos arbustos y plantas de todo tipo. Cuento como mínimo cuatro pares y enseguida deduzco que pertenecen a Fretha y a sus compañeros. Las sigo. Salto charcos de barro y esquivo ramas de árboles y matojos.

Por cada paso que doy hacia el centro de la cúpula, la fina capa de nieve que cubre la tierra se vuelve más espesa. Los pies, de pronto, empiezan a pesarme. Las botas se convierten de plomo y se me hace más duro que nunca caminar. El frío me roza la garganta y las fosas nasales y el sol parece haber conseguido escapar de las feroces garras del lobo Hati. Pero no puedo. Debo seguir caminando. Debo hacerlo hasta encontrarla. No puedo detenerme. Por ella. Pero, sobre todo, por ella. Por esa Fretha con la que de pequeña me colaba en la biblioteca de nuestro padre para devorar los libros sobre mitología y leyendas. Libros que con un solo roce nos trasportaban al mundo de posibles infinitos. Lecturas junto al calor de una chimenea y bajo el suave tintineo de los copos de nieve contra las ventanas. Juegos en los que éramos dos valientes vikingas que exploraban el mundo con su propio barco.

Tan solo milímetrosWhere stories live. Discover now