Conductas

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Como cada jornada, sobre las nueve, Ámber regresaba a casa. Utilizaba la línea de metro número 3, cuya duración era de veinticinco minutos y que siempre pasaba por la estación a las nueve y diecisiete. Eso le daba tiempo a comprarse algo de comer en la tienda de la esquina, normalmente un croissant, que mordisqueaba con calma mientras paseaba hacia el andén. Aquella noche llevaba un libro bajo el brazo, una nueva lectura que empezaría en cuanto se diese una ducha, se pusiera el pijama y se metiera en la cama. Pensando en si estaría demasiado cansada para leer diez páginas o un capítulo entero, subió al metro, que siempre estaba lleno a esas horas, y buscó un lugar dónde sentarse; casi nunca había un asiento libre, pero no perdía nada por comprobarlo.

De pronto, le vio entre la gente. Se sobresaltó cuando sus miradas se encontraron y bajó la vista al suelo. Él estaba allí, como cada noche, en el vagón de metro de las nueve y diecisiete de la línea número 3...

Vestía ropa deportiva, lo que significaba que, del mismo modo que Ámber regresaba a casa del trabajo, él volvía de su entrenamiento diario. Esa noche se había calado la capucha de su sudadera hasta la frente y entre sus pies, en el suelo del vagón, descansaba una bolsa de deporte, protegida por dos piernas robustas y firmes. Con la mano derecha se sujetaba a la barra de seguridad del vagón, manteniéndose completamente rígido a pesar del traqueteo, inamovible como una estatua; la otra mano descansaba dentro del bolsillo del holgado pantalón. Ahora no se le veía el pelo, pero Ámber sabía que lo tenía rapado y ayer ya le había crecido un poco; tenía casi medio centímetro de longitud, pudiendo apreciarse el color, castaño oscuro, un matiz que a Ámber le recordaba al color de su propio nombre.

Con un suspiro, clavó la mirada en sus zapatos, unas incómodas bailarinas con un estampado floral vintage en negro y rosa. Lo que no era capaz de entender era cómo lograba estar en el mismo vagón que ella, era imposible coincidir tantas veces, noche tras noche, en el mismo sitio, a la misma hora, al mismo tiempo. Las casualidades no existían. Por eso creía que él la seguía y la acosaba porque quería abusar de ella. Estaba segura. No tenía nada que ver que él viviera en su misma calle y tuviera que utilizar la línea 3; no había otra explicación posible al comportamiento de ese tipo, esa conducta tan impropia de una persona normal y corriente. Ese hombre estaba enfermo, tenía un problema. No había otra explicación a lo que había hecho delante de su ventana. A lo que hacía todos los días delante de la ventana, exponiéndose de esa forma tan descarada y sucia. Lo peor es que había sido la propia Ámber quién le había dado pie a hacerlo, sonriéndole como si de verdad le interesase, como si quisiera algún tipo de rollo con él, con una sonrisa tonta que podía interpretarse como “fóllame esta noche y olvídame por la mañana” y unas miradas de hambre que ni ella misma se creía capaz de poner. Y no debería estar mirándole ahora, debería mirarse los zapatos y contar las flores que había en ellos; no debía caer en la tentación de desviar los ojos y recrearse en su fornido cuerpo de atleta. Ya debería haberse acostumbrado a verle y, por tanto, olvidarse de que existía; para ella, él sólo debería ser un mueble más, formar parte del decorado del metro, un ser completamente invisible. Pero con ese tamaño, esa envergadura, esos músculos tan grandes y fornidos que parecían estar esculpidos en un pilar de mármol resultaba imposible que pasara desapercibido incluso vestido y era difícil no fijarse en él. Y él sabía que llamaba la atención, y le gustaba exhibirse. Le gustaba mostrarse ante ella y le gustaba ella lo mirase. Por eso siempre dejaba las ventanas abiertas y se paseaba desnudo por la casa, mostrándole su cuerpo, tentándola. Ámber apretó los labios sin dejar de mirarse los pies y cerró los ojos. Al instante apareció aquella imagen, la de ese hombre, ese gigante de pelo ambarino con los músculos tensos y gruesos, los tendones marcándose sobre una piel brillante por el sudor del esfuerzo.

Antes de generar ninguna fantasía, en su mente cerró la puerta que él quería abrir a empujones y se forzó a pensar en números, en matemáticas, en algún principio físico de teoría de cuerdas. Se puso de cara a las puertas de entrada al vagón para darle la espalda creando una barrera entre ellos, así no caería en la tentación de mirar entre sus piernas lo que una vez había visto y ya no podía olvidar. El pantalón de su chándal gritaba, la llamaba, reclamaba su atención; podía adivinar perfectamente la curva de su grandeza que incluso en reposo la abrumaba. La holgada tela parecía marcar con claridad lo que escondía bajo ella y Ámber sabía, por haberse quedado mirándolo en más de una vez, que no llevaba nada debajo. Había mucha libertad de movimiento cuando cambiaba el peso de una pierna a otra, cuando se balanceaba con el traqueteo del tren o cuando afianzaba las piernas para proteger su bolsa de deporte. Podía intuirlo como si fuera desnudo. Se mordió el labio y apretó el libro contra su pecho, cerrando los ojos con más fuerza.

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