Gizhaawaso - Él protege a los jóvenes

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Le respondió con sequedad y Namid le dirigió una mirada severa, decepcionada. Sin mediar palabra, se acercó a mí y me levantó, puesto que todavía estaba sentada sobre las pieles. "Dime qué está ocurriendo, Namid", le supliqué. Él no contestó a mis ruegos. Le inclinó el rostro a Ishkode y tiró de mí hasta que salimos de la tienda. El frío me golpeó como una flecha en el costado. Namid dijo algo, como apresurándome, y llegamos hasta Giiwedin sin que yo pudiera apenas respirar del cansancio. El poblado estaba prácticamente desierto, la mayoría dormían ya, y me tranquilizó no encontrarme con nadie. Me subió al caballo con facilidad y necesité su ayuda para desenredar el bajo del vestido. La tranquilidad que tanto me había costado recuperar se quebró y su expresión volvió a estar manchada por la pesadumbre. Introdujo las manos a la altura de los tobillos y tiró hacia abajo, alisando la maraña de telas. No me miró, iracundo, y se situó detrás de mí. Yo todavía estaba paralizada y el animal despegó con agresividad. Entrecerré los ojos, asustada, y a pesar de que cabalgábamos a una gran velocidad, Namid azuzaba y azuzaba a Giiwedin. En aquel caballo llevado hasta la extenuación reposaba su rabia.


‡‡‡‡


Aún no había amanecido cuando arribamos a mi casa. Me bajó de Giiwedin, que sudaba a borbotones de cansancio, y me tomó de la mano para caminar hasta la cerca. Observé las ventanas de la vivienda y vi que ninguna de ella resplandecía con luz: todos estaban durmiendo. Étienne me había encubierto.

La tensión entre Namid y yo podía cortarse con un cuchillo. Él parecía no querer mirarme y por un momento creí que lo hacía porque se sentía culpable por lo ocurrido con su hermano mayor. También yo había sentido aquel bochorno en los múltiples encuentros en los que Jeanne o Florentine habían reaccionado negativamente hacia él. No podía culparle, sabía a ciencia cierta que no me hacía responsable de lo sucedido con Wenonah. Y eso me bastaba.

— Gracias por traerme de vuelta, nisayenh — murmuré, intentando sonreír.

— Mhm — dijo él, reflexivo.

No deseaba irme a dormir con aquel sabor de boca, si es que conseguía conciliar el sueño. No quería olvidar el momento íntimo que ambos habíamos vivido en el interior de su tienda; por ello, me aproximé y me puse de puntillas. Namid se puso tieso y conseguí que me mirara directamente a los ojos. De nuevo estaban sumidos en la tristeza. Anhelé con todas mis fuerzas, aunque desconociera qué ocurriría en el futuro entre nosotros, que fuera feliz, más que yo, más que cualquier otra persona, e ignoré que aquello solo tenía un nombre: amor.

— Miigwech — musité.

Me llevé las yemas de los dedos a los labios y las cerré en torno a su carne. Sin romper el contacto visual, las besé y a continuación las posé sobre su boca. Namid parpadeó al recibir mi ojiim y sus mejillas se colorearon. Ni siquiera yo era capaz de reconocerme en aquel atrevimiento.

— Buenas noches — sentí que me quedaba sin respiración.

Viré sobre mis tobillos y él me agarró del brazo para detenerme. Con cierta rudeza, me tomó el rostro con ambas manos y cerré los ojos sin pensar. Con dulzura, me besó la frente. Noté cómo exhalaba sobre ella, entre agotado y tenso, y me propinó un segundo beso. Infligiendo una mayor delicadeza, me abrazó con fuerza y me susurró al oído en lengua ojibwa. Del mismo modo que había ocurrido en el bosque, entendí su voz. Se introdujo en mi cuerpo como un torrente. Me estaba pidiendo perdón.


‡‡‡‡


Esperé tras la puerta del jardín trasero hasta que vi cómo Namid y Giiwedin desaparecían en la oscuridad. Sola, inspiré y me acaricié la frente. Todavía pesaba su tacto, su olor, y temí que ya estaba totalmente perdida; no había vuelta atrás, había enfermado completamente.

Intentando hacer el menor ruido posible y con los tímpanos entumecidos, subí hasta la planta superior y me quedé mirando la puerta de la habitación de Jeanne y Antoine. Había hecho una promesa: tenía que contárselo todo, ¿pero cómo? Anduve hasta mis aposentos y escuché otra puerta abrirse. Me quedé en el sitio, temerosa de que se tratara de mi hermana, pero dejé ir un suspiro aliviado cuando vi unos saltones ojos verdes.

— Étienne... — murmuré con enorme felicidad contenida.

Tenía el pelo revuelto, pero era obvio que no había pegado ojo. Unas profundas ojeras le envejecían. La camisa entreabierta, arrugada. Avanzó hasta a mí en silencio y la angustia de su expresión me enterneció. Había estado esperando despierto a que yo volviera.

— Gracias a dios que ha regresado... — dijo.

— No sé cómo agradecerle lo que ha hecho por mí.

— No lo haga — repuso —. ¿Se encuentra bien?

— Sí — asentí —. Él nunca me haría daño.

Étienne me observó, midiendo la magnitud de las palabras que yo estaba emitiendo, y añadió:

— ¿Cumplió con su cometido? ¿Le entregó la bolsita?

— Sí.

— Bien — exhaló un suspiro —. Solo deseaba saber si estaba sana y salva. Ahora, entre en su habitación. Debe de estar cansada. Podrían oírnos.

Vi cómo sus ojos centelleaban con miles de incógnitas, mas no se atrevió a verbalizar ninguna de ellas.

— Gracias, de verdad — no supe qué decir.

— Entre — insistió.

Le hice una reverencia y abrí la puerta. Justo cuando iba a introducirme en mi cubículo personal, su voz me paró:

— Sé la forma en la que podría agradecerme.

Me giré sin comprender y él sonrió.

— Llámeme Étienne y permita que yo me dirija a usted como Catherine.

Mis labios se extendieron con cariño.

— Así lo haré, Étienne.

(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora