—¡Sabía que vendrías!

Miré confundida a la mujer mayor, quien se había volteado para ver a la niña correr dentro de la casa y ahora volvía a mirarme a mí con una mezcla de curiosidad y suspicacia.

—Iré a avisar a la señora —asintió finalmente, haciéndose a un lado de la puerta—. Por favor, síganme hasta el salón.

Algo indecisa titubeé unos pasos hacia adentro, con Jaden apenas medio metro detrás de mí. La primera sensación nada más pisar el interior de la casa fue el reconfortante olor a limpio. Era un olor mezcla de productos de limpieza con un toque floral. Un olor que me recordaba a mi infancia. Seguramente el que usaba mi madre cuando limpiaba en casa.

Atravesamos un amplio recibidor de paredes blancas adornadas con el grotesco gotelé que tanto odio y el suelo de parqué oscuro. Justo enfrente se alzaban imponentes unas escaleras caoba, perdiéndose en la planta de arriba. En las paredes de los laterales había puertas que daban a otras habitaciones. Una de ellas la del salón.

—Siéntanse cómodos de sentaros en el sofá, en breves vendrá la señora Grey.

Asentimos dejándonos caer sin demasiado glamur en el acolchado sofá de cuero. Era de color beige claro, a juego con la pintura de las paredes. La habitación era amplia, con ventanales que daban a un cuidado jardín trasero, con columpios y piscina. Cuatro sillones, copias en miniatura del sofá, estaban estratégicamente colocados a ambos lados de este. Justo en frente la televisión más grande que jamás había visto. Un rincón de la sala estaba cubierto por dos estanterías haciendo esquina, completas de libros, algunos con la cubierta gastada por la antigüedad. Un escritorio y una alta lámpara de pie se posicionaban a su lado.

No fue hasta que Jaden posó su mano sobre mi rodilla que no me di cuenta de que estaba moviendo la pierna por los nervios. Le miré y sus ojos azules trataron en vano de mandarme tranquilidad. Y le solté la pregunta que llevaba haciéndome desde que Bailey abrió la puerta.

—¿Crees que esa niña pueda ser mi hermana?

Tal vez debería haber sido menos brusca, o eso me dijo la expresión boquiabierta de Jaden. Pero no lo podía controlar. Algo en mi cerebro me gritaba que así era, y no sabía si me gustaba la idea. Había demasiados contras negativos en ello. La línea apretada en la que se convirtieron los labios de Jaden tampoco me gustó.

—No sé qué decirte, Erin —habló al final, apartando la vista y clavándola en las estanterías de la esquina, su mano abandonando mi rodilla—. Ella tiene tus ojos.

Y yo los de mi madre.

—No lo entiendo —negué con la cabeza, bajando el cuello y cubriendo mis ojos con las manos con frustración—. Ella me dejó. Entonces, ¿cómo pudo tener otra hija? ¿Cómo no pudo decirme sobre ello? ¿Y qué hay de mi padre? ¿Él lo sabrá?

—Lo sabe.

La voz que me contestó no fue Jaden, sino mi madre. Me giré tan rápido que mi cuello dolió. Estaba de pies en la entrada del salón. Traía su cabello suelto, balanceándose a la altura de sus hombros en suaves ondas. El rostro estaba libre de maquillaje, mostrando más sus años verdaderos que ayer en el hospital. Vestía unos anchos pantalones de yoga blancos y una vaporosa blusa gris perla que se ajustaba a la delgada figura de su cintura. Todo en ella rezumaba elegancia, glamur y delicadeza. Sentí una punzada de dolor porque era el antítesis a mí. Porque nunca estuvo conmigo para enseñarme a ser como ella. Para poder parecer a mi madre.

—Tu padre y yo hemos estado en contacto desde hace cinco años, cuando necesité su firma para los papeles de divorcio —confesó, caminando hacia nosotros y sentándose con la suavidad de una pluma en uno de los sillones.

No te enamores de tu hermanastro  ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora