Putrefacción.
Ninguna otra palabra capturaba mejor el hedor nauseabundo que invadía cada rincón de la mansión. No era el olor penetrante de la muerte reciente, sino algo más antiguo, como si los siglos hubieran dejado marcas invisibles, pudriendo el mismo aire que ahora respiraba.
La oscuridad que reinaba en el lugar era absoluta, tanto que parecía tener una presencia física, sofocante. No era el tipo de oscuridad que invocaba temor natural; era algo más siniestro, como si esa negrura se deleitara en su propio sinsentido, en su capacidad para envolver todo en un manto de irrealidad.
Avancé despacio, con la cautela de quien sabe que cualquier movimiento en falso podría desatar fuerzas indeseadas. Mis pasos eran casi un susurro sobre el suelo de piedra fría, pero dentro de mí, todo permanecía firme, controlado.
Mi respiración era un metrónomo, regular, mientras mis ojos vagaban por la penumbra, deslizándose sobre las sombras que acechaban en las esquinas. La mansión parecía observarme, pero yo también observaba, tratando de atravesar el velo de las sombras hasta la gruesa telaraña que colgaba en el rincón más oscuro de la habitación.
"Leon Hayes..."
Mi nombre.
El sonido retumbó en los pasillos vacíos, resonando en las paredes como si hubiera estado esperando, paciente, durante años. La voz no era humana, ni tampoco pertenecía a este mundo. Era profunda, rasposa, como el crujir de un ataúd siendo abierto.
Pronunció mi nombre con una extraña cadencia, deformándolo, arrastrándolo en un idioma que no comprendía del todo. Nunca antes mi nombre había sonado tan profano, tan cargado de un significado oscuro que me invadía de una manera casi física.
Y sin embargo, mi expresión no cambió, imperturbable.
—Aquí estoy —respondí, mi voz quebrando el silencio con una firmeza calculada.
"Ya que has logrado encontrarme... te concederé una petición."
La vibración de su voz recorrió mi piel, como si cada palabra estuviera impregnada de poder. Sentí su eco retorciéndose dentro de mi cuerpo, una advertencia apenas velada bajo un manto de promesas tentadoras.
Era una voz que conocía los secretos más oscuros de la existencia y, sin embargo, hablaba con una indiferencia cruel, como si ya supiera cuál sería mi respuesta.
Qué inesperado.
Qué seductor.
—Ya tengo mi petición —anuncié sin vacilar—. Quiero negociar un contrato con el infierno.
"Te escucho."
La voz ahora estaba impregnada de un interés voraz, como si mis palabras hubieran encendido un fuego oscuro en lo profundo de quien me hablaba.
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Draxara ©
RomanceUn contrato con el mismísimo Infierno. Un pacto sellado con tinta de sangre. Un demonio de ojos ardientes y una sonrisa que prometía tanto placer como perdición. Él no recuerda cómo llegó allí, ni por qué aceptó el trato. Solo sabe que el infierno s...