Las personas del interior no eran desconocidos. Al contrario, los conocía perfectamente. Ambos vivían cerca de mi casa. Habían conversado con mis padres más de una vez en la vida. A mí, sin exagerar, me habían humillado varias veces a mi corta edad. No eran extraños, eran los vecinos que se habían asegurado de convencer a todo un pueblo de mi anormalidad e incapacidad.

Frank, el verdulero, y David, el guardia de la panadería DELICIAS DIVINAS.

Apenas se dieron cuenta de mi presencia, elevaron sus manos y comenzaron a señalarme con sus dedos. Estaban aterrados, asustados, sorprendidos. Podía ver el sufrimiento en sus ojos pequeños.

—¡Niña, ayúdanos! —gritó Frank—. ¡Tienes que llamar a la policía! ¡Niña!

Mi primer impulso fue ponerme de pie, pero Zora me obligó a sentarme otra vez.

—¿Qué opinas? —preguntó Nate, cruzando las piernas—. ¿Te gusta tu regalo de bienvenida? Debo decirte, antes de que me respondas, que este sólo es un adelanto de lo que vas a tener en un futuro.

Miré a ambos hombres, en silencio, y cerré mis manos en dos puños apretados. La copa de cristal que sostenía en mi derecha se quebró en pequeños fragmentos y se esparció por el suelo. No me dolió. La sangre que manó de los trozos que se clavaron en mi carne tampoco me importó. Mis ojos continuaron fijos en mis vecinos, con lastima, impotencia y rabia. Con la certeza de que, hiciera la que hiciera, no podría ayudarlos.

Sólo cuando alguien se arrodilló frente a mí y me sostuvo la mano me atreví a apartar la mirada. Nate, con su cabello oscuro desordenado y una mueca de preocupación en el rostro, estaba hincado en el suelo. Sólo ahí, mientras lo observaba, me di cuenta del destello verde azulado que tenían sus ojos. Un destello parecido al que tenían los míos.

—¡Celeste! —exclamó—. ¡Te lastimaste!

Los murk a nuestro alrededor ahogaron un grito al darse cuenta de que su líder era capaz de agacharse ante alguien.

—No te preocupes, se sanará —dije inmutable—. No tiene importancia.

Nate frunció el ceño.

—¿Por qué...? —quiso saber—. ¿Por qué te hiciste daño?

—Verlos trajo malos recuerdos a mi memoria —respondí—. No me pude controlar.

—¿Te hicieron sentir mal?

Pensé muy bien en mi siguiente respuesta.

—La verdad, sí —confirmé—. Preferiría evitar este tipo de regalos.

Los ojos de Nate se entrecerraron. Miró mi mano lastimada, con algo parecido a la tristeza, y luego miró a la pelirroja que estaba detrás de mí.

—Zora, llévala a su habitación —ordenó—. Rápido.

—Enseguida —contestó Zora.

Le dio la vuelta al sillón, para agarrarme del brazo, y me puso de pie para alejarme del salón. Aún en la distancia, mientras caminábamos hacia las escaleras, pude sentir la voz del murk regordete hablándole a Nate:

—Señor, ¿qué hacemos con los humanos?

La respuesta de Nate fue clara.

—Mátenlos.

[...]

Envolví la muñeca de trapo entre mis brazos y la cobijé en mi pecho.

Me encontraba sentada en la que ahora era mi cama, con los ojos puestos sobre el faldón del vestido y el pecho apretado. Ya no había lágrimas en mi rostro, éstas habían cesado hace varios minutos atrás. Llevaba más de media hora encerrada en la habitación, esperando que Zora regresara con las vendas que había prometido, y no había dejado de pensar en Reece.

Celeste [#2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora