Talla

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Has encontrado un fallo en  la talla del diamante. Es algo imperceptible a simple vista pero, si lo miras a través del prisma de las lágrimas, puedes verlo. Una bala de diamante podría atravesar el corazón más duro, nada puede pararla, pero no deja de ser un cristal y el cristal es frágil. Todo puede hacerse añicos en un segundo y estos fragmentos hieren más cuanto más pequeños son. Puedes esquivar enormes hojas trasparentes si eres lo bastante rápida, pero no puedes hacer nada contra las agujas, pequeñas, ínfimas, agudas y afiladas que vas engullendo con el vino día tras día. Simplemente llegará un momento en que no podrás tragar más y vomitarás sangre para descubrir, en el reflejo del charco que se  forme, tu cara de asombro.

Entonces te asaltará una duda: ¿Cómo has llegado a esto? Puedes mirar en las cicatrices de tus muñecas el mapa de tu vida e intentar averiguar en qué bifurcación del camino fue dónde estabas ciega y no vistes que el recodo que tomabas no te llevaba al final de cuento de hadas.

Pero nunca fuiste una princesa, ¿verdad, nena? Nadie puede negar que tienes clase y que marcas un estilo, pero este está muy lejos de los elegantes salones de palacio alguno. Eres carne de callejones, de salas a punto de cerrar y de ángulos muertos en los ojos de las cámaras de seguridad.

Todo eso se nota por mucho que lo acicales, por mucho que lo escondas, y  tu cinismo deja de ser una coraza para convertirse en el hueco hambriento de una doncella de hierro. Aun así estás más segura ahí dentro que fuera de esa piel de metal donde podrían tocarte, verte y herirte. Al menos sabes que los clavos no son hipócritas y que sus anzuelos ni miente ni ofrecen falsas esperanzas.

No te creas ni por un momento que alguien vendrá a recogerte si caes de tu pedestal; nadie quiere las ruinas de antiguas deidades. Tienes que mantenerte firme pasando tu mirada sin pupilas por las vidas del resto. Eso es a lo máximo que puedes aspirar; observa como un voyeur que espía el amor de las parejas cuando estas buscan sus cuerpos en la intimidad del ocaso.

Eso debe ser bueno a juzgar por el ansia con el que sus bocas que se funden.

«Que nadie sepa nunca lo que duele». Verdadero y triste, pero en otro tiempo el problema sería tan solo no transformarte en comida. Oscura es la noche plagada de garras y colmillos cuyo brillo puedes confundir con el de las luciérnagas que marcan las sendas.

 El humo del cigarrillo crea palabras en el aire que nadie leerá y que tú te empeñas en atrapar antes de que su efímera existencia salga por esa ventana que promete tanta libertad. Un solo paso y todo concluirá a velocidad terminal. ¿Qué melodía sonará en ese momento? ¿Alguien tocará un réquiem? ¿Será un rifft de guitarra o un solo de flauta? Ojalá fueran los bramidos de las gaitas. Los violines están fuera de tu alcance. Esa es una marcha fúnebre reservada para las exequias de las doncellas que murieron sin conocer el deseo o la soberbia. Esos serán los términos más repetidos en tu panegírico.

Seamos sinceros, nadie escuchará esa última tonada. El mundo está sordo en su propio ruido y siquiera tus gritos le hacen inmutarse, así que ahorra aliento; te hará falta. Porque, por mucho que las ninfas feéricas te prometan gloría y placeres, ya sabes que el oro de los duendes se transforma en cenizas cuando llega el sol.

Ningún ejército te quiere en sus filas aunque valoren tu talento para sobrevivir. Ninguna horda te hará un hueco en su hoguera aunque admiren tu capacidad para matar.

Eres una mujer sin tribu y cuando llegue el invierno caminarás por el páramo sin nadie para despedirte, si nadie para encender las antorchas de tu pira. Será entonces cuando dejarás de estar sola pues Ella nunca falta a una cita. Será como rencontrarse con una vieja amiga. Hubiera sido bueno haberla conocido antes.

Ya has leído el final, así que traza tus pinturas de guerra, peina tu bandera y enfúndate en acero y oro blanco, en pelaje de animal y cuero curtido. Aumenta tu peso con la carga de los venablos, el arco y tus dagas de matarife en las sombras. No olvides tus pócimas, son las que te dibujan esa sonrisa y te mantienen caliente.

¡Qué pobre hechicera, qué torpe pitonisa, qué mala bailarina que tropieza con sus propios pasos sobre la nieve!

Esconde tu vergüenza, tus anhelos, tu hambre, tu soledad con esa máscara que usas. Ahora mírate en el espejo y siente la fuerza y el fuego azul que desprendes.

No templa ni sirve para formar hogar alguno.

No atraerá amigo ni compañero.

No creará chispa para un vientre yermo.

 Pero los dioses lo temen pues saben que puede hacer arder el cielo.

Texto publicado en origen en : http://conunpardetaconesss.blogspot.com.es

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