Prólogo

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Entré corriendo al baño y me encerré en uno de los cubículos

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Entré corriendo al baño y me encerré en uno de los cubículos. Me arrodillé a toda prisa y vomité el desayuno. Por suerte llevaba el cabello recogido en una trenza, pues apenas me había dado tiempo a alcanzar el retrete.

Cuando ya no me quedaba nada en el estómago, me senté en el suelo y me limpié la boca con papel higiénico. No tenía fuerzas para levantarme o para salir. Todo el cuerpo me temblaba.

Cerré los ojos y un par de lágrimas me rodaron por el rostro. Había pasado de nuevo: llevaba solo dos días en ese instituto y ya me había visto envuelta en una situación detonante. Había sido en la clase de educación física, donde tocaba entrenamiento en la piscina. A pesar de que mis padres le habían dejado muy claro a la dirección de la escuela que debían mantenerme bien lejos del agua, al parecer el profesor de educación física aún no estaba enterado y me había gritado por negarme a entrar en la piscina. Como si eso no fuera suficiente, dos de mis compañeros me habían sostenido por los brazos y habían bromeado con lanzarme porque pensaban que solo se trataba de un simple miedo. Me hicieron gritar horrorizada y salir corriendo de allí.

Ellos no tenían forma de saber, como es lógico, que mi problema con el agua iba mucho más lejos que eso. Y yo me había negado rotundamente a que mis padres lo contaran en ninguno de los dos últimos institutos por los que había pasado donde, para sorpresa de nadie, no me había logrado adaptar. En el primero sabían la verdad sobre mi pasado y me habían hecho bullying por eso. La crueldad adolescente a veces no conoce límites. El segundo quedaba demasiado lejos de casa y, a menos que usara el transporte escolar, me resultaba casi imposible llegar a tiempo. Y en lo que me restaba de vida no pensaba subirme nuevamente a un autobús. Luego estaba este, al que me había transferido a mediados del último año, y donde las cosas no pintaban mucho mejor.

Pasé un rato encerrada, hasta que logré reponerme un poco. Apenas puse un pie fuera, sentí una voz masculina que me habló con preocupación:

—¿Estás bien?

Yo ni siquiera miré en su dirección, solo asentí con la cabeza y avancé hasta el lavabo para mojarme la cara y enjuagarme la boca. ¿Qué ganaba con decir que no? Ya estaba acostumbrada, de cualquier modo, y si alguien lo sabía bien era él: Ronan.

—Quizás deberías contar la verdad —volvió a decirme—. No todos son tan imbéciles como tus antiguos compañeros.

—Tú sabes que no haré eso —dije con voz apagada, casi mecánica—, no puedo arriesgarme. Solo quedan unos meses y todo esto habrá acabado. Resistiré.

—¿Resistirás? ¿Cómo? ¿Viviendo con esa ansiedad continua y fingiendo frente a tus padres que todo está perfecto?

—Ya déjalo, Ronan —le imploré—. Lo último que necesito ahora son tus reproches.

Sabía que estaba angustiado por mí, pero en ese momento no lograba pensar con claridad. Él suspiró audiblemente y se me acercó más. Pude ver su expresión de consternación en el espejo. Luego mi mirada se posó en mi rostro. Tenía unas ojeras que me llegaban a las mejillas y estaba bajando de peso nuevamente.

No se trataba solo del cambio de escuela, sino que también los sueños habían regresado. Tal vez todo se debía al estrés de que mi entrada a la universidad se estaba acercando y de que realmente no había avanzado con mi recuperación en esos últimos meses, todo lo contrario. Incluso mis padres estaban insistiendo con que debía volver a la terapia, una idea que me abrumaba.

—Yo solo quiero asegurarme de que estés bien —me susurró Ronan—. Odio verte así.

—Lo sé, solo... no te preocupes, ¿sí? Volveré a recuperarm...

Las risas en el pasillo me interrumpieron. Me aterré de pronto y opté por encerrarme en uno de los cubículos.

—¿Viste la escena ridícula que montó? —dijo una de las chicas que entraron al baño. No sabía exactamente de quién se trataba, pero estaba segura de que estábamos en la misma clase—. Es una gallina, Joan y Marcos debieron lanzarla de cabeza a la piscina.

—¿Estás loca? —la secundó otra—. Los hubieran suspendido mínimo una semana, esa rara estaba como loca. ¿No viste su cara?

—Seguro no sabe nadar.

—¿Y qué? ¿Quién carajos se ahoga en menos de un metro de agua? Me pregunto si la ducha también la aterra tanto, quizás ni se bañe.

La carcajada que soltaron me revolvió el estómago. Por supuesto, estaban hablando de mí. Y aun así Ronan pretendía que les contara la verdad.

Cerré los ojos y esperé pacientemente a que se fueran. Suspiré profundo cuando volví a estar sola.

Por muy poco no me habían pillado hablando con Ronan, y eso sí hubiera hecho las cosas incluso más difíciles para mí. ¿Por qué? Porque había un detalle sobre él que lo diferenciaba de los demás chicos de nuestra edad: solo yo podía verlo o hablarle.

Ronan era mi amigo imaginario. O al menos eso pensaba yo. 

 

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Lo que susurran los peces ©Where stories live. Discover now