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Viciosa bandera mexicana quita sombra al calor, ondea al oeste y da la espalda a una tela cuya cruz hace funcionar a todo un continente; las maestras bien vestidas se preparan para recibir a los diferentes niños, conocidos y desconocidos; juguetones y callados. Lo normal en una escuela cuyo orden cotidiano gira entorno al buen olor del lápiz recién comprado. El techumbre protege la piel infantil, los ánimos hacen oler esa servilleta humedecida por aderezos untados al sándwich, el café humea desde dirección, algunas narices olfatean plastas de gel en los cabellos, las bien peinadas amarran moños rojos, suben esa falda untada por cuadros negros hasta las rodillas. Algunas cubren costras hechas piel muerta por el suelo, otras esconden palabras en la manga larga. Los honores rezan a los pantalones caquis y detrás de ese mosaico oxido y clorhídrico pasa una fila de hombres zarrapastrosos armados bajo escobas y recogedores, el pequeño y jorobado lleva una camisa rota, encima carga a fuerzas una bolsa llena, no se distingue al sol.

Un lunes de agosto quema el Himno Nacional, la escolta sincroniza pasos danzantes por la cancha sucia de pintura olor basura, el sabor del nervio infantil forma un grupo de niños bajo cielo raso sin ninguna nube a merced, quienes se cansan en burlas y faltas de respeto. Los maestros nuevos acechan a los viejos en vías políticamente correctas, para en consecuencia, jubilarlos y aprovechar dinero de la nómina, ya palpan el ritual, pero los fallos de sonido restan gravedad al entierro del coro; «pueden pasar a sus salones en orden».

Directo, las filas entran al salón, juegan, hablan del verano, y gira esa bicicleta diez vueltas a la manzana. Cuando los 30 alumnos de primer año llegan, cada uno elige su banca: las niñas y los ñoños al frente, otros concuerdan recluirse en el abismo del salón, ahí las risas visitan cada mañana. Treinta sillas para treinta alumnos, ordenadas en seis filas de cinco sillas en lo ancho del salón. Las mochilas de nailon tiradas en el piso de cemento reflejan las lámparas fluorescentes del techo, un colorido reflejo invade el aula. Bordados de Condorito inflan cataratas en 3D y rebaba color plástico, las caras aplastadas de Mortadelo y Filemón coleccionan capas de hule, y la rebaba de otra mochila sin dibujo pica piel entre la distancia de una calceta y la falda. El ruido de las tijeras se repite cada dos segundos, atrás del arbusto pelado, el jardinero escucha taconear a la maestra Margarita, entra al aula, los niños suben la mirada por las piernas hasta el cabello, sangre punzante alrededor de los labios palpita al ritmo del escarlata; las niñas miran el vestido de flores violetas y a los rizos en cascada, el cabello protege la existencia de un jardín vívido al tacto del aroma en sus hombros pigmaleones.

—Buenos días, niños —saluda Maggie suavizada—, soy su maestra Margarita, pero prefiero Maggie. Los treinta niños callados, unos aun soporíferos, le regalan un «¡Buenos días, maestra Maggie!», cada bocanada empuja a dar un bostezo. Maggie sonríe sorprendida —Niños —dice después de un rato—. Ahora ustedes se van a presentar ante sus compañeritos, vamos a empezar con la niña que tengo aquí enfrente, vas a decir tu nombre, edad y qué te gusta hacer en las tardes —Maggie apunta a una niña de intensa piel morena que se levanta sin pena.

—Me llamo Valeria Acosta —ella voltea para ver la clase—, tengo 5 años, y me gusta dibujarme con mi perrita. Tiene ojos morenos y el cabello más lacio de la escuela, cae hasta la falda, se sienta y detrás de ella está un niño gordito, bien rechonchito, olor pasillo grasiento de Soriana, quizá también él se pregunte por el sabor de la fruta abandonada.

—Me llamo Alán Molina —Maggie lo interrumpe.

—Pero párate Alán, ve a tus compañeros.

Alán batalla para levantar la barriga, se atora en la paleta del pupitre, se escuchan risas ahogadas en el fondo, los cachetes iban más allá del carmesí.

—Me llamo Alán Molina —Alán habla con voz fuerte—, tengo 6 años y por las tardes me gusta jugar Shin Megami Tensei.

La presentación se expande cuarenta y dos minutos con trece segundos, ruedan silencios incomodos, hábitos inconscientes y burlas negadas a reprimir, pues la maestra intenta leerles la mente al atender los ojos de los niños del fondo; alcanza el reflejo del compañero que se presenta, de inmediato reconoce gestos introspectivos.

Maggie escribe lo habitual del primer día con rayones hechos casi por inercia. Edgar, sentado en las profundidades marianas del salón y alejado del aire roído de las ventanas, toca el hombro del compañero al frente.

—Psst —le susurra Edgar a Pedro Castañeda, tiene manchas de pintura en la tela —, oye tú, ¿Pedro?

—¿Qué pasó? —Pedro voltea sobresaltado.

—Estoy aburrido, dijiste que te gustaba 'dragon bol', ¿wachaste el episodio de ayer?—pregunta Edgar deseoso por un resumen.

—Solo lo veo en casa de mi abuela, no tengo tele en mi casa.

Edgar aprieta los labios decepcionado, quiere hablar de Dragon Ball sí o sí. Edgar rasca heridas de piel prieta, y se sienta a hacer dibujos mal hechos de Goku. Toda el aula apesta a plástico, a la madera de las basurillas del lápiz recién afilado, y no pasan de las diez con veinte minutos, algunos basureros ya están llenos de restos de comida, las bolsas de frituras y aluminios embarrados de guisados entre arrugas llenan tambos.

El timbre reverbera por la escuela, las voces se ensanchan y aplastan la cancha, los niños de primero salen desesperados y la maestra los mira. Edgar se sienta a la sombra de un abeto a comerse un sándwich de jamón sabor papel, mira atento a los niños de grados superiores divididos en los que juegan tazos, los que patean una botella de plástico e intentan emular un balón que cruza y raspa la cancha, obstaculizado por intrusivas faldas desocupadas, solo fijas en chismorrear de la novela en emisión, sin embargo, a duras penas les dejan ver la programación nocturna. Sobre todos esos recuerdos, reposa una señal de televisión que carece de imagen, solo un paisaje electrónico nevado la invade. 

Antes de dar a luzWhere stories live. Discover now