—No lo sé, Gavrel. Pero no me incomodas. Baja, tomemos un café y hablemos, mi hermana dice que mis cafés son mejores que los de Rami´s —ofrecí intentando aligerar el ambiente.

Mientras él se bajaba y me ayudaba a bajar me preguntaba que pensarían los vecinos de mis idas y venidas a casa.

Parecía un poco incómodo y fuera de lugar en la entrada de mi casa, pero al instante se puso en movimiento: dejó mis cosas en el sofá y fue a la cocina.

—Cuando estés mejor si quieres me enseñas tus habilidades en la preparación del café, ahora siéntate y yo prepararé para ambos.

Verlo revolotear por la cocina me dio una gran ternura. Tener esta conversación sin tener mis sentimientos definidos era una tontería, pero no podía evitarla. Bueno, podría haberla evitado, no debía engañarme.

En realidad le había dado vueltas al asunto de mi corazón hasta el cansancio.

Me gustaba Gavrel y me gustaba Eliseo, y eso siendo una persona sensata y comedida en mi sentir. Esas dos afirmaciones eran incompatibles pero convivían sin problemas en mi alma. Perder a cualquiera de los dos me destrozaría a la mitad, necesitaba a ambos en mi vida. Los necesitaba de forma egoísta.

Los ojos se me habían llenado de lágrimas, y parpadeé a toda velocidad mientras él estaba de espalda para que no lo notara. No era un buen momento para desbordarme.

Se dio la vuelta con rostro cauteloso y me encontró abanicando mis ojos con la mano sana y parpadeando sin parar.

—Dannika, ¿estás bien? —preguntó y se acercó a la mesa, se sentó a mi lado a una distancia respetuosa.

¿Quedaba mal si le pedía que me abrazara? Sí, sí.

Yo saldría herida de esto, pero me rehusaba a herir a nadie más de lo que ya lo haría.

—Sí, sí. Solo me duele un poco, en mi mochila tengo los analgésicos, ¿me los traes? —pedí con una sonrisa. Odiaba usarlo como excusa pero lo cierto es que empezaba a doler un poco.

Se levantó con rapidez y fue a mi bolso. Cuando volvió me sirvió un vaso con agua del dispensador de la encimera y me lo dio. En su semblante había preocupación, ternura y cariño. Eso era lo que me costaba identificar en sus ojos el otro día: el cariño.

Tomé el remedio y luego un sorbo de café.

—No está mal —dije con una sonrisa.

Él estaba sentado a mi lado, con la silla hacia mí. Si estiraba el brazo podría tocarlo, quería hacerlo, acariciar la herida de su labio.

—Entonces... —empezó esperando a que hablara.

—Entonces no me pones incómoda, Gavrel. Y creo que estoy más segura contigo que sola —dije. Y era cierto. Para mi horror me di cuenta que no solo me gustaba, sino que confiaba en él, en la seguridad que me daba.

—Tal vez sea cierto...

—¿Tu hermano te hizo eso? —pregunté y extendí el brazo a la altura de su rostro sin darme cuenta. Lo bajé y ambos miramos mi mano al hacerlo.

—Sí. Lo desafié por imprudente, por perder a un informante importante, por dejar que tanta gente muera...

—Tú mataste gente... —dije recordándolo. Lo había bloqueado un poco de mis pensamientos, por mi bien. Solo podía enfrentarme a una cierta cantidad de acontecimientos traumáticos a la vez.

—Solo para proteger tu identidad —explicó—, y porque estaba jodidamente enojado por las asquerosidades que decían de ti.

Asentí. Pensé que me iba a afectar más, pero al parecer tenía algo roto dentro, una sensibilidad me faltaba, ni siquiera me había preocupado por la muerte de mi compañero de huida.

Deuda de sangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora