Parte veinte: Experiencia de identidad y la relación con el otro.

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Todo tiene su principio, la identidad no es excepción. Desde nuestros primeros momentos en la vida somos condicionados a un contexto social del cual nos es difícil escapar, somos nombrados y categorizados, cuestiones que más adelante en la vida podemos modificar. Excepto por el concepto principal del "Yo", que domina todas las interacciones de uno con los demás, con el entorno, con todo aquello que no sea "Yo". Pero esta interacción implica que el otro también es un "Yo", es decir, damos por supuesto que es consciente de su propia identidad y que tiene sus propiedades de interacción con su percepción única del entorno. Si bien esto resulta incuestionable en la experiencia, nos permite elaborar múltiples consideraciones en cuanto se trata de reconocer nuestro rol en el intercambio entre identidades, este devenir de un "Yo" a un "otro" no modifica necesariamente a la construcción de la persona pero sí lo hace desde el punto de vista de los valores de una relación. Si bien uno interactúa en apariencia con el otro en un estilo lineal, resulta mucho más profundo que simplemente tener un contacto directo con la otra identidad, uno tiene que tomar en cuenta los estratos de la construcción de una personalidad y las concepciones culturales que están de por medio. Partiendo desde la máxima de que cada persona tiene formada una construcción subjetiva del entorno podemos afirmar que cuando uno entra en contacto con otro, lo está haciendo desde su propia subjetividad, desde una ficción determinada del entorno para percibir una fracción de lo que el otro percibe, su propia ficción y subjetividad. Y algo es claro, el "Yo" existe más allá del "Yo", uno mismo interactúa consigo mismo antes de entrar en contacto con el otro, porque la ficción no es un proceso pasivo, es una acción deliberada y natural de la experiencia, que si bien con el tiempo pasa desapercibida, es el principio por el cual nosotros construimos nuestra identidad. Entonces podemos afirmar que se generan diferentes entornos internos para el movimiento del "Yo", partiendo desde el noúmeno hacia el inconsciente obtenemos las siguientes categorías: El yo, el otro yo del yo, el ello del yo. El yo siendo nuestro noúmeno inabarcable de la identidad, nuestro principio activo de la experiencia; el otro yo serían nuestras percepciones de reconstrucción, nuestro concepto subjetivo de identidad, lo que creemos ser; y el ello serían aquellos factores externos que movilizan nuestra interacción, las prolongaciones de la identidad, los memes y los medios de interacción y de comunicación (rasgos culturales, lenguaje, tecnología, etc.). Esto desemboca en que uno debe interactuar con uno mimo, y cuando interactúa con otro tiene por necesidad que conectar con estas capas en el sentido inverso, con el ello del otro, el otro yo del otro y el yo del otro finalmente. Sin embargo estas categorías no son simples estratos, se manifiestan simultáneamente y están íntimamente interrelacionadas y son interdependientes. Porque ese otro, agente extraño que es parte de nuestro mundo, deviene en una extensión de aquello que ficcionamos, y es a la vez uno mismo. Entonces la persona que pensamos que somos sufre también de la condición de extraño en el proceso de auto-conocimiento. Siendo nosotros el otro en ese escenario construido en la experiencia, y siendo el otro finalmente indistinguible de la totalidad que somos. El yo, la identidad y su experiencia dependen de lo extraño del otro y su concepto, su propia identidad remota. Y esta relación es el estímulo para descubrir una respuesta diferente, para experimentar con la diversidad y ampliar los vínculos entre existencias. Este es el origen del extrañamiento con la propia identidad y la identidad ajena. Como mecanismo fundamental de conservación tenemos la disposición lingüística de "Yo soy yo, vos sos vos, el otro es otro". Esta relación dialéctica entre lo absoluto con si mismo radica en la distancia que él tiene del "otro yo", es decir, lo cataloga como un "vos". Que si bien puede ser otra identidad completamente distinta, mantiene la constante del "Yo" como composición fundamental de su experiencia. Porque en todo caso la identidad es necesariamente una variable, pero el "Yo" es por precedencia un absoluto y en cierto sentido invariable, ya que compone las bases del vínculo con la supuesta otredad, que no es más que una extensión de la ubicuidad universal. El concepto permanente del Yo y del otro existe como propiedad necesaria de la experiencia, fundamenta el contacto de una identidad dada con otra identidad, que coexisten en una percepción mutua. El "Yo" es el principio de esta interrelación y el otro es el fin, es decir su reconocimiento como distinto de lo propio. Bien puede ser a la inversa en un sentido más profundo, el otro es el principio de la interrelación y el "Yo" es el fin, es decir que uno depende de un otro con el cual interactuar para descubrir su propio concepto, para saberse a sí mimo. Si ubicamos dos puntos al lado del otro, a una distancia determinada, podemos afirmar sin duda alguna que son dos puntos distintos, no importa el hecho de qué tan similares sean, su correspondiente principio de identidad los distingue necesariamente. Precisamente porque este concepto no sólo es una cualificación categórica de un ser, sino que es también una propiedad física del mismo. Implicando que una misma existencia que existe en dos lugares distintos al mismo tiempo, es decir que se puede replicar en el espacio, nos lleva a afirmar por defecto que estas dos existencias serán irrefutablemente distintas más allá de toda similitud que puedan tener, sus condiciones espaciales las identificarán como únicas e irreemplazables. Dado este ejemplo, las variaciones entre identidades se dan por una indiferencia total a las diferencias, siendo que ontológicamente todos poseen la misma categoría de ser, las múltiples existencias se diversifican en función de representar físicamente estos únicos puntos de vista y planos de interacción. Porque las existencias evolucionaron en función de ser distintas unas de otras, en orden de tener valores diferentes y ser únicas a su propio modo, sin embargo el principio de conservación les permitió agruparse para reconocerse como existencias de un mismo tipo, de esa forma se habilita un espacio seguro para interactuar y ordenar su reproducción. Si pensamos en el concepto de totalidad y de su significado obtenemos una disección del término "universo" que se traduce en: Uni-verso. Uni: uno, único. Verso: versión. Es decir que etimológicamente el universo es una versión única de una sucesión de acontecimientos, implicando que pueden existir una multiplicidad de versiones pero cada una será única en comparación. Y cada persona es un universo, un sentido único de la experiencia de ser una identidad que se encuentra más allá de todo supuesto. Más allá de la propia concepción de lo propio, en un espectro colectivo de existencia, una eterna aproximación al verdadero yo. Sin embargo, la identidad como espectro, se construye en la interacción, es decir que una personalidad se encuentra determinada por su entorno. Esto implica que la existencia de una persona tiene una extensión metafísica. Cuando una persona conoce a otra, se forman concepciones bidireccionales de la identidad aparente, lo que lo lleva a uno a considerar que quizás el otro construyó una idea de uno que no es necesariamente la misma idea que uno se formó de si mismo. Así sucede en todas las interacciones, cuantas más personas involucradas en conocerse tanto a sí mismas cómo a los otros, el espectro de identidad se expandirá. Pero estas concepciones, tanto la propia de uno mismo como la colectividad de concepciones sobre una misma identidad serán sólo aproximaciones a la verdadera identidad. Es decir que en un sentido las identidades son pluralidades de ideas, un sujeto determinado posee múltiples personalidades proyectadas en los demás, en la subjetividad de otros. Entonces nuestra propia concepción de nosotros mismos es sólo una fracción de la totalidad que somos para y con el mundo, y por lo tanto nunca creemos ser lo que realmente somos. Sin embargo, la realidad del ser de uno se encuentra más allá de esta pluralidad de subjetividades, estamos distanciados de nuestra auténtica naturaleza, no sólo animal, sino también espiritual, esta distancia implica que nuestro ser utiliza una apariencia para poder interactuar a partir de su auto-conocimiento, una apariencia que bien está en permanente construcción. Este devenir de la persona es sin duda alguna nuestro principio de conservación, nos permite ser distintos y poder utilizar estas diferencias a favor de la reproducción de ideas, respondiendo a las leyes fundamentales de la entropía y de el equilibrio. Porque si pudiésemos actuar desde la naturaleza ubicua de nuestro ser, es decir desde nuestra cualidad ontológica, seríamos todos iguales y no habría respuestas diferentes, no habría cambio, la entropía sería siempre bajo los mismos patrones y no habría armonía en la reproducción de la información. Entonces, si nuestra identidad posee prolongaciones en el otro, si nuestra apariencia nos defiende de perdernos en el sin-sentido, podemos afirmar que en nuestra finitud hay una inevitable presencia del infinito, con el que estamos en constante contacto y que nos nutre de construir y de desear. Siendo que somos seres finitos, que dependen de un otro para poder corroborar la propia existencia, para ser vistos, pensados y recordados, somos en definitiva impermanentes, cambiantes por necesidad, intermediarios entre el todo y la nada.

JdD parte 20: Experiencia de identidad y la relación con el otro.Where stories live. Discover now