Capitulo Tres: Ángel del caos

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Observé como mis ojos azules me miraban de vuelta, mi piel tan pálida como el marfil brillaba bajo la sombra de la noche y la luz de luna.

Aterricé encima de un semáforo de luz, me agaché y observé un par de coches con conductores distraídos, uno estaba distraído con su teléfono y otra se maquillaba al conducir sin pena alguna.

Mortales.

Levanté mí mano, y con mis dedos guié sus líneas del destino para que colindaran. El estruendo del choque consternó a los peatones que esperaban debajo del semáforo a mis pies para cruzar la calle. Conductores cercanos volteaban asombrados al ver lo que había ocurrido. Ninguno sufrió heridas graves, solo se lastimaron un poco. Él hombre mortal bajó de su coche último modelo, jalándose el cabello al ver el daño que la camioneta de la mortal distraída había ocasionado a su vehículo empresarial.

—¿Qué no sabes conducir? No deberías de hacerlo sin haber tomado clases de mane— la voz del hombre se detuvo al observar a la mujer, su labial se había corrido con el percance y ahora su cara era tan graciosa como hermosa

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—¿Qué no sabes conducir? No deberías de hacerlo sin haber tomado clases de mane— la voz del hombre se detuvo al observar a la mujer, su labial se había corrido con el percance y ahora su cara era tan graciosa como hermosa.

El repentino sonido de una flecha me desconcertó, la vi atravesar el pecho del hombre, en el lugar donde se encontraba su corazón, y luego otra flecha atravesó a la mujer.

Volteé hacia arriba, donde encontré a mí hermano, Cupido, sosteniendo su gran arco dorado, aun apuntando a los mortales. Negué con la cabeza mientras sonreía.—Siempre facilitándome el trabajo, Ezrael, —dijo Cupido, huyendo lo más rápido posible de mí.

—Siempre entrometiéndote en mi trabajo, hermano, —contesté, mientras le mandaba una ráfaga de viento para que se alejara de mi caos.

Él era el único ángel que experimentaba algunos sentimientos. Aunque Padre se había asegurado de que él nunca conociera el amor. Cupido se molestó, podía ver su mirada lanzándome mil dagas al ser arrastrado por el viento que le mandé, uno de sus querubines lo siguió fielmente, no sin antes lanzarme una cara de odio. Eran pequeños ángeles temperamentales que parecían niños mortales rubios y regordetes. Eran tan enojones como hermosos.

—Ya verás, Ezrael

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—Ya verás, Ezrael. Me vengaré. — murmuró Cupido, apuntándome con una flecha dorada. Una sonrisa pícara cruzaba rostro, se alejó aleteando fuertemente y perdiéndose entre las nubes, su hermoso querubín detrás de él.

Ángel guardiánDonde viven las historias. Descúbrelo ahora