distinción.
Y cuando menos se lo esperaba Cósimo, la mujer a caballo había llegado al borde del
prado próximo a él, ahora pasaba entre las dos pilastras de los leones, como si hubiesen
sido puestos allí para rendirle honores, y se volvía hacia el prado y todo lo que había más
allá del prado con un amplio gesto como de adiós, y galopaba hacia adelante, pasaba
bajo el fresno, y Cósimo ahora le había visto bien el rostro y el cuerpo, erguida en la silla,
el rostro de mujer altiva y al mismo tiempo de muchacha, la frente feliz de estar sobre
aquellos ojos, los ojos felices de estar en aquel rostro, la nariz, la boca, la barbilla, el
cuello, cada parte suya feliz con cualquier otra parte, y todo, todo, todo, recordaba a la
muchachita vista a los doce años sobre el columpio, el primer día que pasó en el árbol:
Sofonisba Viola Violante de Ondariva.
Este descubrimiento, esto es, el haber llevado éste desde el primer momento
inconfesado descubrimiento hasta el punto de poder proclamárselo a sí mismo, llenó a
Cósimo como de una fiebre. Quiso soltar un reclamo, para que ella levantase la mirada al
fresno y lo viese, pero de la garganta le salió sólo el grito de la chocha y ella no se volvió.
Ahora el caballo blanco galopaba entre los castaños, y los cascos golpeaban los erizos
diseminados por el suelo abriéndolos y dejando ver la corteza leñosa y brillante del fruto.
La amazona dirigía el caballo un trecho en una dirección y otro en otra, y Cósimo ora la
imaginaba lejana e inalcanzable, ora saltando de árbol en árbol, la veía con sorpresa
reaparecer entre la perspectiva de los troncos, y este modo de moverse inflamaba cada
vez más el recuerdo que llameaba en la mente del barón. Quería hacerle llegar una
llamada, una señal de su presencia, pero sólo le venía a los labios el silbido de la perdiz
gris y ella no le prestaba oídos.
Los dos jinetes que la seguían parecían entender aún menos las intenciones y el
recorrido, y seguían avanzando en direcciones equivocadas, enredándose en zarzales o
enfangándose en pantanos, mientras ella corría segura e inasible. Daba incluso, de vez
en cuando, una especie de órdenes o incitaciones a los jinetes, alzando el brazo con la
fusta o arrancando la vaina de un algarrobo y lanzándola, como para decir que había que
ir por allí. Los jinetes en seguida se lanzaban en aquella dirección, al galope por prados o
lugares escarpados, pero ella se había vuelto hacia otro lado y ya no los miraba.
«¡Es ella! ¡Es ella!», pensaba Cósimo cada vez más inflamado de esperanza, y quería
gritar su nombre pero de los labios sólo le salía un canto largo y triste como el del chorlito.
Ahora bien, ocurría que todos estos vaivenes y engaños a los jinetes y juegos se
disponían en torno a una línea, que aunque irregular y ondulada no excluía una posible
intención. Y adivinando esta intención, y no soportando ya la empresa imposible de
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el barón rampante
Randomel barón rampante italo Calvino Cuando tenia 12 años, Cosimo Piovasco, barón de Rondo, en un gesto de rebelión contra la tiranía familiar, se encaramo a una encina del jardín de la casa paterna. Ese mismo día, el 15 de junio de 1767, encontró a la h...
Parte 21
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