Por eso, cuando anuncié que me independizaba, que me iba de casa, mis padres se enfadaron. Decían que iba a dar mala imagen de ellos y, sobre todo, lo que más me dolió fue cuando dijeron que iba a dar mala imagen de mi hermana y que podía estropearle su carrera como modelo. Manda narices.

Así que asentí alegando que no me metería en sus vidas, que no hablaría de ellos, que no los mencionaría, que ellos vivirían su vida y yo la mía. Y por un momento, pensé que mi hermana, aquella a la que cuidé con mucho mimo y de lo que no me arrepiento... pensé que me frenaría, que me daría un abrazo y me desearía suerte, que me dijera que mantendríamos el contacto.

Y no fue así, solo dijo un adiós vagamente. Mi puerta se cerró y desde entonces mi cuarto permanece cerrado a cal y canto.

Jamás dejé de seguir a mi hermana en sus redes sociales, aunque fuera mutuo, ella ni si quiera estaba pendiente de lo poco que yo subía, pero yo la apoyaba. A pesar de todo, desde la distancia y sin hablarnos, cuando subía una historia en Instagram diciendo que la votasen para cualquier cosa yo era la primera en votar por ella. Era la primera que estaba ahí. Como siempre. Desde que Frankie vino al mundo, desde que la vi siendo una pequeña bolita sonriente.

Era una lástima que jamás fuera reciproco, que ella jamás me apoyase, que le enseñase mis dibujos y dijera que no valían nada. Para su dieciséis cumpleaños le regalé un retrato suyo que me costó dos noches enteras sin dormir para acabarlo, para que acabara dentro del armario cogiendo polvo. También era consciente de que yo dejé que ella creyera todo lo que mis padres decían de mí y yo no me opuse a ello, si ella era feliz...

A veces, me planteaba que dábamos todo por personas que no darían nada por nosotros y eso era muy duro, sobre todo cuando con cinco años pensaba que íbamos a ser inseparables. Pero mis padres quisieron llevarla por otro camino y daba igual cuantas veces intentara cambiarlo, Frankie era la niña de sus ojos y Lilith era un error de fábrica.

Volviendo a la realidad.

Me levanté temprano para ir a trabajar, como cada día de mi existencia. Me vestí abrigada y fui a hacerme un café, todos dormían excepto Dylan, que estaba sentado en la isla de la cocina mientras escribía algo en su libreta, lo que debía ser en otra palabra componer.

Después de lo de ayer no me interesaba intercambiar palabra alguna con él, así que me hice un café de esa máquina que debía de ser bastante cara y a la cual debía acostumbrarme. Me senté también en la isla a mirar el móvil mientras desayunaba. Era como un ritual mientras me bebía mi café, antes de salir por la puerta.

―Seguramente llegues por la tarde y estemos en el estudio ―dijo Dylan sin dejar de mirar la libreta.

―De acuerdo.

Arrancó una hoja y me apuntó la dirección del estudio, estaba por el centro de Londres.

―Si quieres pasarte hoy, aquí tienes ―dijo mirándome a los ojos.

―Ya veré ―fue lo único que dije.

¿La verdad? No sé si estaba preparada para pasarme por ahí, no me sentía del todo cómoda, me sentía una intrusa, me sentía alguien fuera de lugar.

―Le he pasado el dinero a Finn ―le mencioné.

Me miró y asintió. Dejé la taza en el friegaplatos, cogí los dos cuadernos que tenía preparados en la isla y los metí en la mochila.

―¿Siempre llevas dos? ―Inquirió.

Asentí, revisando que tuviera todo y no me olvidara nada.

―¿Por qué?

¿Debía preguntar por todo?

―Porque no puedo usar el grande en el trabajo ―dije encogiéndome de hombros.

ARTE EN EL ADNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora