LA PRINCESA SOMETIDA (Capítulo uno)

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            —¡No llores!

La mano abierta voló hasta chocar contra la mejilla de la pequeña Rura, que cayó al suelo de rodillas y se mordió los labios con fuerza para acallar los sollozos que hasta aquel momento salían desgarradores por su boca. El pequeño cuerpecito tembló cuando vio que su padre volvía a moverse con la mano levantada, yendo hacia ella.

Al final el príncipe Nikui se detuvo muy cerca, pero no volvió a pegarla. Se quedó allí mirándola, resollando enfurecido, hasta que habló.

—Nunca debiste haber nacido. No sirves para nada.

Salió de allí, dejando a la pequeña Rura, de seis años, temblando en el suelo de su habitación.

Rura sabía que su padre tenía razón. Estaba maldita. Su nacimiento fue un error, y con su llegada causó la muerte de su madre Surebu, la concubina favorita del príncipe heredero. Nunca permitían que lo olvidase. Ninguno de ellos.

Se levantó y arrastró sus pequeños piececitos hasta el camastro que le hacía de cama. Su habitación era diminuta, comparada con las de sus hermanas. Claro que ella era una bastarda e hija de una esclava, y sus hermanas, princesas imperiales.

Rura no tenía muy claro qué significaba ser una bastarda, pero sabía que era algo malo porque cuando la llamaban así, lo hacían en un tono de desprecio que la hacía temblar y le provocaba ganas de llorar.

Pero una princesa no debía llorar, se lo había oído decir a su padre muchas veces.

 Nadie la llamaba así, princesa, excepto ella misma. Al fin y al cabo era hija de un príncipe, ¿no? así que por fuerza  tenía que ser una princesa.

Se metió dentro del camastro y se acurrucó, tapada con la manta.

¿Por qué su padre no la quería? Lo había visto con sus hermanas, y con ellas era hasta cariñoso. Las hacía reír y las acariciaba. Pero nunca a Rura.

Su pequeña cabecita dio vueltas y más vueltas. Había muchas cosas que no comprendía aún, pero se haría mayor y las entendería. Estaba tan segura de eso como de que cada día salía el sol, y que en invierno, nevaba. Encontraría la manera de que su padre la amase, se dijo cerrando los ojitos.

—Es la hora.

La voz de Kayen resonó por el cuarto donde Rura había estado recluida desde su traición. Había enviado a un asesino a por su marido, el gobernador, y había fallado. Kayen seguía vivo y su padre la había abandonado a su suerte al darle carta blanca para que la castigase como mejor le pareciese, aunque por lo menos había tenido la deferencia de pedirle que no la ajusticiara. Todo un detalle por su parte, pensó con sarcasmo.

Otra vez sola, y abandonada.

Respiró con resignación y se levantó, orgullosa. Su orgullo era lo único que le quedaba en estos momentos.

—¿No vas a cambiar de opinión? —le preguntó, altiva, mirándolo a los ojos. Era guapo, tenía que admitirlo a su pesar. Alto y ancho de hombros, con una larga melena negra y brillante como una noche estrellada. La observaba con sus preciosos ojos grises, ensombrecidos con un tenue manto de tristeza. ¿Sería posible que, a pesar de sus actos, le tuviese lástima?

—No. Pasarás el resto de tu vida encerrada en el monasterio de las Hermanas Entregadas.

La voz de Kayen sonó como un látigo a sus oídos, pero asintió con la cabeza, aceptando su destino.

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