Treinta y tres.

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Cuando las plantas del ascensor se cerraron miré al suelo y suspiré. La música relajante que sonaba dentro de él inundaba mis oídos mientras que mi cerebro intentaba pensar en los sucesos que habían pasado recientemente. Cuando las gruesas puertas de metal se volvieron a abrir, salí del ascensor y me dirigí a la puerta principal del hospital.

Una vez en la calle, un coche negro mate me esperaba. Miré a una de las ventanillas de atrás y vi a mi madre sonriendo y saludándome con mucha efusividad. El chófer me abrió la puerta del impresionante Mercedes y yo procedí a sentarme en el cómodo asiento de cuero al lado de mi madre.

Ella me dio un pequeño beso en la mejilla y me abrochó el cinturón como solía hacer cuando era pequeña.

— Hola mi princesa.— me dijo con sus preciosos ojos verde esmeraldas clavados en mi. ERa preciosa.

— Hola mamá. Gracias por recogerme, pensaba que tendría que llamar a alguien.—hablé yo agradecida.

— No hay de qué cariño. Me llamó tu doctor y me dijo que te darían el alta así que quería venir. No era nada feo, ¿eh? ¿Le miraste el trasero como yo?

— ¡Mamá!— grité tapándome los oídos para no seguir escuchándola— No estoy en condiciones de pensar en eso ahora mismo.—proseguí un poco más tensa e incómoda con la situación.

— Oh cariño. Lo siento mucho, se me olvidó. Pequeña, va a ser difícil pero nada es imposible, recuérdalo. Sabes que papá y yo siempre te vamos a apoyar. No estás sola.

— Sí, lo sé. ¿Podemos cambiar de tema antes de qué me ponga a llorar?—pregunté con una expresión seria en mi rostro.

De camino a nuestra casa estuvimos hablando de muchísimas cosas.

En uno de los momentos recordé todo lo que pensé durante mi cautiverio en aquella jaula de cemento. Tenía que aprovechar el tiempo con mis padres como no lo había hecho antes, darles todo mi cariño. Era mi segunda oportunidad para hacerlo.

Ella y yo nos fundimos en un sentimental abrazo en el cual se nos saltaron las lágrimas a ambas. Mientras tanto el conductor del automóvil miraba por el espejo retrovisor con una amplia sonrisa en su cara.

Era una sensación reconfortante. Sus brazos me apretaban contra su cuerpo mientras que yo luchaba por respirar. Les había echado de menos durante todo aquél tiempo. No sabía exactamente cuanto tiempo había estado secuestrada pero había pensado en ellos todos los días.

— Mama...—dije empezando a ponerme morada a causa de la falta de oxígeno en mis pulmones.

Ella se dio cuenta y su agarre se hizo menos intenso pero aún así no me soltaba. No quería que me separara de ella. Para mi la situación fue dura y supongo que mi madre también lo tuvo que pasar muy mal.

Cuando pude mirarla a los ojos, las dos explotamos en una carcajada. Nunca me había reído así con ella. Parecíamos bipolares, primero llorábamos y segundos después nos moríamos a causa de la risa.

— Señoritas, hemos llegado.— nos informó el conductor que bajó del coche para abrirnos la puerta delicadamente.

Bajé yo primero sin dificultad. Mi madre salió después pero tardó una eternidad ya que llevaba falda y tuvo que tener cuidado. Colocó sus piernas perfectamente juntas fuera del coche, se arregló la falda quitando las arrugas que tenía y se levantó. Perfecta.

Nos despedimos del anciano chófer que nos había llevado hasta nuestro hogar y recorrimos el jardín pisando las losas de mármol del suelo.

Miré hacía un lado y vi las preciosas rosas rojas marchitarse. El verano se acercaba y estas empezaban a secarse tirando sus pétalos al suelo. Aquél rosal en primavera era precioso. Mi madre amaba las rosas por lo que teníamos muchísimos. Cuando comenzaban a florecer, el jardín se llenaba de colores vivos, rosa, rojo, amarillo, naranja... Era precioso.

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