La propuesta sorprendió a su compañero. No acostumbraban los estadounidenses a intimar con desconocidos tan pronto.

—Sí, bueno, no. Es decir, no hace falta, tenemos servicio de cocina aquí. Pero vamos juntos si quieres.

No parecía muy convencido.

—Vale. Si me das un segundo..., me ducho en cinco minutos.
—Está bien.

El ambiente se volvió blanquecino, helado y hueco durante unos segundos. Ben agradeció que su compañero decidiera desaparecer en el cuarto de baño.

El camino al comedor de Kensington Hall fue algo incómodo. Ben se atusaba el pelo cada dos o tres pasos, o cuando intuía que Pablo le quería decir algo. El pasillo parecía no tener fin, y miraba con nerviosismo todas las puertas de los dormitorios de otros residentes según pasaban por ellas, como si estuvieran abiertas y a pesar de que nadie le invitara a entrar. 

La intranquilidad de Ben, de algún modo, hizo disfrutar a Pablo: el karma se había vuelto en su contra, era de justicia.

Las vitrinas estaban repletas de comida. Había pan, avena cruda, muesli crujiente, algo —no mucho— de fruta, ensaladas, beicon, salchichas... Le recordó al English Breakfast que comió días tras día en su residencia de Camden Town, a donde fue para estudiar un curso de inmersión lingüística cuando era adolescente. El recuerdo le hizo sentir bien.

Ambos se sirvieron generosamente, y buscaron una mesa junto a un gran ventanal desde donde se veían los campos de fútbol. 

—Así que eres de España.

Ben tomó la iniciativa esta vez.

—He oído  que coméis tacos todos los días.

Pablo contuvo la risa. No me lo puedo creer, pensó. El típico tópico. Ahora me saldrá con si se ve la luna desde mi país. Pero se contuvo.

—Siento decirte que no, esa comida es mexicana, aunque no sé si en México comerán tacos todos los días. 

A pesar de la torpeza de Ben, Pablo agradeció que quisiera romper el hielo. Era agotador ser siempre el que inicia todas las conversacicones. En eso también tenía costumbre.

Hablaron sobre él: soy del  norte, pero vivo en Madrid, la capital, decía Pablo. Mis mejores amigos, bueno, mis mejores amigas, se llaman Lola, Lucía y Ally, que vive en Inglaterra. Tengo una hermana. Estudio Economía en la universidad. Sobre Ben: yo soy de Boston, no muy lejos de aquí. Tengo dos hermanas. No soy muy bueno estudiando, la verdad, pero gracias a la beca podré graduarme en Derecho. No es lo que más que gusta, pero mi padre es abogado así que..., es lo mejor. 

Típico niño de papá, pensó Pablo.

Ben parecía algo dubitativo, vacilante. Abrió la boca mientras hacía garabatos con su tenedor en la grasa derretida del fondo del plato. Finalmente decidió hablar.

—Hay una fiesta esta noche en Pi.

Pablo  torció el gesto, no estaba seguro de haber entendido bien.

—¿Has dicho Pi?

—Sí. Pi es la  hermandad a la que pertenezco. Como el curso está empezando ahora, los entrenamientos aún no están programados y demás... Pues hay  que aprovechar, ¿you know?

Pablo se sorprendió doblemente. Por un lado no esperaba la invitación de su  compañero —quizás quería enmendar su mala leche del día anterior— , y por el otro le sorprendió que un supuesto deportista de élite tuviera tanto afán  de fiesta. Sin lugar a dudas Ben y él tenían conceptos antagónicos sobre el cuidado del cuerpo y sobre la responsabilidad. Pablo no acostumbraba a beber en general y no le parecía responsable salir tanto y poner su  cuerpo al límite cuando la temporada empezaría enseguida. Aún así, aceptó, le vendría bien empezar a relacionarse, ampliar su círculo, y quizás yendo a esa fiesta —total, no tendría por qué beber— podría hacerlo.

—Vale, gracias. Estará bien conocer a gente.

La sede de Pi era un edificio de las mismas características de Kensington Hall. Ambos edificios, de majestuosa planta a pesar de estar construídos en simple  ladrillo,  pertenecián al mismo complejo industrial para los que fueron concebidos ciento cincuenta años atrás. A la hora de llegada, sobre las seis de la tarde, un montón de chicas y chicos de la misma edad que ellos se agolpaban al mismo tiempo mientras se saludaban efusivamente. Pablo se sintió intimidado, desédar media vuelta e irse. Le pareció —típico tópico— formar parte del reparto de una película americana. No sabía si quería ser  el protagonista bobalicón que a pesar de todo acaba saliendo con la animadora más popular o el sofisticado estudiante extranjero de  intercambio con el  que el capitán del equipo de rugby se quería pelear siempre. Lo tenía claro, solo quería irse, pero allí estaba, aguantando el tirón, mientras Ben saludaba a todo el mundo y le presentaba, de la manera más artificial y efusiva, a todo el mundo.

Por fin entraron, y Pablo sintió un rechazo absoluto por lo que vió: una pantalla enorme en la pared principal donde se proyectaban imágenes alternas de Adolf Hitler, Charles Chaplin, marchas militares o de jóvenes completamente idos por las drogas. Sintió repulsa. Nada tenía que ver con los festivales o las fiestas que él  hubiera vivido en Europa, y había estado en muchos. Había tres grandes sofás en el amplio —¿salón?— que albergaba la fiesta. En ellos había gente que, a pesar de lo temprano que era, se enrollaban como si no hubiera público alrededor. La música alternaba rock y pop americano a todo volumen, no se podía hablar.

Una vez Ben cumplió con su misión se desentendió de Pablo. Ya está el trabajo hecho, parecía pensar. Y Pablo se vio en medio de una muchedumbre borracha, de chicas y chicos que le miraban lascivamente y con una copa en la mano que no quiz so probar.

Pasada media hora se fue sin ser echado de menos por nadie. Caminó cabizbajo, ausente. Un halo de enfado se posó sobre él. Deseaba llegar cuanto antes a su habitación, así que aceleró el paso y tiró con rabia el vaso de plástico con el que había salido de la hermandad. Chocó con una chica al doblar la esquina a Kensington Hall, le pidió perdón. Ambos siguieron caminando. Y ambos miraron atrás sin ser vistos por el otro —algo bueno por fin—. Pero lo mejor de la noche fue la sanadora videollamada posterior con sus padres. Con ellos, con su escucha paciente, con sus sabios consejos, consiguió olvidar las turbias imágenes de la fiesta de Pi y, como los decimales del número, infinitos e inabarcables, deseó parar el tiempo y regocijarse con lo conocido. Habló con ellos sobre la extraña experiencia vivida, y deseó estirar el tiempo como un chicle, aún a riesgo de agotarlo y vencerlo.




Kensington Hall (Libro II Trilogía The Team). En proceso.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora