El Último Templario

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Invierno del año 1307 d.C. París, Francia.

—¡En nombre de su divina providencia el Supremo Pontífice Clemente V y su majestad, el Rey Felipe IV el Hermoso, se acusa y condena por cargos de sacrilegio contra la Santa Cruz, simonía e idolatría del demonio a Jacques de Molay, Gran Maestre de la Orden del Temple, a la muerte en la hoguera! ¡Además de ello, se confiscarán todas sus tierras y propiedades, así como las de la Orden del Temple, y se condenará a la misma suerte a todos sus caballeros! —Las palabras del heraldo real sonaron tan frías como el gélido e impávido viento del norte. El pueblo ante él, a la sombra de las torres de Notre Dame, se estremeció. No por la fría ventisca ni la nieve, sino por la mera idea del infortunio que caería sobre los caballeros templarios al negárseles el cielo.

Jacques había escuchado rumores entre sus más fieles y humildes caballeros sobre la pesadilla. Una pesadilla llamada Inquisición, que recorría todos los pueblos de Francia. Por supuesto que hubo traidores entre los suyos, adoradores del demonio y pecadores. Pero eran los menos, y siempre habían sido desenmascarados y condenados por ello. Volvería a pedir clemencia a Dios.

Se inclinó de rodillas una vez más, ante la Santa Cruz de la iglesia. Sus huesos crepitaron como el ardor de las ascuas en un brasero, y oró. Rogó a Dios por piedad para sus hermanos caídos, para aquellos condenados injustamente y le pidió que no olvidara de él cuando su santo juicio llegara.

Un gran escándalo seguido de algunos gritos ahogados abrumaron las calles de Molay y se filtraron entre las vetustas piedras de la iglesia hasta los oídos de Jacques.

El anciano maestre se puso en pie, sin permitirse darle la espalda a la Santa Cruz, y se mantuvo absorto, contemplándola, como si el cielo se abriese ante sus ojos.

Las puertas de la iglesia estallaron y el repiqueteo de pesadas armaduras metálicas contra las frías losas invadió la sala. Los precipitados pasos redujeron la velocidad hasta convertirse en un funesto andar. Otra vez volvió a sonar el chasquido de una espada contra el acero y un seco alarido acalló su sonido.

—Jacques Bernard de Molay, por orden del supremo pontífice Clemente V y el rey Felipe IV de Francia, estáis arrestado —condenó una voz tosca y rígida a sus espaldas, que perpetuó en eco en toda la cámara.

Unas manos enguantadas en acero se cerraron como garras sobre los hombros del Gran Maestre, atenazándolo, y apresaron sus manos entre fríos grilletes.

Tres pares de guardias llegaron hasta las piras ya dispuestas en la tarima. Cada pareja arrastraba por los brazos a un prisionero, la sombra de un caballero mermado. Las cadenas repiqueteaban a sus pies y los grilletes se estremecían ante el infame destino que debían enfrentar.

El pueblo aclamó su llegada, lanzando pullas y fruta podrida a los reos. Sus cuerpos estaban demacrados tras incontables torturas. Jacques apenas podía ver. Su rostro estaba tan inflamado que alcanzaba a percibir solo con uno de sus ojos. El otro estaba demasiado magullado, oculto entre oscuros moretones.

La guardia francesa encaramó a los prisioneros, encadenándolos contra las columnas de las hogueras. Apenas podían mantenerse en pie. Solo Jacques evocó la suficiente fuerza de voluntad para lograrlo, mientras sentía cómo le flaqueaban las piernas y lo abandonaban las fuerzas.

Uno de los guardias pasó con un barril ante ellos; lo abrió y los regó a cada uno con aceite, así como a la pila de leña que se amontonaba bajo sus pies. Jacques escupió con desaire.

El mismísimo rey Felipe IV asistía a la quema de los últimos templarios. Se acercó a los tres prisioneros y los escudriñó meticulosamente. Se paseó delante de ellos con gallardía, haciendo gala de brillantes joyerías y un hermoso atuendo de terciopelo garzo.

El Último TemplarioWhere stories live. Discover now