Desde la poca iluminación del sol provocada por la interrupción de las nubes grises, al aire fresco que se respiraba y el color sombrío de la carretera se podía decir que sería un día de finales de otoño como cualquier otro.
Era ella, la carretera y el sonido tortuoso de sus propios sollozos que morían acallados en sus labios los que la acompañaban mientras comenzaba a desvariar con pensamientos sobre como el tiempo se negaba a cooperar en su deseo desesperado de alargar el camino a una cita a la que no quería llegar.
Absolutamente nadie podía percibir su dolor fuera de aquel auto, y eso estaba bien con ella porque no se encontraba cómoda con la idea de llegar a provocar compasión en los demás, así que su salida natural fue encerrarse en sí misma, solo eso le quedaba cuando las únicas personas en las que alguna vez se había apoyado yacían en esos momentos acostadas en cajas de maderas llamadas elegantemente ataúdes.
A pesar del apretón en su pecho, de la ocasional falta de aire y las inconstantes lagrimas que lograron escapársele siguió sosteniendo el volante del auto con un rumbo fijo en mente, viendo pasar los edificios, casas, y pequeñas fincas mientras más se alejaba de la ciudad en su camino a un lugar al que solía llamar hogar.
Tomándose un respiro al apagar el motor del viejo carro fletado, como si su cerebro hubiera hecho corto circuito y solo siguiera respirando porque así era lo acostumbrado termino con la mirada perdida en el volante perdiéndose en su ensimismamiento vacío, no sabría decir si eran minutos o solo segundos en los que había estado en blanco cuando un delicado golpe en su ventanilla la despertó.
Mirando su costado se encontró con un viejo rostro familiar que le pedía con timidez que bajara la ventanilla.
- Ha sido un tiempo pequeña – la saludo el padre Aarón mientras ella se negaba a hacer contacto visual con el varón que ya promediaba la tercera edad.
- Deje de contar los años – mintió con una sonrisa trémula reuniendo sus fuerzas para bajar del carro, odiaba recordar el último momento que sus pies habían caminado por los azulejos azules oscuros que adornaban el suelo de aquella iglesia que sabía seria su destino final si al igual que lo era ahora el de sus padres.
Las palabras fueron innecesarias mientras ambos caminaban lado a lado hasta la entrada de la Iglesia.
Delante de aquella gran puerta de madera maciza que se alzaba aproximadamente un metro más alto que el tamaño de una persona promedio sus piernas comenzaron a flaquear.
- Desearía que nos hubiéramos encontrado en otras circunstancias – comento el sacerdote tratando de demostrar empatía cuando vio la renuencia de la muchacha en seguir sus pasos e ingresar detrás de él.
- Yo también – el sonido escueto de su voz se apagó rápidamente cuando un trago pesado de saliva paso por su garganta y comenzaba a caminar pasando delante de el para ocupar un espacio en la primera banca de una iglesia completamente vacía.
- ¿Deberíamos esperar? – pregunto el cura con un poco de timidez e indecisión ante el obvio retraso de los que él suponía serían los demás dolientes.
- Nadie más va a venir – admitió con pesadumbre.
- ¿Por qué estás tan segura? – camino los pasos restantes al altar colocando la biblia en su lugar con una resignación que había buscado ocultar.
- Solo quedo yo – Después de decir en voz alta esas palabras se dio cuenta de lo que en realidad significaba ese momento para ella.
Con una familia que se había limitado a tres personas desde que tenía recuerdos era en extremo inútil buscar resguardo en alguna relación platónica cuando había sido su propia voluntad el darse por vencida con la idea conservar amistades desde el día que había partido de casa por primera vez.