PRÓLOGO

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Me obligo a no apartar la mirada.

Es lo mínimo que puedo hacer. Lo único que puedo hacer, en realidad. Noto como la sangre comienza a calentarse en mis venas, fruto del enfado y la frustración. Nunca se me enfría del todo, pero en este momento está cerca de derretir mi piel. Siento ganas de matar. Quiero destrozar a los que nos han condenado a muerte. Aunque, en vez de ir en pos de mi venganza, aprieto la mandíbula y me inclino para tomar en mis brazos al bulto tendido sobre la cama, que lucha contra la extinción.

Lo levanto y lo observo de cerca. Me grabo a fuego sus rasgos para que su rostro no se me olvide nunca. Cedric, que hasta hace apenas unos días era un Guardián fuerte y magnífico, el ángel que me dio la bienvenida en el Intermedio, ahora no es más que piel y huesos. Maldigo, no por primera vez en los últimos cincuenta años. Aprieto el paso para llegar a la puerta.

Sé que es una pérdida de tiempo. Lo sé, jamás se ha abierto. Jamás han cedido en su afán de castigar nuestros pecados. Ni una sola vez. Pero tengo que intentarlo, se lo debo.

Avanzo decidido mientras atravieso los pasillos casi desiertos que antaño desbordaban vida. Pronto dejo atrás el edificio residencial, la biblioteca, el jardín... todo desaparece como si no tuviera importancia.

Antes de llegar al inicio de la escalinata que lleva al Portal Celestial, una figura se coloca a mi espalda. Sé que es Derek, a pesar de que todavía no haya notado su esencia. Es el único que se atreve a vivir este proceso conmigo.

A medida que asciendo los escalones de piedra gris, la neblina que los rodea se vuelve más densa. Y más crecen mi desasosiego y desesperación. Siento cómo el Guardián se va deshaciendo en mis brazos.

Tengo que darme prisa.

Cuando llego al punto más alto, frente al arco de mármol blanco protegido por las figuras de las cuatro especies de ángeles que antaño era la puerta hacia el cielo, deposito a Cedric en el suelo.

Me quedo observándolo, a la espera de que suceda algo.

Después de unos segundos de inactividad, me alejo un par de pasos. Quiero que a los Originales les quede claro que, si lo salvan, si abren la puerta para que Cedric pueda entrar a recargarse, no intentaré colarme. Solo deseo que lo salven a él. Que los salven a todos. Mi propia existencia me da igual. Llegados a este punto, no sirve para nada. Soy completamente inútil cuando no puedo proteger a los míos.

Pero, como todas las veces anteriores, no sucede nada.

Observo cómo Cedric se deshace sin apartar ni un segundo la vista.

No se me puede olvidar lo que están sufriendo los de mi especie. Eso es todo lo que me importa. Lo que impulsa mi lucha. Quiero salvarlos.

Tengo que ser fuerte.

Tengo que serlo por ellos.

Pasan los minutos y nada cambia.

La puerta no se abre.

Es el final.

Se escucha un sonido siseante cuando el cuerpo físico de Cedric se desintegra frente a nuestros ojos, pasando de ser poco más que piel cubriendo huesos a solo polvo. Un polvo que no tarda en desaparecer también.

En apenas unos segundos no queda nada de él.

El pecho se me contrae. Ha sucedido otra vez. No han impedido que muera. Ni ellos ni nosotros.

Jamás me siento tan impotente como cuando el tiempo de alguno de nuestros ángeles llega a su fin.

Por mucho que quiera, no puedo ayudarlo. Hay tres fuerzas que nos sustentan: la comida para mantener el cuerpo material, cumplir con el propósito que se nos asigna al convertirnos, manteniendo así nuestra energía y subir al cielo para recargar el espíritu. Esto último debemos hacerlo cada cincuenta años terrenales o desaparecemos como si nunca hubiésemos existido. Como si no hubiésemos dedicado toda nuestra existencia a cuidar de otros, a vivir otra vida. Como si fuésemos insignificantes, prescindibles.

No me gusta, pero no puedo cambiarlo de ninguna manera.

Solo siento una ira abrasadora correr por mis venas. Él no había hecho nada. No se merecía desaparecer. No por los errores de otros.

Trato de controlar mi respiración, de mantener la furia a raya. No quiero explotar delante de Derek y tener que aguantar otra charla sobre cómo gestionar mis emociones y mantenerme frío si queremos solucionar la Expulsión. Sé que tiene razón, pero ahora mismo me encuentro muy lejos de estar calmado.

No todos podemos tener su autocontrol y templanza.

—Ya sabes lo que tenemos que hacer. —La voz de Derek rompe el silencio y me saca de golpe de la espiral de pensamientos en la que me había sumido.

Asiento con la cabeza como respuesta. Lo sé. El problema es que no es tan sencillo. Ojalá lo fuera.

Noto que se da la vuelta y respiro aliviado. No quiero contenerme. Me concentro en sus apenas audibles pisadas descendiendo las escaleras y, cuando está más allá del alcance del oído, retiro el tapón de mi furia.

Es como un chute de energía, de dolor, de ira. Me nubla los sentidos. Necesito sacarlo de mi interior, desquitarme con algo o con alguien.

Subo el último escalón y me pongo frente al portal.

Me inclino hacia delante con una sola cosa en mente: destrozar.

Comienzo a darle puñetazos al arco. A todo lo que está a mi alcance. Golpeo hasta que la sangre empieza a brotar de mi piel, dura como el granito. Me destrozo los nudillos, pero ni eso consigue que me deshaga del vacío en mi interior, de toda la rabia.

—¡Haced algo, joder! —grito, fuera de mí.

Me sorprendo cuando la súplica se escapa de mis labios. Nunca antes les había pedido nada, pero, una vez que cruzo esa barrera, me doy cuenta de que quiero decir mucho más. Los maldigo. Les echo en cara el habernos abandonado a nuestra suerte. Cuando apenas me queda furia dentro y el dolor de mis puños es insoportable, me dejo caer de rodillas, desesperado.

—Os necesitamos. —Mis palabras se pierden en el silencio y no hay nadie para escucharlas, pero a mí me liberan—. Ayudadnos, por favor.

Con esa petición, me descargo por completo. Me quedo quieto, perdido.

No sé cómo arreglar esto.

No sé cómo continuar cuando estamos tan cerca del final.

Atisbo una luz plateada que centellea en mi campo de visión y levanto la vista de golpe, ilusionado, pero la decepción me aplasta de nuevo al comprobar que no ha sido más que mi hiperactiva imaginación, el reflejo de lo que quería ver: un poco de esperanza.

Me levanto y observo la puerta durante unos segundos más antes de largarme.

Cincuenta años terrenales es la cifra exacta que puede estar un ángel sin visitar el cielo antes de morir.

Dentro de siete meses hará cincuenta años que las puertas del cielo se abrieron por última vez.

Todos los ángeles del intermedio estamos condenados.

No puedo permitirlo.

Legado*primeros capítulos*Where stories live. Discover now