Suspiró y siguió paseando por las opciones que se desplegaban en el menú y a las cuales no podía acceder por falta de experiencia o monedas.

En otras circunstancias se habría sentido emocionada. Específicamente, estando ella jugando en la comodidad y seguridad de su cuarto. Donde los monstruos, poderes, armas, y un largo etc. Eran exitosamente contenidos en su televisión o el monitor de su computadora y sabía, con incuestionable certeza, que bastaba con oprimir un botón para pausar, reiniciar o apagar un juego. Pero ese no era el caso.

No allí, donde la lluvia se filtraba por los tablones mal colocados del techo del chiquero.

No allí, donde el menú de un video juego se desplegaba frente a ella sin necesidad de una pantalla como si el concepto de ficción no existiera.

Allí, donde el espejo le devolvía la imagen de un rostro que no le pertenecía ni en apariencia ni en edad, ella no encontraba razones para estar emocionada.

Duele—pensó, sintiendo pinchazos de dolor recórrele las heridas aún abiertas de su espalda. Cerró el menú y volvió su atención a la casa.

Sintió los ojos arder y se permitió derramar algunas lágrimas antes de sorber por la nariz y limpiarse el rostro con las mangas las cuales, a pesar de estar arremangadas, eran demasiado largas para su contextura actual.

Durante esos diez días había observado su alrededor con toda la atención que el dolor de su cuerpo le permitía. Intentado adquirir hasta la más pequeña gota de información que podía de su nuevo entorno y comprender dónde y por qué estaba allí. Había logrado responder a la primera interrogante aunque odiaba admitirlo porque era imposible y, sobre todo, era problemático.

—Reino Yrinda. Uno de los cuatro reinos del Occidente, donde los héroes se levantan y el sol se oscurece—murmuró la mujer con pesadumbre. No era una frase que alguien hubiera dicho mientras observaba su alrededor y por ende recordara gracias a su buena memoria, sino porque el menú la había estado saludando todas las mañanas en esos cuatro días en cuanto despertaba junto la leyenda << Ubicación Actual >>.

—Se supone que esto solo les pasa a los asiáticos—farfulló con molestia mientras se mordía el pulgar de la mano derecha.

El Reyno Yrinda, era donde se llevaba a cabo la historia principal de una novela ligera coreana titulada "El Retorno de la cumbre oscura". Una clásica historia de reencarnación, mazmorras, leve-up descarados y bromances que coqueteaban con las mentes de muchas lectoras (y seguramente de varios lectores) los cuales terminaban por convertirse en fan-arts subidos de todos (aunque varios también eran bastante tiernos, la verdad). Lo único distinto al resto de novelas de ese tipo era que se manejaban dos protagonistas. Un retornado y un salta-mundos quienes, por algunos malentendidos, se habían enfrentado entre ellos durante los primeros volúmenes para luego aliarse contra el verdadero villano de la historia.

Ella había terminado de leer los casi mil capítulos de la novela hacía ya un mes atrás y había estado esperando, con inusual emoción, que se publicará el nuevo capítulo del manhawa la noche anterior ya que estaba por comenzar un nuevo arco. Su favorito, por cierto.

Mientras esperaba se había entretenido con otras historias de temáticas parecidas, así que todo el tema de estar haciendo algo (como ser atropellada por un camión, por ejemplo) para luego despertar en un mundo de fantasía no era una novedad para ella.

Era, de hecho, un cliché casi obligatorio por el cual iniciar una novela asiática. Ella tenía una extensa lista de historias las cuales podía recomendar de ese tipo, algunas se enfocaban en el romance, otras en crear reinos y otras más en conquistar mazmorras, pero ser consciente de la existencia de estas historias no hacía más fácil aceptar y resignarse a lo que sus sentidos le decían.

—Ser transportados a otros mundos es cosa de asiáticos—volvió a refunfuñar mientras apretaba los ojos en un intento por aplacar las lágrimas. Cuando los volvió abrir, la recibieron una vez más el panorama depresivo de aquella vieja casa gris y sus alrededores.

Nada cambió. Las paredes rosas del que había sido su habitación por los últimos 8 años no la rodearon de pronto para protegerla de eventos fantásticos. Su suave cama y cálidas colchas no aparecieron para convencerla de que todo había sido un sueño. Un muy vivido sueño. El espejo no le devolvió la imagen deseada para confirmar que era ella. Yoselin Vera.

No. A su alrededor solo había frío, lluvia, el olor del chiquero y tierra mojada. Y la visión de esa horrible casa gris la cual por fin había abierto su puerta.

La mujer dio un respingo y de un saltito se bajó de la barda. De la casa salió un enorme hombre, de extremidades fuertes y andar garboso. Lo vio escupir al suelo antes de tomar un sorbo a su licorera. En seguida, se asomó la temblorosa figura de una muchacha rubia que cargaba una bolsa que parecía enorme entre sus delgados brazos.

La mujer, Yoselin Vera, corrió hacia la rubia, incluso antes de que esta la buscara con la mirada.

Su cuerpo protestó por el repentino acto, pero ningún quejido salió de sus labios. Una vez frente a la muchacha rubia, Yoselin tomó entre sus manos una de las frágiles manos de esta. La rubia dibujó una sonrisa que luchaba por no curvarse hacia abajo.

—Todo lo que necesitarás está en la bolsa, cuídala—dijo la rubia, con voz ahogada y los ojos hinchados por el llanto contenido.

Yoselin asintió y tomó la bolsa que era casi tan grande como ella misma.

—Nos vamos—Anunció el hombre y se dirigió hacia un carromato que ya les esperaba.

Antes de que Yoselin comenzará a caminar detrás del hombre la rubia la abrazo. Un extraño y desagradable olor inundó la nariz de Yoselin.

—Recuerda lo que te dije—susurro la rubia. Yoselin asintió.

—Mamá esperará que Adrei regrese—dijo y después de darle un pequeño beso en la frente, la rubia dejó que corriera hacia el carromato.

La mujer, que ya no podía ser descrita como tal, debió esforzarse para subir al carro ya que era demasiado alto para su complexión actual. En cuanto el hombre vio que ella tenía medio cuerpo dentro agitó las riendas para que los caballos comenzarán a andar. El repentino movimiento causó que Yoselin cayera sin gracia alguna dentro del carro y golpeara la frente con una de las cajas que se encontraba dentro.

—Te daré una paliza si rompes algo—gruñó el hombre—¡¿Escuchaste mocosa?! —gritó, con palpable fastidio.

Yoselin Vera. No.

La niña, Adrei, que luchaba por no soltarse a llorar respondió.

—Sí, padre.

Sobreviviendo como la hija de la SantaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora