TERCERA PARTE: LA CIUDAD ESMERALDA

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monásticas; las llamaban mónacas. Eran mujeres —recordó entonces—, integrantes de la más paradójica de las instituciones: una comunidad de ermitañas. Pero, por lo visto, sus votos de silencio eran revocados con el deterioro de la edad avanzada. Pensó que Elphaba no podía haber cambiado tanto en cinco años, de modo que salió por la puerta de servicio a una callejuela. Al cabo de tres minutos, Elphaba salió por la misma puerta de servicio, como él sospechaba que haría. ¡Se estaba esforzando por eludirlo! ¿Por qué, por qué? La última vez que la había visto —lo recordaba muy bien— había sido el día del funeral de Ama Clutch, el día de la borrachera en la taberna. Ella se había escabullido y se había marchado a la Ciudad Esmeralda en alguna misteriosa misión, para nunca más regresar, y a él lo habían arrastrado a las reveladoras alegrías y terrores del Club de Filosofía. Se rumoreaba que el bisabuelo de la joven, el Eminente Thropp, había contratado agentes para buscarla en Shiz y en la Ciudad Esmeralda. De la propia Elphaba no recibieron nunca una postal, ni un mensaje, ni la menor noticia. Al principio, Nessarose estuvo inconsolable, pero después empezó a culpar a su hermana por someterla al dolor de la separación. Nessa se perdió cada vez más en las profundidades de la religión, hasta el extremo de que sus amigos comenzaron a evitarla. Fiyero se dijo que al día siguiente se excusaría por no haber asistido a la ópera y haber dado plantón a su colega. Pero esa tarde no pensaba perder a Elphaba. Viéndola avanzar apresuradamente por las calles, mirando más de una vez por encima del hombro, pensó: «Si estás tratando de que alguien te pierda la pista, si crees que alguien te está siguiendo, ésta es la mejor hora del día para intentarlo, y no a causa de las sombras, sino de la luz.» Elphaba seguía doblando esquinas, a la luz de un sol poniente estival que enviaba movedizos haces de luz por las calles laterales, a través de los arcos y por encima de los muros de los jardines. Pero Fiyero estaba habituado, tras muchos años de práctica, a cazar al acecho en condiciones similares. En ningún lugar de Oz era el sol un adversario tan formidable como en las Praderas Milenarias. Él sabía entornar los ojos y seguir la persistencia del movimiento, sin preocuparse por identificar la forma. También sabía inclinarse a un lado sin caer ni perder el equilibrio, y descubría por otros indicios si la presa volvía a moverse: el sobresalto de las aves, el cambio en el sonido, la disrupción del viento… Ella no se le podía escapar, ni tampoco advertir que la estaba siguiendo. Así pues, Fiyero recorrió media ciudad, desde el elegante centro hasta los distritos de naves de rentas bajas, en cuyas sombrías entradas los indigentes instalaban sus malolientes viviendas. A tiro de piedra de un mar de barracones, Elphaba se detuvo delante del edificio clausurado del mercado de cereales, sacó una llave de un bolsillo interior y abrió la puerta. Él la llamó desde cerca, sin disfrazar la voz: —¡Fabala! Justo cuando se estaba volviendo, ella comprendió lo que estaba haciendo e intentó recomponer su expresión. Pero era tarde. Había dado muestras de reconocerlo y lo sabía. Él bloqueó con un pie la pesada puerta, antes de que ella pudiera cerrarla de un golpe. —¿Tienes problemas? —preguntó él. —Déjame en paz —dijo ella—. Por favor, por favor. —Tienes problemas, déjame pasar. —El problema eres tú. No entres. Típico de Elphaba. Sus últimas dudas se desvanecieron. Empujó la puerta con el hombro.

—Estás haciendo que me comporte como un monstruo —dijo él, gruñendo por el esfuerzo, ya que ella era bastante fuerte—. No voy a robarte ni a violarte. Es sólo que no me gusta… que se me ignore de esta manera. ¿Por qué? Entonces ella cedió y él fue a estrellarse estúpidamente contra la pared de ladrillo visto del hueco de la escalera, como uno de esos tontos que siempre se están cayendo en los vodeviles. —Te recordaba grácil y delicado —dijo ella—. ¿Te has vuelto torpe por accidente o es algo estudiado? —Oh, déjalo —replicó él—. Si obligas a alguien a comportarse como un zote, no le dejas opción. No te sorprenda que lo haga. Pero aún puedo ser grácil. Y delicado. Dame solamente medio minuto. —Shiz te ha estropeado —declaró ella, arqueando las cejas con pretendido asombro, aunque su tono era burlón y en realidad no se sorprendía—. ¡Hablas con la afectación de un universitario! ¿Qué se ha hecho del muchacho de pueblo, con aquel perfume a ingenuidad más atractivo que cualquier almizcle? —Tú también tienes buen aspecto —dijo él, un poco herido—. ¿Vives en esta escalera o estamos yendo hacia algún sitio mínimamente hogareño? Ella lanzó una maldición y subió la escalera, cubierta de excrementos de ratón y restos de paja para rellenar paquetes. Una caldosa luz crepuscular rezumaba sobre las grises ventanas de cristales sucios. En un recodo de la escalera había un gato blanco esperando, altivo y hostil, como todos los de su especie. —Malky, Malky, miau, miau, gatita —dijo Elphaba cuando pasó por su lado, y el animal se dignó seguirla hasta la puerta ojival en lo alto de la escalera. —¿Tu ayudante? —dijo Fiyero. —¡Oh, eso sí que tiene gracia! —replicó Elphaba—. En realidad, me importa tan poco que me tomen por bruja como por cualquier otra cosa. ¡Por qué no! Toma, Malky, un poco de leche. El recinto era amplio y parecía sólo provisionalmente arreglado para vivienda. En origen, había sido un almacén y tenía una doble puerta reforzada, que se abría hacia afuera, para recibir o sacar bolsas de grano, izadas con un cabestrante desde la calle. La única luz natural entraba a través los cristales rajados de una claraboya separada unos diez o doce centímetros del techo. Debajo, en el suelo, se acumulaban plumas de paloma y sustancias blancas y sanguinolentas. Había ocho o diez cajas dispuestas en círculo, como para sentarse. Una colchoneta enrollada. Ropa doblada encima de un baúl. Plumas raras, fragmentos de huesos, dientes ensartados en una cuerda y una deslucida pata de dodo, marrón y retorcida como una tira de cecina. Todo esto último estaba colgado de clavos hincados en la pared, con fines de adorno o hechicería. Había además una mesa de madera cetrina (ésta sí, una fina labor de ebanistería), cuyas tres patas arqueadas terminaban en elegantes pezuñas de ciervo delicadamente labradas; unos cuantos platos de hojalata, rojos con motas blancas; algo de comida, envuelta en tela y atada; una pila de libros junto a la colchoneta, y un juguete para la gata atado a una cuerda. Lo más impresionante y truculento era un cráneo de elefante colgado de una viga, con un ramillete de rosas secas de color rosa cremoso emergiendo del hueco central. Como el cerebro en explosión de un animal agonizante, pensó Fiyero, recordando las inquietudes juveniles de Elphaba. ¿O sería quizá un homenaje al supuesto talento de los elefantes para la magia? Más abajo colgaba un tosco óvalo de vidrio, rayado y desportillado, utilizado quizá como espejo, aunque sus propiedades reflectivas parecían poco fiables.

Wicked: Memorias de una bruja mala - Gregory MaguireDonde viven las historias. Descúbrelo ahora