Parte 1. Qué alegría amigos, ¡a qué día más feliz!

780 34 8
                                    


Todos tenemos pequeños placeres en la vida, los cuales por más simples que fuesen, siempre nos traen una dicha indescriptible y, a veces, la tan buscada paz interior.

Salir a correr antes de que el sol se alzara en la ciudad era el pequeño placer favorito de Judy Hopps. Sobre todo si se trataba de la mañana de Sábado.

La costumbre era admirable al mismo tiempo que criticable. Al menos a la vista de cierto zorro amigo suyo.

Hasta cierto punto, ella podía darle crédito. Judy trabajaba cinco días a la semana. De Lunes a Viernes, con un horario estricto que a veces rebasaba las jornadas de ocho horas laborales establecidas por las leyes de Zootopia. Con sólo dos días de descanso, lo más lógico sería que la alarma de su celular, la que siempre se activaba a las cinco de la mañana, se mantuviese apagada el fin de semana.

Quizá así debería ser. La coneja podría darse más que un lujo al no perdonar ni un solo día sin ejercicio. Pero para ella los sábados eran especiales.

Las calles céntricas vacías, la quietud y la temple de una urbe que usualmente era testigo del constante movimiento de sus citadinos para asistir a sus trabajos, le regalaban a Judy escenas inigualables. Correr por las avenidas más transitadas de Zootopia en un horario en donde el pavimento le regalaba total libertad era su pequeño y gran placer de la vida.

Ese sábado en especial el reloj le marcó las 08:00 a.m. cuando terminó sus acostumbrados siete kilómetros. La conejita tomaba agua, sentada en una de las muchas bancas del parque central de la ciudad. Cansada, pero realizada, se retiró los audífonos y contempló con alegría los primeros vestigios de movimiento en el lugar.

Su avanzado sentido auditivo ya comenzaba a captar las risas infantiles y los gritos de emoción. Bueno era saber que las pequeñas crías compartían su peculiar costumbre por madrugar un fin de semana y aprovecharlo al máximo en el exterior.

Apunto estaba de levantarse para regresar a su departamento cuando un singular sonido llamó su atención. Judy alzó una de sus orejas conforme este fue ascendiendo poco a poco. Lo reconocía bien. Escondido en el interior de los árboles del parque, alguien lloraba desconsolado.


— ¡Jaaaa! Miren al gatito llorar. ¿Quieres tu sombrero de vuelta, Jimmy? — el cachorro de lince se mofaba con malicia. Una de sus patas alzó entonces con orgullo un pequeño sombrero color verde con una pluma roja sobresaliendo de la punta.

— ¡Devuélvemelo, Frank! — el tono de exigencia que el pequeño gato quiso emular se perdió entre los sollozos y las lágrimas que el dolor le provocaban. Estos continuaron cuando el lince pisó con más fuerza su pecho, restregando su espalda contra la tierra.

— ¡Eres patético! No mereces el sombrero de Robin Hood. ¡Yo me quedaré con él!

—¡No! ¡Devuélvemelo!

— ¿Y quién me va a obligar?, ¿Tú?

— No. Yo lo haré.

Judy irrumpió en la escena con el ceño fruncido. Su faz de absoluta reprobación y severidad diluyó por completo la actitud abusiva y burlesca del pequeño lince. Asustado, éste retiró la pata de su victima, dejándola en completa libertad.

— S-Sólo estábamos jugando — se excusó la cría mayor con notable miedo en los ojos.

Cualquier cachorro lo tendría. Sobre todo cuando la coneja tuvo la inusual audacia de abusar de su placa y mostársela a ese pequeño abusivo, usándola como perfecta amenaza en su contra.

— Sí, claro. Te recuerdo que las agresiones pueden ser consideradas un delito — puntualizó ella con real y ecuánime seriedad. Vaya que odiaba a los abusivos, sin importar la especie, tamaño o edad.

Tan sólo un bandolero.Where stories live. Discover now