4 - Irma y Eso

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Una serie de ladridos lejanos despertaron a Irma a altas horas de la noche.

Se incorporó en su cama, adaptando sus ojos a la poca luz de luna que entraba por la ventana. Los perros a lo lejos seguían ladrando, y la vela de su mesilla se había apagado, a pesar de que aún tenía mecha. Ladeó la cabeza, pensativa.

La pequeña se levantó de la cama y miró por la ventana a la noche, viendo cómo la pequeña ciudad se bañaba en la luz lunar, con solo unas pocas fuentes de luz artificial, que se movían serpenteando por las calles

«Patrulleros», pensó Irma con una sonrisa. Era una palabra que le gustaba repetir desde que se la escuchó a su padre. De mayor sería soldado y defendería a sus amigos.

Un sonido amortiguado salió del piso inferior de la casa, como si algo se hubiera caído y roto.

«Será mamá».

Su madre tenía la costumbre de dar largos paseos nocturnos, pues padecía insomnio, y era normal que la visitara a altas horas de la noche cuando se despertaba, para calmarla y ayudarla a dormir.

Irma abrió la puerta de su habitación poco a poco, la cual crujió ligeramente al final de su recorrido, y miró hacia el pasillo y las escaleras que tenía más adelante. Su vista ya se había acostumbrado a la oscuridad de la casa, y podía discernir las formas y figuras de la estructura y los muebles. Salió de la habitación, sumergida en la oscuridad.

Siempre se había sentido muy cómoda dentro del silencio de la noche y la ausencia de luz. Se sentía como una sombra, un ser intangible y sigiloso, omnipresente y oculta.

Bajó por las escaleras y se dirigió a la cocina. Por el rabillo del ojo, alcanzó a ver una especie de figura, una cabeza que asomaba desde una de las puertas del pasillo, pero, entornando mejor los ojos, no resultó ser más que una sombra de la calle. Aunque juraría que se había movido.

Decidió investigarlo.

—¿Mamá? —preguntó a la oscuridad, esperando una respuesta, mientras se movía hacia la habitación en la cual creía haber visto aquella figura.

Aquella habitación era una de las que apenas utilizaban en casa, al menos desde que sus abuelos fallecieron, y ahora no servía más que para guardar algunos libros y cachivaches rotos, junto con varios muebles y trozos de madera. Lo extraño era que esa habitación no tenía ventanas, ni daba a la calle. ¿De dónde había salido esa sombra?

Se deshizo de una loca idea en su cabeza y siguió con su camino a la cocina, donde se encontró con una lámpara en el suelo con el cristal quebrado. Estaba aún algo caliente. La llevó a la ventana más cercana para verla mejor. Era peculiar, no se había partido, pero sin embargo estaba roto. Levantó un dedo para tocar el cristal rajado.

—¿Cariño? —susurró una voz parecida a la de su madre desde su espalda, sobresaltándola y causando que se cortara el dedo con el cristal.

—¡Ay!

Irma miró en la dirección por la que le había llegado la voz. Gracias al contraste de la luz no podía ver bien, por lo que se separó de la ventana, dejando la lámpara en el mueble que había justo debajo, sin darse cuenta de que estaba sangrando. Ella juraría que había escuchado a su madre, pero la figura que tenía delante se asemejaba más a su padre.

—¿Pap..? —No alcanzó a terminar la palabra cuando la lámpara volvió a caer al suelo.

Se dio la vuelta con el corazón acelerado y miró a la lámpara, cuyo cristal esta vez sí se había partido en decenas de trocitos afilados. Sus ojos debían de estar mejor adaptados a la oscuridad, pues notaba que el candil, el alféizar y la luna brillaban mucho más que de costumbre.

Como ensimismada, alcanzó la lámpara de nuevo con las manos, sin darse cuenta de que estaba manchando con la sangre su dedo el cristal. Como por arte de magia, empezó a brillar con la luz naranja tan característica que tenía, iluminando su cara. Pero, aunque la llama estaba al aire, ella comenzó a sentir frío, en especial en su mano.

Se dio la vuelta para volver a investigar la fuente de aquella voz, pero no vio nada. Empezó a temblar y a respirar con rapidez, y decidió que lo mejor sería ir a la habitación de sus padres. Allí sabría que todo no era más que su imaginación, que era un juego de su mente. Con paso acelerado y sujetando la lámpara, atravesó la cocina por donde había visto la figura de su padre.

A pesar de que la lámpara brillaba y allá donde la luz naranja tocara sentía calor, Irma a cada paso sentía más frío, y la ansiedad se empezaba a apoderar de su cuerpo. Era una sensación involuntaria que se hacía más presente con cada paso que daba en dirección a sus padres.

Ya casi a trote, entró con fuerza en la habitación de sus padres, despertándolos de golpe. Sus padres se incorporaron en la cama y miraron a su hija, que estaba con la lámpara rota en la mano, llena de sangre y tiritando.

Irma vio a sus padres con cara de preocupación y por un dulce segundo todas sus preocupaciones pasaron. Seguía sintiendo frío, pero al menos estaban ahí, listos para abrazarla, curarle el dedo y darle su amor y calor.

Sin embargo, apenas tardó un segundo en darse cuenta.

Soltó la lámpara, que se apagó al instante nada más soltarla y se estrelló contra el suelo. Irma veía una figura amorfa que se extendía por todo el techo y la pared detrás de sus padres cual musgo, dos apéndices semitransparentes con forma de cabeza humana flotaban conectados a la masa, cada uno con un par de ojos blancos que brillaban a pesar de la ausencia de luz y una sonrisa que era más negra que la propia oscuridad. Irma empezó a oír un pitido agudo en sus oídos, y el frío que la atacaba se intensificó aún más. En cuanto quiso darse cuenta y, antes de poder darse la vuelta y huir, notó como unos brazos la rodeaban.

Sus pies ya no tocaban el suelo.

El frío había desaparecido.

Su casa había desaparecido.

Solo una voz se escuchaba, corrupta y confusa, dentro de su cabeza.

—¿Cariño?

Quiso abrir los ojos, pero ya los tenía abiertos.

Relatos de CaelOnde histórias criam vida. Descubra agora