Primera entrada: Laberinthos

Comenzar desde el principio
                                    

Y así, completamente desnuda, blanca como el mármol, como había venido al mundo, se deslizó entre las sábanas frías y se abandonó a las tinieblas que la habían estado acechando desde su propia alma.

Al despertar, ya no recordaba quién era, ni de dónde venía.

¿Cuánto tiempo  había pasado en aquel estado, durmiendo sin dormir, pensando sin pensar y muriendo sin morir? ¿Horas? ¿Días? Aterrorizada, se había negado a recibir a sus padres y a sus hermanos; y su cuerpo se debilitaba cada vez más. Hasta el dolor se iba volviendo cada vez más sordo, como si su cuerpo se estuviera acostumbrando a él.

Y, de pronto, algo vibró dentro de ella otra vez.

Unos pasos familiares se acercaban por el pasillo hacia su habitación. Eran unos pasos majestuosos, poderosos; y el sonido hizo que su corazón latiera de nuevo, porque su alma moribunda le decía, temblando de miedo, que se acercaba el momento de su liberación. Reuniendo las escasas fuerzas que le quedaban, se preparó mentalmente para lo que iba a ocurrir.

Entonces el rey entró en la alcoba.

Él ya sabía que la encontraría despierta, porque no se sorprendió al verla. Pero la mirada de decepción y tristeza que había en sus ojos fue una nueva estocada de fondo de la fría hoja que le atravesaba el pecho. Quería apartar la vista para rehuirla; pero sabía que no debía.

Así que le sostuvo la mirada, mientras sentía que el corazón le quemaba de dolor a cada latido.

— Sabes que el castigo para tu delito es la muerte ¿Verdad?

— Sí, señor.

La voz se escapó entre sus labios con un hilo de aire, pero sonó firme. Era la voz del soldado que sabe que ha obrado mal y acepta su castigo. El rey escudriñó su rostro: él sabía que ella temía a la muerte.

— He deshonrado a mi familia, a vos y a mí misma —continuó ella—. Prefiero cualquier cosa a vivir con esta deshonra... con este dolor horrible ¡Ojalá nunca lo hubiera hecho! Pero lo hice, y ahora estoy al límite de mi propia alma y no soporto vivir en mi propio cuerpo.

—Lo sé —contestó el rey, con pesadumbre—. Y porque veo que estás sinceramente arrepentida de tus actos, te perdono. Que todo sea como si este horrendo crimen nunca se hubiera cometido.

Aquellas palabras cayeron en su mente como la lluvia fresca sobre tierra estéril tras años de sequía, y su alma pareció revivir al oírlas. Sin poder evitarlo, rompió a llorar amargamente. Lloró desconsoladamente hasta que las lágrimas empaparon la almohada, mientras el rey continuaba a su lado, en silencio, mirándola con dulzura.

— ¡Ay! Demasiado bien te conozco. Aunque te cubriese de oro y gloria y llamase amiga y hermana ante toda la corte, cargarás con el peso de tus actos durante el resto de tu vida. Y te faltan las fuerzas para llevarlo a la espalda. Pero no puedes vivir así: aunque el peso de lo que has hecho te derrumbe, debes poder levantarte.  De lo contario, de poco te servirá el perdón real.

Hubo un silencio interrogante, y luego el rey volvió a hablar.

— Creo que ha llegado la hora de que visites el Laberinto.

La joven se estremeció al oír aquel nombre. No porque aquello fuera un castigo, puesto que todos los siervos del rey tenían que someterse a aquella prueba al menos una vez en su vida, y ella ya tenía la edad requerida para ello. Pero había esperado poder decidir ella misma cuándo realizarla. Su señor pareció leer sus pensamientos.

— La mayoría de quienes entran en el Laberinto, por primera o por última vez, lo hacen precisamente en las mismas condiciones que tú, empujados por las circunstancias. Nadie sabe nunca si está realmente preparado para someterse a la Prueba; y aunque yo lo estaba también tuve miedo. Pero recuerda que si sigues a tu corazón y conservas el ánimo firme no tendrás nada que temer.

Ella respiró hondo y meditó aquellas palabras durante unos instantes. Podía rechazarla, por supuesto. Podía intentarlo en otro momento, cuando se sintiera realmente preparada. Pero algo le decía que nunca estaría tan preparada como en ese momento.

— Acepto la prueba del Laberinto, señor.

El rey sonrió.

— ¡Muy bien! Entonces, adelante. No desfallezcas. Busca la Puerta: yo te espero al otro lado.

En ese momento, la joven sintió que una mano poderosa le arrancaba la espada de hielo quemante del pecho, y que el corazón se le paraba durante unos instantes. Se desplomó por completo sobre la almohada empapada. Una última oleada de dolor la sacudió por dentro, aturdiéndola, precipitándola hacia la oscuridad.

Y caía. Y caía. Y caía.

*                      *                      *

  No sé cómo he llegado hasta aquí. Ni siquiera sé dónde estoy. Muchas gentes se han preguntado qué es exactamente el Laberinto, para qué sirve, dónde está e incluso si existe en realidad. Nuestras leyendas sostienen que fue construido hace eones, cuando el mundo aún no era como lo conocemos nosotros, bajo los cimientos mismos de la Tierra, y que es la frontera entre el Mundo de los Vivos y el de los Muertos. Yo no sé si son ciertas; lo único que sé ahora mismo es que estoy sola en esta inmensa oscuridad solamente quebrada por la luz de las antorchas, que comparadas con el tamaño real de este laberinto son como pequeñas hormigas luminosas. Estoy perdida en medio de esta inmensidad de pasillos y salas de piedra fría (kilómetros y kilómetros de columnas, arcos y bóvedas que se pierden en las alturas), vestida solamente con un vestido fino y ligero y armada sólo con una espada larga y un escudo.  No necesito mi armadura, porque nada puede defenderme de los peligros que voy a encontrar aquí.

En mis ratos de sueño, al cerrar los ojos, puedo ver mi cuerpo mortal descansando en mi lecho, allá arriba, en mi casa. La única manera de regresar es que el rey me ordene volver o encontrar la Puerta.

Tengo miedo; mucho, mucho miedo.

Pero es algo que tengo que hacer: recorrer este Laberinto, luchar contra los monstruos que me acecharán por el camino y encontrar la Puerta. Es la única manera de volver a recuperarme a mí misma; ser digna de ser quién soy y poder volver a casa con la frente alta. Podré volver a reír, a llorar, a soñar, a amar. Podré volver a mirar a los ojos a mis seres queridos, a cantar y a bailar en las fiestas de la corte, a pasear por los jardines refrescados por la lluvia suave, a cabalgar en los campos en las largas tardes de verano... a depositar mi espada a los pies de mi rey.

EleosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora