Agridulce

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Insisto: todos los personajes, los escenarios y demás son propiedad de la gran Rumiko Takahashi. Yo solo escribo sobre ellos para pasar un buen rato y arrancar alguna sonrisa a quien lo lea.

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-Agridulce-

Ranma Saotome se consideraba a sí mismo el mejor artista marcial de todo Japón. En un buen día, quizás después de haber vencido con la habitual facilidad que le caracterizaba a alguno de sus múltiples y persistentes enemigos, podía incluso llegar a considerarse el mejor artista marcial de Japón y de todos los tiempos.

Era realmente presuntuoso, pero solo porque siempre vencía. A lo largo de su vida (aún bastante corta, todo hay que decirlo) había aceptado innumerables retos, de muy diversas formas y contra todo tipo de oponentes; jamás había huido, y jamás había sido derrotado. Era lógico que tuviera una inquebrantable fe en sí mismo.

Nada, a excepción de esa maldita fobia a los gatos que en cualquier caso no había sido culpa suya, le asustaba lo más mínimo. Era fuerte, valeroso y rezumaba confianza por cada poro de su trabajado y formidable cuerpo de luchador. De hecho, ese exceso de confianza era quizás lo único que podía llegar a superar su talento en las Artes Marciales.

No obstante, ese día... sí estaba sucumbiendo al miedo, para su desgracia. Y no estaba en ninguna pelea contra un rival peligroso, no.

Ranma se encontraba en el salón de la casa de los Tendo, el lugar donde ya hacía más de un año que vivía desde aquel día fatídico en que su padre le soltó de improviso que años atrás le había comprometido con la hija de su querido amigo, le golpeó en la cabeza, le dejó inconsciente y le arrastró hasta ese lugar. Parecía que hubiese pasado una eternidad y realmente, a esas alturas, aquella también era ya su casa.

Estaba sentado en su lugar habitual en la mesa donde todos comían. Eran las cuatro de la tarde y las puertas correderas que daban al jardín estaban abiertas de par en par a su espalda. Podía notar la cálida brisa perezosa de últimos de mayo, oír el gorjeo de algún pajarillo atrapado en la rama alta de un árbol e incluso el relajante movimiento del agua que hacían los peces al nadar en el estanque.

Era consciente de que todo eso estaba detrás él, una puerta abierta de par en par lista para huir si fuera necesario. Y esa idea, en concreto, no se le iba de la mente.

Pero, delante de él había otra cosa.

Sobre la larga mesa baja que tenía en frente había un único objeto. Un cuenco repleto de pequeñas galletitas que formaban una montañita hasta casi desbordarse. Aún desprendían unos hilillos de humo que se mezclaba con el peculiar olor de las mismas.

—Están recién horneadas —informó la orgullosa cocinera—. Por favor, coge una.

¿Una? ¿En serio? ¡Solo una de esas galletas podría matarle! ¿Es que no notaba el nauseabundo olor que desprendían? ¿De verdad no veía el modo grotesco en que la masa se había retorcido al cocinarlas? ¿Las incontables zonas quemadas? ¿Ese color entre beige y verdoso apagado tan sospechoso que tenían?

¡No, en absoluto!

Akane Tendo le miraba completamente orgullosa de su creación; sus mejillas estaban dulcemente coloreadas y sus ojos castaños, enormes, expectantes e ilusionados, y como aleteaban sus largas pestañas con cada pestañeo. Y los labios... le sonreían como si el mundo más allá de ese cuarto y de ellos dos se hubiese desvanecido y no le importara en absoluto.

Él tenía la culpa de todo. Si cuando comenzó todo, un mes atrás, hubiese sido sincero con respecto a sus galletas, ahora no estaría sufriendo las consecuencias. Pero esos labios eran la razón. Ellos eran los culpables de que Ranma no se pusiera en pie de un salto, echara a correr hacia el jardín, de un nuevo salto se subiera al tejado y huyera lo más lejos posible de ese cuenco de galletas y de su prometida.

AgridulceWhere stories live. Discover now