—Aun así, es muy poco tiempo... —Le respondí con desmotivación.

—Te sorprendería lo que puedo hacer en menos de tres —bromeó en un murmullo.

Puse ambas manos sobre su pecho y lo empujé para separarnos de inmediato. Esta vez quien se rio de mi reacción fue él. Los humos se me subieron pronto a la cara en cuanto creí entender su chiste, aunque para Dominic también fue vergonzoso decirlo. Estaba rojo y apenado, pero lo disimulaba riendo y pasándose la mano por el rostro.

Antes de que pudiera parar con su risa, aprovechó mi distracción —o más bien aturdimiento— para tomarme de la mano y jalarme con él hasta las escaleras de emergencia al final del pasillo. No me opuse ni dije nada, pero la emoción de nuestra corta aventura jamás me abandonó.

Nos detuvimos en el descanso solo por unos segundos. Pidió en voz baja que lo siguiera con cuidado en todo momento y que vigilara su espalda por si veía a alguien cerca. Las piernas y brazos me temblaban, el corazón no dejaba de latirme a prisa por ansiedad. Me llevé la mano desocupada al pecho, esperando hallar calma.

Yo sabía que lo que hacíamos estaba terriblemente mal. Era un acto muy rebelde e irresponsable. ¿Y si veíamos a alguien en la playa y lo contagiábamos? ¿Y si a Dominic le daba uno de esos raros ataques respiratorios? No podría ayudarlo. Recé en mis adentros para que estos quince minutos no fueran letales para ninguno de los dos.

Bajamos las escaleras con prisa y cuidado. Paramos en cada piso para verificar que no hubiera nadie en los pasillos, que de por sí ya se percibían solitarios. Dom me avisó que no bajaríamos hasta la primera planta, sino a la tercera y que saldríamos por otra puerta de emergencia que tenía escaleras hacia la calle.

La primera parte de su plan salió a la perfección. Dominic empujó la gran puerta de emergencia con el cuerpo y esta cedió de inmediato, sin activar ningún tipo de alarma como pensé que ocurriría. Una cálida ráfaga de viento nos recibió a los dos, muy diferente a las que llegaban en la azotea.

Por la hora ya no hacía tanto calor ni el sol nos derretía la piel. Dom sujetó mi mano con más fuerza, después se giró solo un segundo para mirarme a los ojos y sonreírme. Mi vestido rojo se agitó ligeramente, mi cabello también. Él trató de brindarme confianza hasta el último momento.

Dejamos emparejada la puerta y salimos juntos hasta unas estrechas escaleras laterales y metálicas. Ambos nos sujetamos del barandal para evitar un tropiezo mortal, descendiendo los últimos tres pisos hasta llegar a la calle.

Mis pies sintiendo el concreto por primera vez en días y mis ojos vislumbrando una ciudad desierta, me brindaron una extraña e intranquila sensación. Todos los autos se veían casi abandonados, los locales yacían cerrados y no había ni una sola alma caminando por la acera.

Casi dos semanas atrás esta playa rebozaba de vida. Ver que en el presente ocurría todo lo contrario me entristeció profundamente. Yo no acostumbraba a salir de casa porque quizás en el subconsciente estaba contenta de que millones lo hicieran por mí. Ahora que era mi turno de salir, me sentía mal y culpable.

Sin embargo, no tenía el derecho de estropear los planes de Dom, no después de que yo misma decidiera llegar lejos con mis malas decisiones. Tuve que callar mis inquietudes y seguir adelante para disfrutar de lo que no debía, olvidándome de todo lo malo.

Los dos caminamos por un estrecho pasillo que separaba a un hotel de otro. En los largos escalones de concreto había mucha arena arrastrada por el viento y por los que en algún momento disfrutaron de la playa y regresaron de ella.

Una vez que abandonamos los muros un minuto después, una infinidad de arena dorada y un mar gigantesco se extendieron frente a nosotros. Giré la cabeza en todas direcciones mientras nos aproximábamos a la orilla, pero no se cruzó ni una sola silueta a la distancia que pudiera verse afectada por nosotros.

El contagio que nos presentó [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora