Ese día

77 3 0
                                    

Lo primero que me llamó la atención de esa chica fue la caja que cargaba en sus brazos. Una caja de madera que bien podría albergar desde un pequeño montón de libros hasta una cabeza humana. La verdad es que no parecía estar de humor para decir nada acerca de lo que portaba. Se limitó a saludar y, como si esa mansión abandonada fuera de su completa propiedad, se instaló.

Y yo medio perdí mi rinconcito especial. Y digo "medio" precisamente por la presencia de esa extravagante dama de maneras poco usuales.

—Muy buenas —su saludo me pilló en medio de una de mis usuales largas siestas que llevaba a cabo en el lugar más seco de esa ruina por la sólo yo solía pasar. Nunca antes había visto su cara por el pueblo ni por los alrededores aunque, por su indumentaria sucia y raída, imaginé que no era de las que permanecían demasiado tiempo en ninguna parte. De hecho, por su vestuario, me preguntaba de dónde había salido. Y es que una no ve todos los días personas vestidas con camisas de poeta con sus llamativas chorreras, su aspecto abultado y, menos aún, en un lugar tan lejano de la gran ciudad como el pueblo abandonado de Espinho do Lago. Sus pantalones eran más comunes, aunque más tarde me enteraría que eran de un material tan propio de senderistas como es el terciopelo negro. Las botas, de punta aguda, eran el elemento más común de su vestuario, pero nadie se fijaría en ellos porque lo primero que robaba la atención a a simple vista era la gran capa de viaje que llevaba sobre sus hombros.

Sólo un apelativo, una definición, me llegó a la cabeza a simple vista una vez posé mis ojos sobre ella: dieciochesca. O romántica del diecinueve en el peor lugar posible para lucir ropajes semejantes.

E, inmediatamente después, agregué "excéntrica" a sus apelativos.

Tras su amigable saludo, pensé que querría algo de mí. Pero, a pesar de que me dispuse para responder a cualquier pregunta que pasara de su mente a sus labios, esa chica de la caja en las manos se limitó a ignorarme para comenzar una exhaustiva exploración en la gran casona por su cuenta.

Las viejas maderas resonaron por todas partes, renqueando por el vivaz paso de la recién llegada y sufriendo allá por donde pisaba con demasiada energía, energía que parecía sobrarle a raudales. Armaba tanto ruido con sus taconeos que ya pude olvidarme de volver a conciliar el sueño en toda la tarde.

Al tiempo que abría los ojos, molesta, escuché cómo caminaba por el pasillo principal del piso superior, como si estuviera comprobando qué quedaba en cada una de las estancias. Cuando me animé a desperezarme, la oí entrar en las habitaciones, siempre llenas de los restos de lo que fueran las comodísimas camas de lujo del anterior dueño de tan grande vivienda, lugares en los que jugueteó con los trozos de madera, en su mayor parte podrida, que aún aparentaban haber salido de una ebanistería y no del fondo del lago. En el momento en el que por fin me alcé en mi incómodo rincón en el hueco de la ventana en el que intenté sestear sin éxito, visitó la sala de estar y toqueteó las baldas de las librerías, vacías de cualquier resto de papel y, al final, dirigió sus rápidos pasos hacia la carcomida escalera que llevaba al siempre polvoriento desván.

No tardó en regresar al bajo para comprobar lo que podría encontrar por ahí, aunque fuese sólo lo que quedaba de la cocina, del baño y de la habitación del criado. Y, por fin, regresó al hall de entrada en el que yo debería estar pasando esa tarde muerta lejos del pueblo, lugar en el que habló en voz alta aunque dudaba que fuera para mí:

—Bonita casa —y, de la manera más vulgar posible, se quitó la capa, que extendió sobre el ancho hueco de la otra ventana que daba al descuidadísimo jardín y, tras quitarse las botas, se recostó. Así, sin más.

Su presencia era llamativa y, desde luego, para alguien como yo, no llamaba a dirigirle la palabra. No tenía razones para ello, tampoco ganas ni ánimos. Y sin embargo, rechacé cualquier razón para evitarlo y abrí la boca:

—Buenas tardes, ¿estás de...?

—Sofiriena —no me dejó terminar pero, a pesar de su tosca presentación, se giró hacia mí sin mostrar la hostilidad que asumía que sentiría. Ni una ceja enarcada, ni un labio fruncido de su pequeña boca, ni tan siquiera un pelo fuera de su sitio en sus cabellos pardos—. Y sí, soy una viajera de paso. Si te he molestado, mil perdones: Ando un poco cansada y sólo me gustaría reposar un poco antes de ponerme a mis cosas. Si no tienes lugar al que ir, no he tomado este caserón sólo para mí, así que siéntete en casa—. Hostilidad cero. Prepotencia a tope: Nada más dirigirme ese discurso, se volvió a girar hacia los cristales sucios de la ventana y actuó como si yo no estuviera ahí...

Todo habría terminado en una anécdota que contar en la cena si hubiera terminado ahí. Pero no, de hecho, todo acababa de empezar.

De repente noté como si el ambiente se hubiera cerrado, como si todo estuviera más oscuro. Parecía que las nubes se habían puesto de acuerdo con esa tal Sofiriena en darle unas cuantas tinieblas para que pudiera dormir tranquila. Una oscuridad que, a pesar de la presencia de la amigable recién llegada, causaba en mí una sensación de pánico que no era capaz de reconocer en mí.

Yo, que había pasado tardes y noches en todas y cada una de las medio derruidas e inquietantes construcciones del viejo Espinho do lago sin el más mínimo incidente, ahora veía ojos por todas partes; yo, que hacía más de dos lustros que me había olvidado del miedo a la oscuridad, comencé a sentir ansiedad por llegar a donde la escasa luz golpeaba el suelo. Una congoja terrible paralizó mis músculos durante un buen rato en el que no pude razonar lo más mínimo. Y esa tipa que tenía delante de mí, ¿cómo aguantaba semejante ambiente? ¿Cómo era posible que...?

—Que no soy el Coco —Sofiriena, en un suspiro en el que ni se digno a girar la cabeza, me dio el impulso suficiente como para salir de ese ataque de pánico que impedía que me moviera—. Seguro que has estado en esta casa mucho más tiempo que cualquier otra persona. No debería empezar a darte miedo sólo porque yo esté aquí —mis brazos se aligeraron, mis piernas se pudieron separar del suelo y mi mente se aclaró—. Para cuando vuelvas, habré hecho un par de arreglillos pero, no por ello, te sientas expulsada de este lugar. Vuelve cuando te apetezca —de nuevo se acomodó y, esta vez, calló por completo.

Mientras escuchaba un largo bostezo suyo, encaminé mis pies hacia la puerta para salir a que me diera el aire. El jardín seguía igual de deslucido y dominado por malas hierbas, los árboles empezaban a mostrar el color macilento del otoño en sus hojas, el sol se reflejaba en las aguas del lago que daban nombre a ese pueblo y las nubes, empujadas por los vientos típicos del cambio de estación, cruzaban el cielo a toda velocidad. A pesar de toda mi congoja, del miedo que aún hacía latir mi corazón a pesar de alterar poco mis facciones, del extraño ambiente que había traído esa tal Sofiriena consigo, a pesar de todo, todo transcurría como cualquier otra tarde en ese pueblo.

Sabía que nada había cambiado, que no existía razón alguna para empezar a ver fantasmas en el lugar que mejor conocía. Y, a pesar de todo, tenía la intuición de que pronto iban a sacarme de mi error.

Las sombras del lagoWhere stories live. Discover now