-Espero no malinterpretes las cosas, hermanito -me dijo Octavio-. Te extrañaré, pero eso no quiere decir que no deba divertirme cuando te marches.

-Yo pondré una foto tuya para recordar que fue tu cuarto -murmuró Gus mientras los tres admirábamos la habitación vacía, las aburridas paredes con la pintura color blanco champán que siempre tuve, y el espacio que dejaría mi partida en la casa.

-Tal vez la foto hará ver la habitación más deprimente -le dije, posando la mano en su hombro.

Octavio masculló algo antes de ser el primero en salir del cuarto. No recuerdo que dijo, porque me encontraba absorto en la grieta que había aparecido el verano pasado debajo de mi ventana.

-Supongo que extrañarás tu habitación -observó Gus, haciendo una pausa prolongada. Al rato, suspirando, preguntó-: ¿cuántas veces te habrás masturbado aquí?

Pese a que hice memoria, no di con un número específico. Al final, le dije:

-No lo sé.

-Fue toda tu adolescencia, debieron ser muchas.

-Mmm sí, aunque...

-Tal vez unas mil -me interrumpió en un tono nostálgico-. Yo extrañaría eso.

Inspiré profundo, mirando sus ojos grises.

-Creo que yo también.

La despedida fue la peor parte para Abigail. En serio, lloró a moco suelto como si hubiese recibido una sentencia de muerte. En cambio, para mí, el mundo siguió igual. Creo que aún no había analizado por completo el hecho de que vería muy poco a mi familia, y lo extraño que sería eso para todos.

En parte también era porque estaba abrumado de verlos con cara triste y haciendo pucheros. Sobre todo mis hermanos menores, quienes me miraban con un porte melancólico desde la entrada de la casa mientras montaba las maletas en la camioneta de Víctor.

Salimos de la ciudad al comienzo de la tarde, y según Google Maps llegaríamos a nuestro destino al anochecer. En el trayecto, Abi y Víctor no dejaron de lloriquear, ya que no se verían con tanta frecuencia, y eso, según ellos: «Daba latigazos a sus corazones enamorados».

Fue tanta la cursilería, que cada objeto, animal y planta que veían en el camino, les traía recuerdos de un momento específico de su relación. En cambio, ellos a mí, me recordaban a Werther.

-Pronto acabaré la carrera, así que nos podremos ver más seguido -le dijo Víctor mientras íbamos en el camino.

-Te faltan dos años para eso -se quejó Abigail, acurrucada a su lado y sorbiéndose los mocos.

Víctor la besó en la cabeza y dijo:

-Te extrañaré mucho, pichóncita.

-Y yo a ti, pichóncito -murmuró Abi al borde de las lágrimas.

Por poco me explota la cabeza. En un punto del trayecto dejé de escucharlos, enfrascándome en las líneas blancas dibujadas en el medio de la carretera y que la camioneta dejaba atrás con facilidad. La mayor parte del camino imaginé que esta era una máquina que comía chicles puestos sobre una gran cinta transportadora.

Fue gracioso suponer aquello, y era mucho mejor que prestarle atención a las irracionales alegorías de amor que pronunciaban Abi y su novio.

Al llegar a la ciudad, lo primero que me llegó a la mente fue que desde ese momento podía ser yo mismo, desplegando la bandera del orgullo gay sin culpas y sin miedos. Culpé al tópico que habla sobre: «Nueva ciudad, nueva historia, nuevo tú», y que se ha mostrado en casi todas las historias adolescentes que vi y leí a lo largo de mi vida.

Las curiosas citas de Elliot BécquerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora