—Sí,  la  viuda me  lo  contó.

—¡Pues  entonces! ¿No te parece la idea  más idiota  del mundo? No tienes más que pensarlo  medio  minuto. Ese tronco de  allá,  ése es  una de las mujeres;  ése eres  tú, el  otro  tronco; yo soy  Salamón, y ese  billete  de un  dólar  es el niño.  Los dos lo queréis. ¿Qué hago  yo? ¿Voy  a buscar  entre  los  vecinos para ver de  quién es  el billete  y dárselo al  dueño, como  es normal, como  haría  cualquiera  que  tuviese  la menor  idea? No;  voy y  rompo  el billete en  dos y te  doy una mitad a  ti  y  la otra a  la mujer. Eso  es lo que  iba a hacer el  Salamón  con el  niño. Y lo que yo te digo: ¿De qué vale a  naide  medio billete?  No se puede comprar nada con eso. ¿De qué vale medio niño? Yo no daría nada por un  millón de  medios niños.

—Pero, dita sea,  Jim,  es que no  entiendes  nada... Dita sea,  es que no  te  enteras.

—¿Quién?  ¿Yo? Vamos. No  me  vengas  diciendo  a  mí que  no  lo  entiendo. Creo  que entiendo  lo que es  sentido común y lo  que no. Y el hacer  una cosa  así no  tiene sentido. La  pelea  no  era  por medio niño; la  pelea era  por un niño  entero,  y el hombre que crea que  puede solucionar una pelea por un niño entero con  medio niño es que no  sabe lo que es la vida. No me  hables  a  mí del tal  Salamón, Huck. Ya he visto yo a muchos  así.

—Pero te digo que  no  lo entiendes.

¡Dale con  que no  lo  entiendo!  Yo entiendo  lo  que entiendo. Y,  entérate,  lo que  hay que entender de verdad es  más complicado; mucho más complicado. Es cómo criaron al Salamón. Piénsalo: un hombre  tiene sólo uno o dos hijos; ¿va  ese hombre a andar partiéndoles  en dos?  No, ni hablar;  no  se lo  puede permitir. Él sabe apreciarlos. Pero  un  hombre  que tiene  cinco millones  de  hijos  por toda la casa, ése es diferente. A ése  le da  igual partir en  dos a  un  niño  que  a un  gato. Quedan muchos  más. Un niño o dos  más o  menos no  le  importaban nada al  Salamón, ¡maldito sea! 

Nunca he  visto un negro así. Se le metía  una  cosa en  la cabeza y ya  no  había forma de sacársela. Nunca  he visto  a  un negro  que le  tuviera tanta  manía a  Salomón. Así que me puse a hablar  de otros  reyes y dejé en paz  a ése. Le  hablé de Luis XVI, al que le cortaron la  cabeza en  Francia hacía  mucho tiempo,  y de  su  hijo  pequeño, el delfín, que habría sido  rey, pero se lo llevaron y lo  metieron  en la cárcel y algunos dicen  que  allí se  murió.

—Pobrecito.

—Pero  otros dicen  que se  escapó  y  que  vino a  América.   

—¡Eso  está  bien!  Pero  se  sentirá  muy  solo... Aquí no  hay reyes, ¿verdad,  Huck?  

—No.

—Entonces  no puede  conseguir trabajo. ¿Qué  va  a hacer?  

—Bueno, no  sé.  Algunos  se  hacen policías  y otros  enseñan  a  la  gente  a hablar francés.

—Pero, Huck, ¿es  que  los  franceses no  hablan como nosotros?  

—No, Jim;  tú no  entenderías ni  una palabra de  lo  que dicen... ni una  sola  palabra.

—Bueno, ¡queme  cuelguen! ¿Por qué?  

—No lo  sé,  pero es  verdad. He  visto en  un libro algunas de las cosas  que dicen. Imagínate que  viene  un  hombre  y te dice «parlé vu  fransé»; ¿qué pensarías tú?  

—No pensaría nada; le partiría la cara; bueno, si no  era blanco. A un negro no le dejaría  que me  llamara eso.

—Rediez, no  te estaría llamando  nada. No  haría más  que preguntarte si  sabes hablar francés.

—Bueno, entonces, ¿por qué no lo  dice?  

—Pero  si  es  lo  que  está  diciendo. Así es  como lo  dicen los franceses.

—Bueno, pues es  una forma  ridícula  de  decirlo  y no  quiero  seguir hablando de  eso. No tiene  sentido.

—Mira, Jim;  ¿hablan  los gatos igual que  nosotros?  

—No, los gatos no.

—Bueno, ¿y  las  vacas? 

—No, las  vacas  tampoco.

—¿Hablan  los gatos igual que  las  vacas  o  las vacas igual que  los  gatos?  

—No.

—Lo natural y lo  normal es  que  hablen  distinto, ¿no?  

—Claro.

—¿Y no  es  natural ni  normal  que los gatos  y  las  vacas hablen distinto  de  nosotros?  

—Hombre, pues claro que  sí.

—Bueno, entonces, ¿por qué no  es natural y normal  que un francés hable diferente de nosotros? Contéstame a  ésa.   

—Huck, ¿son  los gatos  iguales  que los hombres?  

—No.

—Bueno, entonces, no tiene sentido que  los gatos  hablen igual que los hombres.

¿Son las  vacas  iguales que los  hombres?  ¿O son las  vacas iguales  que  los  gatos?  

—No, ninguna de  las  dos  cosas.

—Bueno, entonces  no  tienen por qué  hablar  como  los hombres  o  los  gatos.  ¿Son hombres los franceses? 

—Sí.

—¡Pues  entonces! Dita sea, ¿por  qué no hablan igual que los hombres? Contéstame tú a ésa.

Vi que no  tenía sentido seguir gastando  saliva: a los  negros no  se les puede enseñar a  discutir. Así  que lo  dejé.

Las aventuras de Huckleberry FinnDonde viven las historias. Descúbrelo ahora