Había una vez, una niña que descubrió las palabras, el poder que escondían y lo potentes que pueden llegar a ser. Jugó con ellas por años, se valió de sus colores, tonalidades y gamas dándole vida a lo que llegaría a ser su segundo amor más grande. Pero un día, sin previo aviso, despertó en oscuridad. Ya no había pigmentos y, lo que era peor, no sabía cuánto tiempo llevaba en ese estado. En su desesperación por poder fluir de nuevo, dio tumbos a tientas hasta que las palabras la encontraron a ella, pero en otro formato, con otro esqueleto. Tal era su admiración y devoción que, sin dudarlo, se acomodó a aquella nueva estructura, aferrándose con todo de sí para no perder lo que le quedaba, para no perderse a ella misma. Y se reencontró. Se reencontró con su ser, con sus miedos, anhelos y frustraciones, se reencontró con la vida y con las distintas formas de sobrevivirla; descubrió en el paso del tiempo un inevitable gusto por la métrica de aquel -ya no tan nuevo- estilo, y se entregó por completo a él. Pero era noble, gentil. Y como tal, no olvidó nunca lo que la narración había logrado inicialmente con ella, el efecto que aún permanecía plasmado en su alma y, un día, cuando la niña ya era una mujer, decidió aventurarse y ver si es que podía volver a hallar aquellas tonalidades que, tanto tiempo atrás, habían pintado su alma de ideas, ilusiones e ingenio.
No fue fácil, pero lo logró. A base de irse de bruces, dejar la búsqueda de lado y luego intentarlo otra vez, finalmente se reencontró con aquel poder narrativo que tanto fervor le causaba y, aunque comenzó fluyendo débil, eventualmente ajustó el ritmo. Llena de ilusión, se propuso permitirse florecer y dejarse encandilar de forma consciente. No tenía otra opción, en realidad, pues eran dos clases distintas de poder las que fluían ahora por sus venas: el verso y la prosa.
He aquí los resultados de sus exploraciones en aquel delicado y a la vez mágico viaje.All Rights Reserved