Asanova

By AutoresAsanova

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En Asanova todas las personas nacen con un don, al menos así ha sido siempre. El nacimiento de niños sin habi... More

Capítulo 2 - Neferet
Capítulo 3 - Enoa
Capítulo 4 - Adrienna

Capítulo 1 - Darek

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Al mirar por la ventana, el sol me golpeó en los ojos. A pesar del frío y de la nieve hacía un día estupendo, donde los rayos de sol parecían acariciarme. Desde mi habitación podía observar el Bosque de Louredal, un paraíso inmenso y frondoso para los amantes de la naturaleza. Podía ver también el pequeño patio trasero de nuestra casa, donde solíamos almacenar leña y cultivar algunas semillas cuando comenzaba Candena, la Época de la Floración. Mi madre era la que más disfrutaba con las plantas, podía pasarse horas arreglando el jardín o recolectando frutos para después hacernos unos postres exquisitos con ellos, juntando así dos de sus pasiones, la jardinería y la repostería.

—Darek, ¿puedes hacerme caso? —preguntó mi hermana fingiendo estar molesta—. Parece que tienes la cabeza en otra parte y hay mucho por hacer.

Miré a Emma con una sonrisa. A pesar de tener quince años era muy capaz de tomar las riendas en las situaciones que lo requerían y eso era algo que me enorgullecía como hermano mayor. En los últimos meses había entrado en un proceso de rebelión consigo misma y con los demás y, aunque a veces me entraban ganas de matarla, sabía que era lo mejor que le podía pasar. Al fin y al cabo yo también había pasado por eso, yo también quise que todo fuera diferente. Y seguía queriéndolo.

Emma se recogió el pelo en una trenza, dejando libres algunos mechones rojizos del flequillo. Era la única que tenía ese color de cabello, heredado de nuestra abuela paterna. Mi madre y yo teníamos el pelo negro como el tizón, como mi padre antes de que se le volviera de un tono ceniza. Si había un rasgo que predominaba en nuestra familia era el color grisáceo en los ojos; me preguntaba si Guillaume lo tendría también.

—Vamos a mover la cuna hacia esta pared—dije agarrándola por un extremo, esperando a que Emma la cogiera por el otro.

Desplazamos la cuna hacia el lugar donde yo había estado previamente colocado, al lado de la ventana. Estaba muy emocionado por el nacimiento de Guillaume, por tener un nuevo hermanito y por poder enseñarle cómo vivir en aquel mundo tan caótico, aunque sabía que se acercaban unos meses de dormir poco, especialmente si tenía en cuenta que él iba a dormir conmigo y con Emma.

En realidad, ni siquiera sabíamos con certeza si la vida que se estaba gestando en el vientre de mi madre era la de un futuro hombre. Ella siempre había querido tener otro hijo, al igual que mi padre, que bromeaba continuamente con la falta de varones en el mundo. Este entusiasmo por tener un hijo del sexo masculino condujo a mi madre al templo de Brende, donde le realizó una ofrenda especial a cada una de las personificaciones de los elementos de la naturaleza. Sin embargo, su mayor interés era tener un rato de oración con Silvorela, la madre de todos los elementos y la protagonista del templo, cuyo altar se encontraba en el centro de la nave principal. Mi madre le pidió como deseo que la vida que iba a traer al mundo fuera la de un niño, un niño que creciera sano y fuerte. Ella estaba tan convencida de que al final sería así que decidimos bautizar al bebé como Guillaume, cuyo significado era una mezcla entre voluntad y protección.

Cuando terminamos de ordenar la habitación para que estuviera perfecta para la llegada de Guillaume, Emma y yo fuimos al salón, donde se estaba dando una cómica escena: mi madre intentando levantarse del sofá con todas sus fuerzas pero siendo incapaz porque su tripa era casi más grande que ella.

—Espera mamá, que te ayudo—dije mientras me acercaba a ella. La sujeté por debajo de la axila derecha y con el otro brazo empujé su espalda para que se pudiera incorporar mejor.

—Muchas gracias, Darek—respondió, dándome un beso en la mejilla.

Salimos los tres al patio delantero de la casa, donde había una mesa de madera acompañada de cuatro sillas. Durante el resto del año había un pequeño jardín y muchas flores cubriendo la fachada, pero con la nieve no quedaba ni rastro de ellas. Ahora la pared de piedra se encontraba vacía, aunque seguía habiendo pájaros valientes que se posaban sobre el alféizar de la ventana.

Vi a mi padre en una de las sillas de madera, de espaldas a nosotros. Parecía inmerso en sus propios pensamientos, abstraído de todo lo que le rodeaba. Por eso ni se percató de nuestra presencia hasta que nos colocamos en frente de él y movimos una mano delante de sus ojos. Cuando por fin reaccionó, sacudió la cabeza y sacó su mejor sonrisa. Se levantó de la silla y se puso de cuclillas en frente de mi madre.

—Ya queda menos para que nazcas, pequeño—le susurró al vientre.

A veces pensaba que tenía una doble personalidad: una era la de un hombre serio y estricto, incapaz de mostrar sus emociones, y la otra era la de un padre cariñoso y cercano, que se esforzaba por evitar que algo malo te ocurriera. Y aunque la forma de ser que predominaba era la primera, cada vez que mi padre mostraba afecto por nosotros sentía que todo lo demás daba igual.

Mi padre tenía tendencias a cambiar de opinión rápidamente, al igual que ocurría con su humor. Era una pequeña montaña rusa de emociones que a veces arrasaba con todo a su alrededor.

Quisimos aprovechar que ese día no se trabajaba y que el tiempo estaba de nuestra parte para estar todos juntos, como hacía muchas semanas que no estábamos. Hicimos una comida especial y más abundante teniendo en cuenta la ocasión—cosa que raras veces nos podíamos permitir— y pasamos varias horas en el patio, bajo el sol. Era reconfortante sentirse como una familia unida, aunque fuera solo por una vez.

Cuando esa noche nos fuimos a dormir, ninguno era consciente del día tan largo que nos esperaría al despertar.


***


—Nos vamos al hospital, ¡ya! —rugió mi padre mientras nos apuntaba con el dedo índice a mi hermana y a mí—. Recoged las cosas de vuestra madre.

El ambiente estaba cargado de tensión. Por un lado, mi madre recostada en el sofá con la cara empapada de sudor y lágrimas a causa del dolor y, por otro, Emma y yo recorriendo toda la casa bajo las órdenes de nuestro padre.

Llevábamos semanas, incluso meses, preparándonos para este día. Mi madre había organizado todo hasta el más mínimo detalle para que la llegada del nuevo miembro de nuestra familia estuviera bajo control y fuera acogedora, pero nada más lejos de la realidad.

Después de incesantes gritos provocados por los nervios, la situación se calmó. Sin embargo, sabíamos que lo peor estaba por llegar: debíamos ir caminando hasta el centro de salud, situado en la orilla occidental del río Treboa y próximo a la plaza del pueblo. Estaba a veinte minutos de nuestra casa, pero teniendo en cuenta la situación de mi madre tardaríamos más. Era un camino largo y tedioso, con muchas rocas y desniveles ya que las calles asfaltadas no habían triunfado aún en Brende, tan solo en la principal.

Además, había comenzado Gebela, la Época de las Heladas, por lo que el suelo empezaba a estar cubierto de hielo y se acumulaba la nieve de días anteriores. Aunque en la jornada anterior había hecho un sol radiante, ese día no estaba de nuestra parte y decidió esconderse. Cogimos las prendas más abrigadas que teníamos para hacerle frente al frío, un frío que hacía muchos años que no vivíamos. Puede que solamente fueran ilusiones nuestras, que las temperaturas no fueran tan bajas y simplemente estuviéramos nerviosos, pero esa sensación térmica se aferraba a nuestros huesos.

Al abandonar nuestra pequeña morada, fui consciente de que cuando volviéramos mi vida y la de mi familia ya no sería igual. Todos estábamos emocionados por su nacimiento, aunque también presos del pánico. Mi madre lo veía como una oportunidad para unirnos a todos un poco más, para ser una familia de nuevo. Mi padre, por su parte, consideraba también la otra cara de la moneda: ¿cómo mantener a un tercer hijo cuando dos ya eran un problema?

Todos estos pensamientos desaparecieron cuando nos dirigimos hacia el centro de salud, donde la protagonista era mi madre y todos estábamos pendientes de ella.

—¿Cómo vas, mamá? —preguntó Emma con mirada de preocupación. Mi madre no dijo nada, su silencio fue suficiente como respuesta.

Cuando llegamos al edificio blanco me costó reconocerlo; se notaba una cierta inversión por parte del alcalde respecto a la última vez que estuve allí. Sin embargo, no dejaba de ser un centro de salud muy antiguo, pequeño y con pocos recursos, donde se habían tratado de incorporar determinadas funciones de un hospital para evitar viajes más largos a Nabalía, la capital de Asanova. Para ir a Nabalía había que coger un tren en la estación de nuestro pueblo, que tardaba más de media hora en recorrer el trayecto. A ese hospital—el más importante de Asanova— acudía la clase más alta del país, aunque había también un centro sanitario ligeramente más grande que el de Brende al que cualquiera podría ir, si bien solía estar a rebosar.

Al entrar había una recepción de pequeñas dimensiones, con un mostrador de madera tintada de blanco y algunos asientos para las personas que esperaban a ser atendidas, los cuales estaban desocupados. Al fondo, a la derecha del todo, había una puerta con el rótulo Paritorio, a la izquierda otra que daba a la zona de consultas y justo al lado del mostrador había otra que daba a una habitación para pacientes ingresados.

En el centro de salud tan solo había dos médicos, Isachar Barka y Jaim Fastleof. El primero, un hombre alto y delgado que rondaba la cuarentena, estaba especializado en pediatría y nos atendía a mi hermana y a mí cuando éramos unos críos. Cada vez que iba a su consulta, me fijaba en su pelo de color anaranjado y le preguntaba qué le había ocurrido para tenerlo así, a lo que él siempre respondía "la naturaleza me ha hecho así" con una gran sonrisa y, después, me daba uno de esos caramelos que tanto me gustaban.

A diferencia de Isachar Barka, Jaim Fastleof se caracterizaba por ser un hombre de estatura baja y tripa prominente, además de rudo y de poca paciencia, incapaz de transmitir las noticias con tacto a sus pacientes. A pesar de eso, en el pueblo era reconocido como un buen médico y cualquiera que tuviera un problema de salud serio sabía que estaba en buenas manos. Me tranquilizaba pensar que mi madre y mi futuro hermano estaban bien cuidados. Por eso, al aparecer el doctor por la sala cinco minutos después de que la joven mujer del mostrador nos atendiera, sentí cierto alivio.

Aun así, una parte de mí no dejaba de estar tensa y nerviosa por lo que pudiera pasar y no paraba de cambiar de postura en la fría silla de la sala de espera. Era frecuente que las madres o los bebés murieran en el parto a pesar de los avances que se hacían. Recordaba el caso de un compañero de la escuela, que siempre nos contaba entre lágrimas cómo su madre falleció por una infección poco después de dar a luz a su hermano pequeño.

Nos pusimos de pie para despedir a mi madre, dándole mi hermana y yo un intenso abrazo. Cuando se alejó y entró al paritorio dedicándonos una sonrisa, una lágrima no pudo evitar desplazarse por mi mejilla.

—Darek, todo va a ir bien. —Mi padre me apretó el hombro y dejó caer su cuerpo sobre la silla, frotándose los ojos por el cansancio y el estrés.

El tiempo pasaba lento. Horas o minutos, no lo sabía. Cada poco rato salía a fumarme un cigarro para aliviar los nervios, hasta que me di cuenta de que solo me quedaba uno y que sería mejor reservarlo para otra ocasión.

Cuando Fastleof apareció de nuevo por la recepción, todos nos pusimos de pie de un salto. Su rostro era serio, no traía buenas noticias.

—Lo lamento — musitó—. Su hijo ha fallecido.

El mundo se nos cayó a los pies. Fueron unos segundos de confusión, de shock, de silencio. Y de no entender nada. ¿Fastleof contándonos lo ocurrido con tacto? Quizás fuera su culpa, quizás hubiera hecho mal, quizás... Eran tantas las cosas que podían haber salido mal que no sabía por dónde empezar. Lo que sabía era que ya nunca podría tener una vida junto a Guillaume.

—¿Se puede saber qué ha ocurrido? —Preguntó mi padre con ira, encarando su cuerpo tonificado al del doctor y sosteniendo el puño frente a sus ojos—. Dígamelo. Dígamelo o le juro que le parto la cara.

—¡Papá! —gritó Emma entre lágrimas.

—Señor Wolf, el bebé nació muerto. No se pudo hacer nada, lo siento. Pero sí podéis entrar a ver a la señora Wolf.

Mi padre bajó el puño de la vista de Fastleof y dejó caer sus hombros con un suspiro, como si ya diera por perdida la batalla. Una enfermera vestida de blanco con una cofia a juego apareció por la sala y el doctor le hizo un gesto con la mano para que nos llevase con nuestra madre, saliendo después por la puerta de la consulta y no volviendo a aparecer.

Era la primera vez que entraba a esa sala: una habitación amplia y de color blanco con una fila de cinco camas, mesillas y cunas situadas en la pared izquierda. En el lado opuesto de la habitación se encontraban los armarios y vitrinas a las que tenían acceso las enfermeras para extraer la instrumentaría o material que necesitaran. Había tres personas ingresadas y dos enfermeras caminando de un lado para otro, realizando las tareas que les correspondían. Mi madre estaba en la tercera cama, recostada como si fuera una niña asustada. Al acercarnos, vi tristeza y miedo en sus ojos. No pude evitar fijarme en que la cuna estaba vacía.

—No ha muerto. No ha muerto. No ha...

—Mamá...—dije dándole la mano.

—No ha muerto. Guillaume no ha muerto. —Parecía que estaba fuera de sí, demasiado nerviosa y exaltada.

—Jules, tienes que asumir lo que ha ocurrido. Guillaume no está y no va a estar con nosotros. Es así. —La dureza de mi padre era dolorosa—. Pero ese malnacido no se va a ir de rositas.

—Le oí llorar, Bart. No nació muerto. No sé qué os han dicho ahí fuera, pero a nuestro hijo se lo han llevado.

—No digas tonterías. Estás muy alterada y será mejor que descanses. Ya hablaremos de esto en otro momento—respondió mi padre mientras apartaba la mirada de los ojos de mi madre.

A pesar de las negativas de mi padre de escuchar a mi madre, yo sentía que ella tenía razón. Que algo fuera de lo normal había pasado. Y creía saber el qué.


***


En los tres días siguientes que estuve esperando la vuelta de mi madre a casa me movía como un fantasma por los diferentes rincones. Mi padre había cerrado el taller durante ese tiempo, por lo que solo fuimos un día a terminar un encargo y a revisar que todo siguiera en orden. El resto de las horas las pasaba en casa, intentando realizar actividades que generalmente me gustaban, como leer o jugar al ajedrez con mi padre, pero era inútil. Mi cabeza se enfocaba siempre en los mismos pensamientos y llegó un punto en el que creí que terminaría volviéndome loco.

Además, Emma y yo nos habíamos comprometido a recoger la cuna y otras cosas que habíamos organizado para Guillaume, pero ninguno de los dos nos veíamos mentalmente preparados para ello.

Cuando mi madre llegó a casa después de recibir el alta, acompañada por Emma, se encontró con un ambiente de silencio absoluto. Mi padre creía que mi madre estaba desvariando y que eran invenciones suyas, aunque seguía teniendo sed de venganza. Yo pensaba que en el fondo él veía posible la versión de su mujer pero no aceptaba que ella pudiera tener razón. Era un hombre muy orgulloso y lo había sido desde siempre, quizás más desde que conoció a mi madre. Cuando ambos se vieron noté un muro entre ellos, como cuando dos viejos amigos se encuentran tras un largo tiempo de estar separados por una discusión.

Mi madre se fue directa hacia su habitación y yo detrás de ella. Sabía que me necesitaba más que nunca y que debíamos hablar.

—Mamá—dije, sentándome junto a ella en la cama de matrimonio—. ¿Cómo estás?

—Está siendo todo muy duro, pero estaré mejor. No te preocupes. —Me miró con los ojos llorosos—. Lo que me duele es que nadie me crea, que parezca que estoy loca. Yo sé lo que vi y lo que oí, Darek.

—Lo sé. Yo te creo, mamá. Aunque tienes que entender que...

—No—me cortó—. Si tu padre no quiere creerme es porque nunca lo hace. Ya sabes cómo es.

Suspiré. No podía llevarle la contraria porque tenía razón. Siempre había sido así con todo.

—¿Puedes decirme qué pasó exactamente?

—Fastleof estaba conmigo, junto a una enfermera, ayudando a que el bebé saliera. Todo estaba yendo bien, aunque era doloroso, claro. Cuando por fin lo sacaron le escuché llorar, y el doctor le dijo a la enfermera llévatelo de aquí—relató entre lágrimas—. En ese momento yo no fui consciente de lo que pasaba, no pude reaccionar porque estaba dolida y cansada. Pero cuando pasaron unos minutos y Guillaume no volvió supe que habían hecho algo terrible.

Abracé a mi madre y dejé que llorara en mi hombro. Ahora estaba aún más convencido de que mi madre tenía razón y que Guillaume estaba vivo, al menos cuando se lo llevaron. Ya no solo era que hubieran afirmado que mi hermano había nacido muerto, sino que no nos habían dado su cuerpo para celebrar su entierro y no quisieron dar explicaciones. Sabía que tenían motivos para ir detrás de nosotros, pero no sabía quién era el encargado de arruinarnos así la vida. Pensaba que alguien del centro de salud sabía nuestro secreto, mi secreto. No sabía cómo ni por qué, pero, si era lo que creía, tenían razones de peso para investigarnos a mi familia y a mí.

Así que el único que podía hacer algo para solucionarlo era yo. ¿Pero con quién hablar? ¿A quién contarle lo sucedido? Si empezaba a contar lo ocurrido con Guillaume tendría que seguir tirando del hilo y eso era peligroso. Pero sabía que cada día que pasaba era un día con menos probabilidades de recuperar a mi hermano, o de hacer justicia, al menos.

Me acordé de Enoa, mi vecina y amiga durante muchos años. Cuando éramos pequeños nos contábamos todos nuestros secretos mientras pasábamos horas y horas en el bosque. Solo le faltaba por saber un secreto. No podía dejar de pensar en ella y en la posibilidad de contárselo; al fin y al cabo era Enoa quien más sabía de mí, no mis amigos con los que jugaba al fútbol por el pueblo. Aunque me moría de ganas por contárselo, sabía que era un riesgo para ambos, y más aún si tenía en cuenta que llevaba años sin hablar con ella.

No dejé de pensar en ello ni un minuto durante todo el día. Cuando estaba en el taller trabajando—ya que habíamos abierto de nuevo—, mi padre me llamó la atención varias veces diciendo que estaba muy descentrado. Y era verdad, claro que era verdad, pero ¿cómo no estarlo?

Al medio día apareció uno de los clientes habituales, un señor de cincuenta años que solía ir al taller para que le reparásemos sus objetos más preciados.

—Buenos días—nos dijo con una sonrisa—. Bart, venía para que me reparárais el reloj.

—Déjame que le eche un vistazo.

El hombre le tendió el precioso objeto a mi padre, que, visto de lejos, parecía tener muchas décadas de antigüedad y ser de gran valor. Cuando iba a darme la vuelta para volver a lo que estaba haciendo, el cliente hizo un comentario que nos hizo palidecer a mi padre y a mí.

—¿Cómo están Guillaume y Jules? Espero que algún día se dejen ver por el taller—comentó con un tono amable.

—Darek, hazte cargo del reloj—musitó mi padre. Acto seguido invitó al cliente, con el que tenía muy buena relación, a hablar en un lugar apartado.

Como el taller no era muy grande—lo suficiente como para incluir una zona para arreglar aparatos pequeños y otra zona para arreglar automóviles de las personas más adineradas de Brende y Nabalía—escuchar y ver a mi padre hablando con aquel hombre era sencillo. Le explicó brevemente lo ocurrido y se dieron un rápido pero fuerte abrazo, de esos que incluyen una palmadita en la espalda. Después, el cliente se marchó y mi padre retomó una de las piezas que estaba reparando antes de que llegara.

Como no recibimos más clientes, al final de la tarde le pedí a mi padre permiso para volver a casa. Él aceptó, por lo que cogí mi bici y emprendí el camino. Lo que más me gustaba del trayecto era pasar cerca del bosque a toda velocidad, convirtiendo en borrones sus árboles de cientos de años de antigüedad. Para mí era una de las mayores reliquias de Brende y sin duda uno de mis lugares favoritos para dejar pasar el tiempo y distraerme cuando las cosas se torcían en casa. La cantidad de veces que fuimos Emma y yo después de un mal episodio entre mis padres era incontable; ella se dedicaba a hacer dibujos y yo a leer, aunque también disfrutaba molestándola y haciéndola rabiar. Además, el bosque me recordaba a Enoa, donde de pequeños jugábamos a escondernos y a ser unas personas totalmente diferentes a las que éramos en realidad, aprovechando que nadie podía juzgarnos.

Al llegar a casa me encontré a mi madre tumbada en el sofá del salón, con los ojos cerrados. En la mesita baja que había delante del sofá se encontraban las prendas de ropa que mi madre le había hecho a Guillaume. Cerré los ojos. No sabía cuánto más tiempo podría aguantar mi madre así, en ese bucle infinito de tristeza y autocompasión.

—¿Quieres cenar algo? Se está haciendo tarde—dije. Ella negó con la cabeza y continuó recostada. La obligué a levantarse, a ir al baño y a dormir en su cama, donde al menos estaría cómoda.

Ver así a mi madre me hizo tomar una decisión. No sabía si sería buena idea, pero cualquier cosa iba a ser mejor que quedarme de brazos cruzados mientras veía a mi familia sufrir.

Así, a la mañana siguiente, me desperté antes de lo normal, me vestí con mi mono negro y sucio que utilizaba para trabajar y, antes de ir al taller, me dirigí a una de las casas próximas a la mía. Era una vivienda hecha de piedra y con un tejado negro de pizarra, como mi casa y las otras que se encontraban próximas al Bosque de Louredal.

Cuando golpeé la puerta de madera por primera vez, no recibí respuesta. Me fijé en la ventana situada a la derecha de la entrada, esperando ver algo de movimiento, pero las cortinas estaban echadas. Volví a llamar y, de nuevo, no recibí respuesta. Cuando estaba dispuesto a irme por donde había venido, una figura joven y femenina apareció por la puerta. Llevaba un largo abrigo negro con una capucha grande que, al no ir abrochado, dejaba ver un vestido negro por debajo de la rodilla, con una falda de vuelo, y un delantal blanco con puntilla y volantes en los extremos, que hacía juego con su cabello albino. Este se encontraba en un moño trenzado, lo cual me sorprendió porque de pequeña siempre se quejaba de llevar el pelo recogido, decía que era incómodo y que no le favorecía. Sus botas viejas me recordaron cómo era la vida en el pueblo: una vida sacrificada y llena de obstáculos.

No sabía quién de los dos estaba más sorprendido con esta visita, si Enoa o yo.

—¿Darek? ¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Enoa, perpleja.

—Sé que llevamos mucho tiempo sin vernos y sin hablar, pero no sabía con quién contar —contesté.

Enoa se llevó la mano al pelo instintivamente, buscando un mechón en el que poder enredar en sus dedos, pero todos estaban atrapados en su moño. Recordé que era un gesto que hacía siempre, cuando estaba nerviosa.

—¿Te parece bien si vamos caminando hacia la otra orilla? Voy con el tiempo justo, esta mañana no encontraba mis zapatos de trabajo porque resulta que mi hermana decidió probárselos anoche y, aunque nuestra casa no es muy grande, por las mañanas todo es un poco caótico... —respondió ella atropelladamente. Se quedó callada unos segundos y después me miró —. Uf, lo siento, has venido a contarme algo y estoy descargando mis nervios en ti. Te escucho, ¿ha pasado algo?

—Sí, no te preocupes. Vamos hacia allí —dije con una sonrisa tímida.

Fuimos en silencio durante un rato ya que no sabía cómo empezar. Aún no había amanecido pero ya comenzaban a iluminarse algunas de las casas del pueblo y parte del río.

—Verás... Hace cuatro días nació mi hermano Guillaume. Según el médico nació muerto.

Enoa frenó en seco al escuchar la noticia, los pájaros eran lo único que llenaban el silencio entre ambos.

—Lo siento mucho, la situación en casa tiene que ser muy difícil. Si necesitáis cualquier cosa, podéis avisarnos — dijo ella, mirándome a los ojos. Llevaba años sin sentir su mirada directamente sobre mí. Pese a que para algunas personas podría ser perturbadora por la diferencia de color entre sus ojos, uno azul y otro marrón, yo la encontré reconfortante.— ¿Y tu madre? ¿Cómo está ella?

—Mi madre está bien. Está destrozada por todo lo ocurrido, pero físicamente está bien. Y mi padre... Bueno, mi padre hace como si nada hubiera pasado. — Suspiré—. Ella piensa que mi hermano nació vivo pero que se lo llevaron. Y, sinceramente, creo que tiene razón.

Enoa observó la explanada de césped y barro que nos rodeaba, asegurándose de que estábamos solos. Ya estábamos llegando al puente de piedra más cercano a nuestras casas y Enoa bajó el tono de voz.

—Creo que no es un tema que debamos hablar aquí y ahora. Tengo algo de prisa y —hizo una pausa — ya sabes cómo son las cosas. Es mejor que no nos escuchen. ¿Quieres que nos veamos esta noche?

—Sí, eso es lo mejor. Nadie debería saber que estamos hablando de esto. ¿Nos vemos en el bosque, donde siempre?

—Sí. — Sonrió—. Llegaré a casa sobre las once. — Enoa comenzó a cruzar el puente, dejándome atrás, pero se detuvo y volvió a mirarme —. Ah, y gracias por confiar en mí.

Nos miramos a los ojos durante unos segundos. Ella desvió la mirada hacia el suelo.

—A las once y media te veo allí entonces.

Me despedí con una pequeña sonrisa, cogí mi bici y me dirigí hacia el taller. Estaba impaciente por lo que tenía que contarle.

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