Había sentido unas inmensas ganas de llorar esa noche, se detestó por ser tan susceptible a los lugares y a los ambientes atiborrados, se culpó por ser tan sensible e incapaz de adaptarse a como dé lugar a los espacios, cualquiera que fuese. Intentó hacerle frente a la situación, tragarse el nudo en la garganta y esforzarse por esbozar una sonrisa, no quería incomodar a Timothée, sea como fuere, él parecía contento de reencontrarse con sus amigos.

No suele ser así, Cloe. Generalmente las cosas no se tornan tan revueltas, le había comentado él una vez que salieron del lugar, intuyendo la posible razón detrás de la sutil huella de inquietud en el rostro de la joven. Cloe se había limitado a sonreír cortés y a mencionarle —y no dejaba de ser cierto— que solo se encontraba agotada, que todavía no se recuperaba del viaje de la noche anterior; estaba empecinada en no querer molestarle, pero Timothée no era necio, sabía lo que pasaba por la cabeza de su amada, él también lo sintió y le apenaba profundamente que la chica no estuviese dispuesta a conversarlo, pues su silencio solo perpetuaba la muralla invisible que comenzaba a gestarse entre ellos.

El tercer alfiler fue el que quizá más aire despojó de su burbuja, y eso que ni siquiera tenía que ver con Timothée directamente.

En un impulso por querer solucionar lo que quedaba de su relación —de amistad— con Lucca, la fémina se encaminó hasta su ya tan conocida casa, ubicada a una distancia no muy lejana a la suya — afortunadamente, pensó entonces—. La muchacha se llevó una sorpresa cuando llegó y se topó con que su mejor amigo estaba muy bien acompañado, una linda chica descansaba junto a él en la comodidad del sofá de su salón. Sophia se llamaba.

El hecho mismo careció de importancia para la fémina, pese a estar un tanto descolocada se sintió feliz de que su amigo se hubiese recuperado ya de la decepción que le generó su indolencia amorosa, o al menos así lo creyó ella en un principio. Si hubiese leído mejor la expresión dubitativa en el rostro de la mamá de Lucca cuando esta le abrió la puerta, tal vez se hubiese ahorrado la decepción que le generó la confesión de su amigo: era cierto, él ya estaba tranquilo con el asunto, no le guardaba rencores y probablemente hasta la había perdonado —ni él estaba seguro—, pero como él mismo le había dicho "costaría recuperar la confianza que solían tenerse", incluso si se trataban como amigos y nada más; porque aunque doliera, tenía que decírselo: él ya no confiaba en ella.

Aún podía sentir en su rostro el rastro causado por la expresión de dolor inconsciente que le generaron sus palabras, nunca había sentido con tanta profundidad el peso con el que cargan nuestras acciones. Una metida de pata, una forma de hacer las cosas no tan bien, y todo, incluso hasta el lazo más fuerte, podía desmoronarse. ¿Pero y qué esperaba entonces?, ¿que la recibiera con los brazos abiertos mientras escuchaba con indiferencia cómo ella le contaba sobre las noches de pasión junto a Timothée?, claro que no, había sido una ingenua si en algún momento creyó que las cosas podrían volver a ser como solían de un segundo a otro.




—No entiendo, Cloe, ¿qué es lo que te genera tanta aflicción?, era obvio que el chico no te iba a recibir como si nada después de todo lo que pasó. —Alicia habló con incomprensión, sorbiendo la taza de té entre sus manos. Hace un rato ya que habían llegado al Alice's tea cup, una cálida y modesta tetería neoyorquina de colores cálidos y aromas acaramelados que entibiaba el alma de hasta el más frío y la imaginación de hasta el menos soñador.

Cloe se quedó unos segundos mirando su tacita de té casi colmada, le gustaba mirar cómo se evanescía el vapor de su infusión, la emanación de aquel humo cálido permitía una contemplación disonante de una de las ilustraciones de Alice's Adventures in Wonderland de John Tenniel plasmada en la porcelana de la tetera.

Extraños en el océano - Timothée Chalamet ✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora