―Yo no sabía si hacerlo... Por papá, más que nada.

―Que le den a papá. ―Gruñó―. Él debería haberlo hecho, estoy muy enfadado con él. También debería haber echado a Mona y que se vaya con su madre de una buena vez.

―Pero es su hija, es normal que...

―Tú también eres su hija ―me interrumpió―. Y punto, no se hable más. A partir de ahora, el tema del vídeo queda zanjado. Sé que es incómodo para ti.

―Gracias, Quentin ―dije alargándome un poco para besarle la mejilla―. Te quiero.

«Nota para la futura Arizona: regálale algo bien gordo a Quentin por Navidad; se lo merece más que nadie.»

Llegamos a Manhattan en menos de una hora. Ya había estado en Nueva York antes, de hecho iba cada año de sorpresa a ver a mi hermano algunos días ya que él no tenía mucho tiempo para venir a Los Ángeles. Quentin metió el coche en el aparcamiento subterráneo del edificio en el que vivía y allí nos esperaban Dylan y Cameron, sus dos mejores amigos y compañeros de piso.

―¿Qué hay, bombón californiano? ―dijo Cameron cuando bajé del coche y me abordó con un abrazo. Yo me reí.

―Aquí estamos ―dije besándole la mejilla antes de separarnos.

―Hey, Ari ―dijo Dylan viniendo hacia mí. Me dio un corto abrazo.

―Hola, Dyl.

Los tres me ayudaron a subir las maletas hasta el último piso, el décimo. Cuando llegamos, vi que todo estaba igual que siempre. Los tres eran muy limpios y pulcros, así que no me sorprendía nada.

Eran tal para cual. Los tres provenían de familias con bastante dinero. Los tres estudiaban leyes. Los tres jugaban en el equipo de baloncesto. Los tres disfrutaban de lo lindo de las comodidades que su clase social les había dado. Los tres no cambiaban una fiesta por casi nada.

Yo no era muy distinta a ellos, en realidad.

―Nos vamos a la uni ―dijo mi hermano cuando acabamos de entrar mis maletas a mi nueva habitación―. Cualquier cosa, me llamas. Cuando vuelva te traeré tu horario y demás cosas.

―Muchas gracias, Quentin ―murmuré abrazándolo. Él me besó la cabeza.

―No las des, Ari. Nos vemos luego. Por cierto, he comprado toallas para ti. Están en la balda más baja del baño.

Se fueron de casa y yo me quedé sola en un apartamento amplio y silencioso.

Quentin y mi padre habían conseguido que me admitieran en Columbia, la uni a la que mi hermano estudiaba. Según ellos no fue muy complicado, en parte por mis notas y porque mi padre era amigo cercano de varios miembros de la rectoría de Columbia. Menos mal que ésta tenía la carrera de Periodismo, sino no sé dónde me hubiese metido.

Estaba huyendo de todo.

Pero no me sentía del todo mal por hacerlo.

Creo que lo merecía.

Empezar de nuevo siempre es una buena opción.

Guardé mi ropa en el gran armario que había y aún tuve que dejar algunas prendas en la maleta pues no acababan de caberme todas. Tendría que comprarme una burra o una cajonera... Cuando terminé con la ropa, coloqué sábanas en la cama, decoré la habitación con las pocas cosas que llevaba en la maleta y dejé algunos de mis libros en la balda que había encima del escritorio. Puse a cargar el ordenador portátil y, por primera vez desde el día anterior, me miré en el espejo.

―Ay, Dios mío ―exclamé al verme.

Nunca en mi vida había descuidado tanto mi imagen como en las veinticuatro últimas horas. Mi pelo castaño, el cual siempre llevaba unas ondas naturales muy bonitas, estaba enmarañado y despeinado, cuál nido de pájaros. Tenía unas ojeras horribles bajo mis ojos, las cuales quedaban horriblemente mal con el tono azul de mis ojos. Mi piel, ya de por sí clara, estaba aún más pálida. Y mis labios, los cuales solían estar bien suaves e hidratados, estaban bien cortados.

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