Piper
Después de pasar la mañana entre espíritus de la tormenta, hombres cabra y caballos voladores, Piper debería haberse vuelto loca. En cambio, lo único que sentía era miedo.
«Está empezando», pensó. Como decía el sueño.
Iba en la parte de atrás del carro con Leo, mientras que el chico calvo, Butch, manejaba las riendas y la otro chica, Annabeth, ajustaba un instrumento de navegación de bronce. Se elevaron por encima del Gran Cañón y se dirigieron al este; el viento gélido traspasaba la chaqueta de Piper. Junto a ellos volaba Reyna en ese pegaso que al parecer era de ella y detrás se estaban acumulando más nubarrones.
El carro daba bandazos y sacudidas. No tenía cinturones de seguridad y la parte de atrás estaba abierta, de modo que Piper se preguntaba si Reyna la volvería a coger si se caía. Eso había sido lo más inquietante de toda la mañana: no que existirán los pegasos o que Reyna sabía montarlos, sino que la hubiera ayudado pero no se acordara de quién era ella.
Durante todo el semestre, Piper había trabajado en su relación de amistad y tratando de que Reyna y Leo se vieran como algo más que amigos. Al final, había conseguido que el muy bobo la besara. Las últimas semanas habían sido las mejores de sus vidas. Y luego, tres noches atrás, el sueño lo había arruinado todo: aquella horrible voz que le había dado unas horribles noticias. No se lo había contado a nadie, ni siquiera a Reyna.
Ya ni siquiera le quedaba una amiga. Era como si alguien le hubiera borrado la memoria y ella tuviera que repetir todos los pasos. Tenía ganas de gritar. Reyna estaba volando a su lado: aquellos ojos de color negros y aquel cabello castaño, sin embargo era como si no fuera la misma. Su cara era agradable y dulce, pero siempre un poco triste. Miraba fijamente al horizonte sin reparar en ella.
Mientras tanto, Leo estaba fastidiando como siempre, he ignorando el hecho de que estaba perdiendo a la novia.
—¡Cómo mola! —Escupió una pluma de pegaso—. ¿Adónde vamos?
—A un sitio seguro —contestó Annabeth—. El único sitio seguro para chicos como nosotros. El Campamento Mestizo.
—¿Mestizo?Piper se puso inmediatamente en guardia. Odiaba esa palabra. La habían llamado mestiza demasiadas veces —medio cherokee, medio blanca—, y nunca como un cumplido.
—¿Es una broma de mal gusto?
—Se refiere a que somos semidioses —dijo Reyna—. Medio dioses, medio mortales.Annabeth la miró.
—Parece que sabes mucho, Reyna. Sí, hablo de semidioses. Mi madre es Atenea, la diosa de la sabiduría. Butch es hijo de Iris, la diosa del arcoíris.
Leo se atragantó.
—¿Tu madre es la diosa del arcoíris?
—¿Algún problema? —dijo Butch.
—No, no —contestó Leo—. Arcoíris. Muy masculino.
—Butch es nuestro mejor jinete —informó Annabeth—. Se lleva muy bien con los pegasos.
—Arcoíris, ponis… —murmuró Leo.
—Te voy a tirar del carro —le advirtió Butch.
—Semidioses… —musitó Piper—. ¿Quieres decir que crees que sois…?, ¿que crees que somos…?Cayó un relámpago. El carro se sacudió, y Reyna les gritó:
—¡La rueda izquierda está ardiendo!
Piper retrocedió. Efectivamente, la rueda estaba encendida, y llamas blancas lamían el costado del carro.
El viento rugió. Piper miró hacia atrás y vio unas figuras oscuras formándose en las nubes, más espíritus de la tormenta que descendían en espiral hacia el carro, solo que aquellos parecían más caballos que ángeles.
—¿Por qué están…? —comenzó a decir.
—Los anemoi adoptan distintas formas —dijo Annabeth—. A veces de humanos, otras de caballos, dependiendo de lo caóticos que sean. Agárrate. Esto se va a poner feo.Butch sacudió las riendas. Los pegasos aceleraron bruscamente, y el carro se volvió borroso. A Piper le subió el estómago a la garganta. Todo se oscureció y, cuando recuperó la visión normal, estaban en un lugar totalmente distinto.
Un frío mar gris se extendía por la izquierda. Campos, carreteras y bosques cubiertos de nieve se dispersaban por la derecha. Justo debajo de ellos había un valle verde, como una isla primaveral, bordeada de colinas nevadas por tres lados y de agua por el norte. Piper vio un grupo de edificios semejantes a antiguos templos griegos, una mansión azul, campos de deporte, un lago y un muro de escalada que parecía estar ardiendo. Pero antes de que pudiera asimilar todo lo que estaba viendo, las ruedas se desprendieron y el carro cayó del cielo.
Annabeth y Butch intentaron conservar el control. Los pegasos se esforzaron por mantener la trayectoria de vuelo, pero parecían agotados por la velocidad, y cargar con el carro y el peso de cuatro personas era excesivo.
—¡El lago! —gritó Annabeth—. ¡Intentad llegar al lago!
Piper se acordó de que en una ocasión su padre le había dicho que caer en el agua desde una altura elevada era tan grave como caer sobre cemento.
Y entonces… BUM.La peor impresión fue el frío. Estaba debajo del agua, tan desorientada que no sabía hacia dónde quedaba la superficie.
Solo le dio tiempo a pensar: «Esta sería una estúpida forma de morir». Entonces aparecieron unas caras en las tinieblas verdosas: unas chicas con el cabello moreno y largo y unos brillantes ojos amarillos. Sonrieron a Piper, la agarraron por los hombros y la levantaron.
La arrojaron a la orilla mientras ella boqueaba y temblaba. Butch estaba cerca, en el lago, cortando los arreos destrozados de los pegasos. Por suerte, los caballos parecían encontrarse bien, pero agitaban las alas y salpicaban agua por todas partes. Leo y Annabeth ya estaban en la orilla, rodeados de chicos que les daban mantas y les hacían preguntas. Reyna estaba con ellos todavía montada en el caballo.
Alguien cogió a Piper por los brazos y la ayudó a levantarse. Al parecer, a menudo caían chicos al lago, pues se acercaron corriendo con unos grandes artilugios de bronce que parecían sopladores de hojas y lanzaron aire caliente a Piper; al cabo de un par de segundos, su ropa estaba seca.
Había como mínimo veinte campistas arremolinados —el más pequeño, de unos nueve años y el mayor, con edad de estudiar en la universidad, dieciocho o diecinueve—, y todos llevaban camisetas naranja como la de Annabeth. Piper miró atrás en dirección al agua y vio a las extrañas chicas justo por debajo de la superficie, con el pelo flotando en la corriente. La saludaron con la mano y desaparecieron en las profundiades del lago. Un segundo más tarde, los restos del carro fueron expulsados del agua y cayeron cerca con un crujido.
—¡Annabeth! —Un chico con un arco y un carcaj a la espalda se abrió paso a empujones entre el gentío—. ¡Te dije que podías tomar prestado el carro, no destruirlo!
—Lo siento, Will —dijo Annabeth suspirando—. Lo arreglaré, te lo prometo.Will contempló su carro roto con mala cara. Acto seguido evaluó a Piper, a Leo y a Reyna.
—¿Estos son los elegidos? Pasan de largo de los trece años. ¿Por qué no los han reconocido ya?
—¿Reconocido? —preguntó Leo.Antes de que Annabeth pudiera explicarlo, Will dijo:
—¿Alguna señal de Percy?
—No —admitió Annabeth.Los campistas comenzaron a murmurar. Piper no tenía ni idea de quién era el tal Percy, pero parecía que su desaparición era muy importante.
Otra chica dio un paso adelante: alta, asiática, con el cabello moreno ensortijado, llena de joyas y perfectamente maquillada. De algún modo lograba que los vaqueros y la camiseta naranja parecieran glamurosos. Lanzó una mirada a Leo, clavó la vista en Reyna como si fuera digna de su atención y, a continuación, miró a Piper haciendo una mueca de desprecio, como si fuera un burrito de hacía una semana salido de un contenedor de la basura. Piper conocía aquel tipo de chica. Había tratado con muchas como ella en la Escuela del Monte y el resto de estúpidos colegios a los que la había mandado su padre. Piper supo en el acto que iban a ser enemigas.