Prólogo.
Dublín, Irlanda.
2006.
El cementerio estaba completamente solo a esas horas de la mañana. Las tumbas estaban cubiertas por nieve y sólo algunas tenían flores sobre sus lápidas, las demás estaban olvidadas y repletas de telarañas.
La tumba donde descansaban los restos de mis padres, era la más cuidada de todo el panteón. Tenía las flores preferidas de mi madre perfectamente acomodadas sobre su lápida, mientras que la de mi padre atesoraba las que tanto arreglaba en el jardín.
Se escaparon unas lágrimas de mis ojos y suspiré.
—Hola —saludé.
Como cada día que iba al cementerio, acomodé las flores y limpié un poco para que quedara, irónicamente, acogedor el espacio donde mis padres descansaban. Me senté frente a las dos tumbas y leí el epitafio que las unía: “Don’t be afraid I have loved you for a thousand years. I'll love you for a thousand more”.
Pasé ahí el resto de la mañana hasta que me decidí por volver a la casa de mis abuelos.
—Es hora de irme, los quiero —mascullé y subí a mi bicicleta.
Regresé a mi casa pronto y dejé la bicicleta en el jardín. El aroma de tarta de manzana inundaba la casa y fui directo a la cocina por una rebanada. Mi abuela hacía los mejores postres en todo el mundo.
—Hija, ¿dónde te metiste? —preguntó después de besarme la frente.
—Fui al cementerio.
Holly, una mujer de unos sesenta años, hizo un mohín. Escruté su rostro para comprobar si estaba molesta o algo por el estilo pero lo único que encontré fue una adorable mujer de cabellos rubios y ojos azules.
—¿Qué?
—No puedes estar yendo el resto de los días de tu vida al cementerio, Emma.
Su comentario me dejó sin palabras. ¿Cómo era posible que siendo la madre de la que fue mi mamá, me daba ese consejo? ¡debía de compartir mi dolor así o más!
—No te entiendo.
Holly dejó la tarta en la ventana como en aquellas películas estadounidenses y me miró directamente a los ojos.
—No los conociste y no debes de atar tu existencia a ellos, no debes de pensar que ellos son la razón por la que te levantes en las mañanas, debes de SEGUIR con tu vida. Ellos se fueron y tú tienes que seguir adelante, conocer un chico, casarte, tener un hijo...
—¡Holly, no quiero una vida como la tuya! —le grité y salí echando chispas.
Subí a mi bicicleta y me fui hasta el centro de Dublín, donde a mis abuelos no se les ocurriría buscarme. Llegué hasta la plaza principal y me senté frente al edificio de turismo que descansaba bajo un cielo de un perfecto azul. Me crucé de brazos y fijé mi vista en el piso.
—Disculpa, ¿tienes un encendedor? —preguntó la voz de un hombre americano.
Levanté la mirada y vi un chico de unos veinte años muy guapo. Su cabello estaba revuelto y era de un tono castaño, revuelto que lo hacía ver despreocupado. Sus ojos eran claros y expresivos.
—No —le contesté y se sentó a un lado mío.
—Necesito un cigarrillo... —murmuró y clavé mis ojos en sus bellos ojos marrones.
—Morirás alrededor de los sesenta años de cáncer que se expandirá a tus pulmones y a otros órganos; eso o tendrás efisema pulmonar.
—¿Qué dices?
—La manera en que morirás.
—Hubiera preferido un “¿cómo estás?” o un “¿cómo te llamas?”, o mejor aún, un “¿cuál es tu teléfono?” —rió y sonreí.
—¿Estás coqueteando conmigo? Si es así, te advierto que es un mal día y no estoy de humor.
El extraño rió y no pude evitar hacerlo también.
—¿Qué te parece si coqueteo contigo mañana justo a esta hora, justo aquí?
—Veré si amanezco con el humor para soportar tus patéticos intentos. No soy nada fácil —advertí.
***
Acostada en mi cama, los recuerdos de mi encuentro con aquel extraño llegaron a mi mente. Estaba claro que al día siguiente no iría a esa especie de cita que había acordado, principalmente por mi seguridad, además de que no era del tipo de chica que solía hacer esas cosas, ni siquiera tenía amigos.
No había asistido al instituto como los demás chicos de mi edad. Mi educación se limitaba dentro de mi casa: acudían maestros a enseñarme y pocas veces salía. Me había acostumbrado, sí, pero muchas veces deseaba asistir a un baile como lo hacían todas las chicas o trabajar en equipo o cualquier cosa que hicieran en el instituto: esas cuatro paredes me estaban volviendo loca.
La noche pronto llegó a Dublín y me quedé dormida. A la mañana siguiente hice lo mismo que el día anterior: fui al cementerio. Mi misma rutina se repetía día a día; cuando tenía clases eran por la tarde y terminaban ya muy noche, de lunes a viernes. Gracias a Dios era fin de semana.
—Hija —me dijo mi abuela cuando me vio llegar del cementerio.
Me sorprendió que se dirigiera hacia mí después de lo sucedido el día anterior, normalmente no lo hacía; sin embargo, actué como si no hubiese pasado nada.
—Mande, abue.
—Tengo que ir al centro, ¿vienes?
Eso debía de ser destino. Sí, eso era. Destino.
—¿A qué irás? —quise saber un poco nerviosa y temerosa por verme obligada a ir y encontrarme con aquel extraño.
—Tengo que comprar un par de cosas para el jardín de tu abuelo. Vamos, acompáñame.
—Está bien —concedí.
El centro de Dublín no estaba muy lejos de nuestra casa en la colina, pero debido a la edad de mi abuela, no pudimos ir caminando así que Tyler, el abuelo, nos llevó.
Fuimos a “Pottery Barn”, una tienda de muebles, y Holly se la pasó escogiendo y encargando muebles para el jardín. Mientras tanto, yo, con la vista fija en la ventana, estaba tentada en ir a ver si aquel extraño estaba sentado en la banca del día anterior.
—¿Sucede algo, Emma? —preguntó mi abuela sacándome de mi ensimismamiento.
Despegué la vista de la ventana y miré a Holly con la mirada más inocente que encontré.
—Nada, estoy algo cansada.
—Nos iremos en un momento —prometió.
Me senté en un sofá cama y me puse los audífonos para desconectarme un rato, relajarme y alejar de mi cabeza la idea de ir en busca de aquel extraño. Al poco rato, la abuela me movió con suavidad y con un movimiento de su cabeza me indicó que era hora de marcharnos.
Pasamos a comprar un helado enfrente de la iglesia de la plaza principal y mi abuela entró a una tienda de jardinería. Enfadada, salí a respirar un poco de aire fresco para no gritarle nada a mi abuela y fue cuando lo vi sentado en esa banca. El extraño llevaba un ramo de rosas en sus manos y tenía la mirada fija en donde había aparecido el día anterior; revisó su reloj y suspiró rendido.
Me metí nuevamente a la tienda y vi que el desconocido volteaba a todas partes esperando encontrarme. Se pasó la mano por su alborotado cabello castaño y dejó el ramo de rosas en la banca, después se fue de ahí justo cuando el sol se estaba ocultando tras el horizonte irlandés.
Corrí hasta la banca y tomé el ramo de rosas rojas sin saber exactamente qué hacer. Si las llevaba conmigo probablemente me exponía al interrogatorio de Holly por tener esas rosas y le tendría que contar mi encuentro con aquel desconocido; si las dejaba me sentiría culpable.
—¿Y esas rosas, Emma? —preguntó mi abuela mientras salía de la tienda de jardinería.
—Ah... te las compré —logré decir.
—¿En serio?
—Bueno, quiero ponerlas en mi cuarto. Creo que le hace falta un poco de color.
—Sí —sonrió Holly.
La abuela entró a otra tienda y me senté en esa banca con las flores en mi regazo. Suspiré confundida por todo lo que estaba pasando y comprendí que nunca más volvería a ver a ese extraño.