Bajo la cabeza porque sé que es cierto, Albert me perdonará haga lo que haga. Sin embargo, él me alza la barbilla y continúa:
—¿Puedo hacerte una pregunta, Candy?
—Claro.
—¿Y serás sincera en tu respuesta?
—Hemos dicho que íbamos a serlo, ¿no?
—¿Eres feliz? —me pregunta con inusitada dulzura, como si realmente le interesara saberlo.
—No creo en la felicidad absoluta, sino en instantes de felicidad más o menos frecuentes, pero supongo que este repentino interés por mi bienestar es una más de tus tomaduras de pelo.
—No puedes estar más equivocada. Solo por una vez, ¿podemos hablar sin lanzarnos dardos?
—Te recuerdo que no fui yo quien empezó esta guerra —me defiendo.
—Bueno, pues te prometo que hoy entrego mis armas. Me gustaría conocerte un poco más, tal vez así consigas que cambie de opinión respecto a lo vuestro.
—¿Y qué quieres saber que no supongas ya?
—Pues, por ejemplo, me gustaría saber por qué quisiste dedicarte a la medicina.
—¿De verdad quieres saberlo? —le pregunto asombrada por su inusitada cordialidad.
—De verdad.

—Pues, desconozco el motivo, pero siempre me gustó. Nunca me interesaron las muñecas con las que jugaban mi hermana y mis amigas. Mis madres estuvieron durante una época bastante preocupada por mi identidad de género porque yo me volvía loca trepando árboles, los tenía locos a casi todos. ¿Recuerdas aquellos soldaditos articulados?
—Sí, claro, yo también tuve unos cuantos, pero ¿qué tiene que ver eso con la medicina?
—Pues si los tuviste, recordarás que iban vestidos con uniformes militares y trajes de camuflaje. A mí aquello me ponía de los nervios. Yo quería ayudar a los heridos en la guerra.
—Vaya, así que tuviste una vocación temprana... ¿Y te gusta tu trabajo?
—En general sí. Reconozco que me encanta tropezarme por la calle con alguien que pueda curar.
—¿Y te ves dentro de cinco o diez años trabajando en lo mismo?
—¿De verdad te interesa saberlo o me estás tomando el pelo?
—Candy, relájate un poco.
—Pues en realidad dentro de unos años me gustaría embarcarme en un proyecto propio —confieso.
—¿Qué tipo de proyecto?
—¿Prometes guardarme el secreto? Esto es muy importante para mí, no puedes comentarlo con nadie.
—Candy, mírame, no creo que haya una persona en el planeta a la que le interese la medicina menos que a mí. Prometo guardar tu secreto. Palabrita del niño Jesús —me dice de manera burlona, haciendo la señal de la cruz sobre su pecho, pero de alguna forma sé que habla en serio.
—Bueno, pues ahí va. Puede que sea una locura, pero me encantaría dedicarme a cuidar niños.
—¿Niños? —me pregunta, atónito.
—Sí, me chiflan los niños. No estoy hablando de tenerlos, sino de ayudar a que sean adoptados para quien quiera y pueda pagarles una buena educación. Pienso en actores, intelectuales y gente pudiente. Pienso en darles medicinas, ropa, entretenimiento, educación y hasta trabajo a los mayores...
—Vaya, lo tienes muy meditado.

—Llevo años trabajando en la idea. Ya tengo algunos prospectos hechos. —¿Y qué te impide lanzarte a la piscina ahora mismo?
—Cada cosa tiene su momento. Aún estoy en una fase de siembra y aprendizaje. Necesito ampliar mis contactos y forjarme un buen nombre para, llegado el momento, encontrar la financiación que necesito.
—Yo estaría dispuesto a financiarte, me parece una idea interesante.
—¡Basta ya!, Lauren, ¿apenas conseguimos cruzarnos dos palabras sin insultarnos y quieres que seamos socios?
—En cualquier caso, mi oferta queda sobre la mesa, tenla en cuenta. —Gracias, pero no.
—Otra cosita ¿cómo es que no hablas francés? París siempre ha sido la capital de la alta sociedad y sería una buena sede para el tipo de negocio que planeas. Ya sabes que tengo un apartamento allí, podrías irte una temporada para estudiar el idioma e ir tanteando el terreno.

Y entonces me caigo de la nube al percatarme de su verdadera intención: la de animarme a marcharme para dejarles solos de una vez por todas. He caído de nuevo en su juego diabólico. ¿Cómo puedo ser tan ingenua?
—¡Qué ! Me embaucaste porque quieres que me vaya a París para quedarte con William para ti solito.
—Candy, de aquí a unos años ni siquiera te acordarás de William, te lo garantizo. De momento te ha sabido embaucar porque te seduce bien, pero un día abrirás los ojos. La soledad te hincará el diente y le culparás por ello. Y entonces, el sacrificio que has hecho se convertirá en resentimiento. Todo esto se podría haber evitado si te hubieras limitado a jugar con él, pero cada uno en su casa, os habríais ahorrado años de sufrimiento. ¡El sexo te ha jugado una mala pasada, compañera!
—¿Es que siempre tienes que acabar hablando de sexo? —protesto y, al hacerlo, mi mente empieza a enviarme imágenes de Albert. Me cuesta mirarle a la cara porque no puedo evitar imaginar y sentir sus caricias. Maldita sea, creo que ya estoy ruborizada.
—Me gusta muchísimo el sexo, Candy: hablar de sexo, estudiarlo, leerlo, mirarlo, tocarlo y, sobre todo, practicarlo —confiesa con la mayor naturalidad —. El sexo es la pulsión que mueve el mundo. En este planeta nuestro se lo hace  constantemente. Piensa en ello, en este preciso instante miles de millones de criaturas de todos los géneros y especies están copulando frenéticamente. Es algo apasionante, si fuéramos capaces de almacenar la energía emitida, acabaríamos con el problema los combustibles fósiles para siempre.

—Podrías proponérselo a LaFord —observo con sarcasmo.
—El sexo, amiga mía, nos demuestra la existencia y la infinita bondad del todopoderoso. —¿Y eso?
—El nos dio el sexo como su regalo supremo, un juguete divino para que sus hijos fueran felices. Y nosotros, como hijos obedientes debemos practicarlo, cada día más y mejor, para honrar a nuestro padre.
—Mira que eres bruto...
—No me mires con carita inocente, niña, si no te gustara tanto el sexo no estarías viviendo en lakewood con un extraño. Eso sin nombrar tus sueños eróticos...

¡Hasta aquí hemos llegado!
Me levanto del sofá como impulsada por un resorte porque no estoy dispuesta a hablar de mis sueños eróticos con él. Y estoy segura de que acabaría por arrancarme la verdad, así que, por mi propio bien, doy por finalizada la charla de forma atolondrada. Él parece entender el mensaje y se pone de pie con una sonrisa en sus labios.
—Escucha, Lauren, no sé a qué has venido, pero es mejor que te marches, esta conversación me está poniendo nerviosa.
—Habla con propiedad, preciosa. Esta conversación no te pone nerviosa. Tu temperatura corporal se ha disparado, no hay más que ver tus mofletes sonrojados, y sientes un cosquilleo delicioso entre las piernas. Dado que tu queridísimo William tardará un par de días en llegar, me temo que tendrás que conformarte con una buena dosis de amor propio. Como ya sabes, en el tercer cajón de su mesita tienes un buen surtido de juguetes.

En este momento mi mano parece cobrar vida propia al darme cuenta de que la letra de aquella nota no es de Albert; y se dispone a darle una bofetada en su ya castigada cara, pero el muy canalla me la atrapa al vuelo por la muñeca y la detiene con fuerza antes de que llegue a tocarle. Mi frustración y mi ira son tan intensas que tengo miedo de mí misma. En la vida he visto un hombre más soez y maleducado.
—Quieta, potranca, que ya me marcho. Solo venía a darte las gracias por tus lágrimas. Fue conmovedor. Cuando necesite a una verdadera amiga, ya sé dónde encontrarla.
—¡Vete! —le grito con rabia ciega, empujándole con fuerza hacia la puerta. Él se deja llevar, muerto de la risa.
—Como quieras, chiquitina, pero que conste que has sido tú quien ha roto la tregua.

Abre la puerta y la cierra tras de sí, dejándome plantada frente a ella, resoplando y con cara de idiota.

Sujeción de EscocésDonde viven las historias. Descúbrelo ahora