Capitulo 4: Un día a la vez

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Al entrar la noche y habiendo avanzado bastante, Arthur decidió que era momento de regresar a su apartamento, además la cafetería cerraría en un rato y debía llevarle su café latté a ese francés o si no se pondría como godzilla. El de gafas insistió en ir a cenar juntos y apeló a todos los recursos posibles más el otro se negó, dejándolo solo en la entrada de aquel parque.

–En otra ocasión– prometió, antes de perderse entre la gente.

Alfred borró la sonrisa que había permanecido tatuada sobre sus labios toda la tarde, conseguir una cita con Arthur fuera del horario laboral era difícil. Y mientras tomaba rumbo hacia su propio apartamento, se preguntó si algún día ese inglés se percataría de sus sentimientos.

El oji verde cruzó el umbral de la puerta del apartamento con un café latté entre sus manos, se le veía agitado por subir las escaleras – ¡Francis, ven a buscar tu cochino café latté!– gritó mientras intentaba cerrar la puerta con su trasero.

–Estoy ocupado, ¿puedes traerlo a la cocina?– se escuchó a lo lejos y los orbes verdes del compositor giraron trescientos sesenta grados, ¿acaso era su sirviente?

– ¿Y no se le ofrece alguna otra cosa al amo?– preguntó para si con sarcasmo.

En la cocina, Francis preparaba crepas y Arthur intuyó que él sabía que regresaría entrada la noche. Observó inmóvil como se movían las manos del escritor, seguramente así de delicados eran los movimientos que él hacia al momento de escribir sobre el teclado del computador.

Admiró en silencio la esbelta figura cubierta en un delantal de cintas rosadas ¿acaso siempre fue así de delicado su compañero de apartamento? El movimiento de sus manos era como un vals que iba guiado por un cucharon y se apoyaba en una sartén. Brinco y vuelta, meneo y suspiro, esos cuatro mágicos movimientos perturbaron su mente y lo hicieron desear tocar la piel ajena.

– ¿De qué vas a querer tu crepa?– preguntó la afrancesada voz, sacándolo de su ensoñación. No dijo más y solo señaló los ingredientes que le apetecieron.

Tomaron té, bebieron café, comieron crepas. Fue una noche tranquila y una cena calmada donde ambos evitaron hablar sobre Alfred, sobre la confesión y sobre el trabajo, hasta que el celular del francés empezó a sonar con la tan famosa melodía de madona donde salían hombres usando zapatillas. Francis no pudo evitar contestar, seguramente era del trabajo debido a la palidez de su cara.

Un oui, un mais y varios pardon se escucharon para finalmente escucharle decir –lo tendré a primer hora, lo entregaré personalmente además.

Los ojos verdes del compositor reflejaban curiosidad y Francis lo notó mas no explicó nada, incluso para él aún no era un hecho lo que sucedería más adelante y necesitaba una certeza para poderlo gritar a los cuatro vientos, mientras tanto, solo sonrió de forma traviesa y lo invitó a la sala a ver televisión.

La mañana siguiente, sin haber dormido nada y con un kilo de crema para las ojeras, Bonnefoy partió hacia la editorial. Lucia sus mejores prendas y olía a narcisos frescos. Bajo su brazo izquierdo llevaba un maletín y en su mano derecha las llaves del apartamento.

Desde la ventana del escritor, este lo veía marcharse y sin saberlo, ahora él se encontraba en el papel de acosador. Vigiló a su compañero de apartamento y lo siguió con la vista hasta que se perdió en una esquina. En su interior, algo le decía que quizá esto era el inicio de una tormenta.

En la editorial, un nervioso Francis miraba expectante a su editor, llevaba horas inmerso en la lectura. Le preocupaba la calidad de su redacción, los últimos capítulos prácticamente los había terminado en la madrugada a expensas de sus horas de sueño y le aterraba que a pesar de su esfuerzo, la historia no fuese interesante.

El editor suspiró, había dejado de leer. Sus ojos denotaban cansancio tras leerse un libro de cuatrocientas páginas en cinco horas o quizá menos. Se quitó los lentes de lectura y dejó el manuscrito sobre el escritorio.

– ¿Y bien?

Francis lucia expectante ante la respuesta que el otro diría. Su cuerpo se encontraba prácticamente al borde del asiento.

Un atisbo de sonrisa se formó en el rostro del hombre asiático –la editorial estaría encantada de publicar su historia, Bonnefoy.

La tensión que emanaba de su cuerpo desapareció ¡lo había logrado! –Creo que morí y fui al cielo– dijo asombrado.

–Su historia tiene futuro, tenga por seguro que esto solo será la entrada al paraíso– expresó el editor para posteriormente comunicarse con la extensión de editores y correctores de estilo.

Para Bonnefoy, su historia apenas iniciaba.



Mi Platónico Amor (Hetalia FRUK)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora