Depuración I

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SUPERFICIE: 112, 798, 256 km2

TIEMPO ESTIMADO: 27 d, 03 hrs, 58 min, 15 s.


Una luz se filtró entre sus párpados. Al tratar de abrirlos, unas agudas punzadas invadieron sus sienes. Se obligó a acostumbrarse al malestar de sus ojos hinchados para mirar alrededor; el espacio donde se encontraba era una habitación pequeña, donde apenas cabía él mismo como algunas máquinas; las paredes eran blancas, relucientes y el techo estaba construido de grandes baldosas luminosas. Respiró todo el aire que le permitían los pulmones, armándose de valor para afrontar la pesadez de su cuerpo. Chilló al mover uno de sus brazos, pero el ruido de golpes metálicos le martilleaba la cabeza. Tomó aire de nuevo, con los ojos hundidos en lágrimas de dolor. Continuó agitando sus extremidades, en vano, hasta que dirigió la vista a cada una de ellas, encontrando las esposas que lo ataban a una camilla. De pronto tuvo una sensación de asco en su garganta, pero fue incapaz de vomitar, sólo sufrió de repentinos ataques de tos que aumentaron el dolor en el pecho, estómago, cabeza, brazos y piernas.

Al tiempo escuchó el eco de pasos firmes, uno tras otro, cada vez más decididos y su mandíbula se inundó en temblores. Sentía los dientes golpearse.

"Carajo. ¡Carajo!", repitió cada vez más fuerte.

Empezó a sudar y sus manos tiraron de las cadenas en repetidas ocasiones. No entendía qué ocurría en su mente, era como si ésta tuviera vida propia, con el único deseo de escapar.

La lucha contra las ataduras fue desesperada, hasta que se vio interrumpida por los espasmos en su diafragma, donde cada uno era más brusco que el anterior. Escupió, se rindió a causa del dolor y percibió un sabor metálico en su garganta. Cansado, cerró los ojos, esperando a que la tos cesara por sí misma.

Las pisadas cesaron. El ruido pasó a ser golpes metálicos y un rechinido, agudo. Parecía que se abría una puerta.

Encaminó su vista al fondo del pasillo. Primero vio una silueta, borrosa. Después, conforme se acercaba, distinguió que se trataba de cinco personas. Dos de ellas portaban un traje y sombrero elegante, ambos con insignias organizadas. La vestimenta de los otros individuos era blanca, intuyó que eran médicos. Había una figura femenina. El resto eran hombres.

Siempre tuvo problemas de visión, desde joven. A pesar de que la gente estaba cerca suyo, tuvo dificultad para reconocer sus rostros en detalle.

—Oleg Kozlov, ¿cómo te encuentras?

Se trataba de un hombre de mediana edad. Tenía el cabello de tonos rubios oscuros, en un corte disciplinado, cubierto en su mayoría por una gorra militar, la cual estaba decorada con detalles color oro. Portaba un elegante traje militar color azul marino, donde sobresalía una gran cantidad de emblemas organizados sobre el bolsillo izquierdo junto al corazón. Sus hombros y pecho eran anchos. La complexión de su cuerpo no era musculosa, pero era la de una persona que toda la vida ha hecho ejercicio. Tenía facciones toscas, cuadradas, decoradas con un par de arrugas marcadas en su frente como en la bolsa de sus ojos.

Oleg gimió de dolor al levantar su espalda de la camilla, le temblaron los brazos. Trató de alzarse lo suficiente para ver a quien le dirigía la palabra, sobre todo la tarjeta situada arriba del bolsillo derecho del saco. De pronto, sus hombros flaquearon, arrastrando con ellos el peso de su cuerpo como las máquinas que medían sus signos vitales. Algunas de las personas se dirigieron al equipo para sostenerlo, el hombre que había hablado, alcanzó al joven, sujetándolo con firmeza de los hombros.

La cabeza le dio vueltas. Agachó la cabeza. Mantuvo las manos aferradas a los brazos ajenos. Después de unos segundos, alzó la vista al saco. Entrecerró los ojos hasta que fue capaz de leer la placa que identificaba al militar como "Paul Schwarz". Al instante, en un arco reflejo, tuvo un ataque de tos. La garganta y labios le supieron a hierro.

El general hizo una seña para que los enfermeros se encargaran de Oleg.

—Aún estás débil. Necesitas reposo.

No recibió respuesta. Suspiró al ver al contrario agitar las cadenas, luchando contra ellas en vano.

—No te recomendaría hacer eso. Sólo vas a cansarte.

Frenó sus movimientos al sentir dolor en las muñecas, ante ello, apretó los párpados; su pecho se movía inquieto y exhalaba con brusquedad. Estaba agitado.

—Sé que debes estar confundido. Antes que nada, permíteme presentarme; soy Paul Schwarz, CEO de MagmaX. Las personas que vienen conmigo son: el teniente Jack Avery; y el equipo médico: la neuróloga Charlotte Brown, el psiquiatra Santiago Ruiz y el enfermero Harry Taylor.

Se aclaró la garganta antes de continuar.

—Tu salud ha estado muy delicada en los últimos días. Has estado en manos de los mejores especialistas desde entonces. Ellos continuarán estudiándote. El teniente Avery estará aquí cuando necesiten apoyo de otros colegas o de instrumental. Estarás llevando una dieta según tus necesidades.

El general Schwarz se interrumpió a sí mismo, se detuvo a ver al joven. Tenía la piel muy blanca, ojos café un poco hundidos, mandíbula afilada y pronunciada. Su cabello castaño y alborotado se encontraba sucio, grasoso como descuidado, al igual que la barba. Siempre fue delgado, no obstante, en ese entonces se le marcaban más los huesos en general, en todo su cuerpo.

—También haremos adecuaciones para tu cuidado y aspecto personal. Lo iremos haciendo conforme vayas mejorando de salud. ¿De acuerdo?

El silencio se apoderó de la habitación.

—Te necesitamos, Oleg Kozlov. MagmaX, te necesita. La humanidad te necesita. Pero antes que todo, debes estar bien de salud para ayudarnos a todos.

Jack Avery asintió.

—Vendré personalmente para aclarar tus dudas según vayas recuperándote.

Dirigió la mirada a cada uno de los presentes, asintió con la cabeza según repetía los apellidos de cada uno, despidiéndose así. Se había retirado unos pasos cuando escuchó que le hablaba una voz cansada, jadeante:

—¿Qué me hiciste?

Volteó, encontrando los ojos entrecerrados de Oleg fijos en él, con las cejas apenas torcidas y un brillo furioso en la mirada.

—¿Perdón?

—¿Qué me hiciste? —Tosió.

El equipo médico empezó a prepararse.

—Nadie te hizo nada, Kozlov.

Sonrió de lado, resopló una risa cínica.

—¿Qué me hiciste?

El general metió las manos a los bolsillos de su pantalón. Correspondió el gesto con la misma sonrisa ladina, la de la complicidad; ambos sabían de lo que hablaban, pero no lo admitirían. Chasqueó antes de negar repetidas veces con un suave movimiento de cabeza.

—MagmaX. te falló; estabas bajo mucho estrés y no fuimos capaces de detectarlo a tiempo. Te fallamos.

De pronto empezó a temblar y sintió una opresión asfixiante en su pecho. Llevó la mirada al suero que colgaba en la plataforma metálica a su lado. El color transparente se manchó de púrpura y de cristales brillantes con la misma tonalidad. Los pigmentos se abrían paso lentamente, en suaves danzas, hasta cubrir el contenedor por completo. El color bajaba despacio a través de la manguera que conducía a su vena. Un temor irracional se apoderó de sus sentidos al percibirlo.

"No. No. ¡No!", repitió nervioso, desesperado. Empezó a mover sus extremidades y cuerpo en general, sin embargo, las otras personas se encargaron de detenerlo.

—Nos vemos, Oleg Kozlov.

Al retirarse escuchaba el tintineo de las cadenas, tan dulce como el canto de los pájaros en una mañana de primavera.

RAN: Neurona de Acceso AleatorioWhere stories live. Discover now