Por primera vez se sintió contento de llegar a su casa y que se hallase vacía. Ahora que tenía a alguien para compartir su mundo solitario no le importaba el eco de la casa, el olor a limpio extremo, el polvo que se pegaba a todo por la ausencia de movimientos. Se metió en su pieza con un ánimo renovado, abrió la caja y miró paciente como el animal diminuto investigaba la pieza con cautela y miedo. Le dio gracia como todo resultaba enorme y desproporcionado en comparación de aquel gatito de apenas veinte días. Se rio un poco cuando tuvo que ponerle la comida, diluida en aceite por recomendación del veterinario, en una tapa de mermelada porque el pote destinado a la alimentación de Perro parecía un balde enorme.
Después de un rato de mirarlo embobado y fascinado con cada saltito o piñas a la nada misma, sacó su guitarra y se puso a tocar lo primero que se le vino a la cabeza. Un tema bien bajonero de Los Piojos que le encantaba. Ese que le pedía a una tal Dolores que no llorase tantas veces como lo permitía un estribillo. Los acordes lentos y tranquilos funcionaban para no asustar al gatito que no podía concentrarse en otra cosa que no sea en los dedos de Sebastián, dispuestos de manera armónica y prolija en cada cuerda del instrumento. Cantó y tocó sin moverse mucho después de subir a Perro a la cama. Sonrió apenas sin perder el hilo de las notas y del tema cuando vio como el gato se trepó con gran dificultad a una de sus piernas y se acurrucó en lo alto de su rodilla. Parecía un colchón enorme para el cuerpo ínfimo del animal blanco y negro.
—Si viene y entra por esa puerta, ay, yo me muero... —le cantó al gato que ni siquiera lo miró, ya demasiado dormido para prestarle atención a algo —Perri, mirá que no le estoy cantando al pajero ese que nos cruzamos hoy, eh. No pienses cualquiera —dijo y le resultó chistosa la conversación que mantenía con la nada pero que ahora podía destinarla a alguien en concreto.
Al contrario de lo que había vaticinado su padre, no dejó de maravillarse ni a los cinco minutos por su mascota. Pasaban las horas y más se convencía de faltar al otro día a la escuela. De invitar más a sus amigos a la casa porque ni en pedo dejaba solo al bicho, de que durmiera siempre en su rodilla cuantas veces quisiera, que usara, como él, aquel cuarto como trinchera, como barrera para protegerse y alimentarse de esa soledad espantosa que sentía desde siempre en su casa. Un poco culpable se notó al caer que Perro iba a pasar muchas horas solo, las mismas que soportaba él cuando sus amigos no salían a su rescate. A pesar de saberse egoísta, volvió a sentirse afortunado por compartir los silencios con alguien que no sea la presencia esporádica de Sol, de Agustín y de Ofelia, la señora que una vez cada tanto se aparecía para limpiar la casa.
Por primera vez le pasaba que se percibía cómodo en su espacio, con la música que le gustaba, su guitarra en mano y entre mensajes que le mandaban sus amigos o Sol, que también era un poco amiga y otro poco tantas cosas por compartir mucho beso, mucho garche y charlas que lo entretenían. El ronroneo bajito y que nunca paraba de Perro fue el componente fundamental para pensar en aquella noche como ideal.
No pensó nunca en la reacción de Joaquín porque le parecía un desperdicio innecesario de tiempo. No acostumbraba a anticiparse a las desgracias o las escenas estresantes que tanto le gustaba protagonizar a su padre. En esas a Sebastián le copaba tomar un papel silencioso, entre las sombras, llamarse al silencio porque sabía que su voz en la familia no significaba nada. Se quedaba ahí sin pronunciarse y ganaba sus batallas sin decir una sola palabra y si lo hacía era para dar una puñalada final y así reforzar el triunfo o perder lo poco que había conseguido.
Cuando oyó la voz de Joaquín mortificada y sacada, Sebastián se dio cuenta de dos cosas, que hablaba por teléfono y que la merecedora de los gritos y las puteadas era su vieja. El chico sintió un cansancio inmenso cuando entre retazos de gritos se dejó escuchar su nombre y la llamada que había interrumpido el trabajo de Esmeralda. Las culpas se tiraban de un lado a otro y Seba lo supo por los reproches que vociferaba Joaquín. «Después de todo yo nunca quise tener hijos, fuiste vos la que rompiste las pelotas y ahora me dejás todo el quilombo a mí, qué fácil ¿no?», el pibe ni siquiera se gastó en avisar que se hallaba en su cuarto y que escuchaba todo. Siguió con su guitarra y concentrado en las orejas de Perro que se movían en la dirección de los gritos, pero muy lejos se hallaba despertarse. A Seba le pareció que comenzaba a establecer una mimética hermosa con aquel hijo peludo que había adoptado.
—Pero callate, hija de puta, ahora él mismo te va a aclarar cómo son las cosas —gritó antes de abrir sin problemas la puerta del cuarto de su hijo —Mirá, Sebastián, acá tu madre dice que yo te mando a llamarla en el medio del laburo para cagarle los proyectos de mierda que tiene allá —soltó con rabia mientras escuchaba que su mujer lo insultaba y le devolvía con la misma violencia las puteadas infinitas que le largaba. Se encontraba tan sacado que siquiera prestó atención al animal que reposaba en las piernas del chico.
—Uff, qué paja. Arréglenselas ustedes —comentó sin dejar de tocar la guitarra, pero con la mirada fija en el gato que se había despertado y miraba desconcertado a un Joaquín embravecido.
—No, la puta madre ¿Qué mierda tenés ahí? ¿Un gato? ¿Un gato, Sebastián? ¿Qué tenés en la cabeza? —se escandalizó y entre drama y drama prefirió centrarse en aquel que tenía más a mano. Sin importarle los gritos de Esmeralda, cortó en seco el teléfono y se concentró como nunca en su único hijo —No estudiás, fuiste fumado a la escuela tanto con cigarrillo como con marihuana, apareciste completamente borracho con esos amigos que se te dio ahora por tener, te re cagaste a trompadas con un pibe en la escuela, no hacés absolutamente nada más que estar pajerizado con esa guitarra. Esa mierda que un día de estos donde te descuides te la voy a tirar a la puta, así te enfocás en lo que tenés que enfocarte. Encima de todo esto, como si fuera poco, me traés un animal ¿No tenés nada para decir? ¡Contestame, hablá, dejá de quedarte callado!
—Es que no sé qué querés que te diga. Decime y yo te repito todo tal cual —dijo y en su voz se notó el cansancio que llevaba consigo todos los días acumulado. Ese cansancio que se le pegaba a la cara, ese que lo llevaba, incluso, a dormirse en las clases.
—Al gato ya te digo que en breve desaparece, así de corta —sentenció y pudo ver como aquello le había afectado a Sebastián más que el resto. Vio como tragó con fuerza y los ojos se le llenaron de lágrimas —Ahora explícame por qué mierda la llamaste a tu madre, si sabés que a esa hora está ocupada ¿A qué hora te llama ella siempre?
—A la noche creo, la verdad no me fijé.
—¿Y eso no te dice algo? —le preguntó en tanto su hijo se pasaba el dorso de la muñeca por la nariz y con la otra ubicaba al gato entre las piernas.
—Es que no pensé en eso. Tampoco sabía que estaba ocupada a esa hora. A veces tira que la llame a la tarde o la mañana. Me pintó hablar con ella y por eso la llamé.
—¡Así me dejó la cabeza, así! —le indicó con las manos un tamaño que sobrepasaba a sus brazos de dimensiones larguísimas —Que fui yo el que te dijo que lo hagas y teorías en las que siempre soy un hijo de puta que quiere cagarle la vida, cagarle el trabajo, cagarle la profesión. Así que te pido que dejés de querer llamar la atención y empieces a madurar.
—Qué increíble, boludo. Yo no lo puedo creer —se rio con bronca y volvió a importarle poco que lo enrojecido de sus ojos le opacasen el enojo —Vos y mamá hacen todo con doble intención. No dan puntada sin hilo. Tan así son que no se les pudo pasar por la cabeza que la llame a la vieja por qué tenía ganas de hablar con ella y ya. Más vale que no me insistas más con que la hable, le conteste mensajes y qué sé yo.
—Tenés que aprender a leer los momentos, Sebastián —le aconsejó el hombre y se indignó con la risa agria que le soltó el adolescente.
—Tantas cosas tenés que aprender vos, Joaquín —le largó el chico con su lengua envenenada y llena de ponzoña —Como a ser padre, por ejemplo —dijo sin filtro de por medio y con la mirada fija en la cara desencajada del hombre que atravesó la pieza para darle vuelta la cara de un cachetazo. Ni así logró que el pibe le bajase la mirada, ni siquiera cuando Joaquín se había ido de su cuarto.
Sebastián esa noche se fue a dormir sin comer, pero también sin hambre. Con la certeza de que cada paso que avanzaba con su papá era para retroceder veinte a la brevedad. No entendía por qué siempre se hacía ilusiones con las pequeñas atenciones del hombre, cómo no podía ver por detrás de lo que siempre maquinaba. Como sacarle un castigo, no porque creía que se lo merecía sino porque ello suponía más libertad para el adolescente y menos responsabilidades para el adulto. Trató de no darle más vueltas al asunto. Aunque le fue inevitable acordarse del cachetazo y los gritos del padre renegando por una paternidad que sentía impuesta y que nunca había querido. Se limpió las lágrimas con el orgullo que le caracterizaba, acomodó al gato en el interior de sus sábanas y se acurrucó convencido de que Perri había llegado a su vida para quedarse y que ni loco pensaba ir a la escuela. Al bajón iba a atravesarlo solo, pero con su mascota al lado.
***
Santiago trató de acodarse qué comidas le gustaban. Un poco que sobreactuó en su cabeza el desconocimiento. Un pequeño esfuerzo le trajo a la mente la sencillez que caracterizaba a quién consideraba un cheto insoportable. Buscó la receta y se puso a preparar medialunas hojaldradas dulces y saladas. De todo lo que cocinaba, aquel menú era el que más le halagaban. Intentó convencerse que no hacía aquello para impresionar a Sebastián, sino para devolverle el favor de comer ese día papas fritas de la Parrilla Saavedra, sin dejarle poner un solo peso. También se convenció que cocinaba a altas horas de la noche porque en esos quehaceres culinarios encontraba la formula perfecta para no pensar aquello que debería estar en foco en su cabeza. Como la angustia que sentía por haber arreglado las cosas con Pilar.
—¿Qué hacés cocinando tan tarde? —le preguntó Valentina mientras aprovechaba para pellizcar la masa que estiraba su hermano.
—Qué te importa, nena, salí y dejá de comerte eso crudo. Te va a hacer mal. Dejá, en serio te digo —se ofuscó a los codazos para sacarse de encima a la piba que no lo dejaba amasar en paz —¡Mamá! ¡Valentina me está molestando mientras preparo algo!
—Ay bueno, tanto te vas a enojar —lo jodió mientras le palmeaba la cara con las manos llenas de harina —¿Me vas a dejar comer un par?
—Sí, pero un poco. No son todas para vos, desde ya te aviso —le advirtió con el ceño fruncido por forzar tanto la vista, sentía los lentes polvoreados de harina.
—¿Y a quién le estás cocinando si se puede saber? —le preguntó mientras volvía a pellizcar la masa para comérsela.
—Dejá, Valentina, basta. A Pilar, a ella le estoy haciendo unas medialunas para comer mañana —mintió y se odió por sentirse acalorado y rojísimo.
—Ay, a ella le estoy haciendo unas medialunas, andá a cagar —lo jodió y lo besuqueó con ruido antes de irse a su pieza.
Santiago se limpió las demostraciones de afecto con malhumor. Le salió así, sin más la mentira que le había tirado a Valentina y eso lo asustó. Sus defensivas extremas un día de esos lo iban a delatar, de todas esas cosas que tenía un pánico espantoso de pensar, de darles formas en su cabeza. Las mínimas fugas que se permitía las vivía con dolor y culpa. Como dejarse llevar por la cocina, en especial, por la repostería. Todas las tortas de cumpleaños que le hacía a su vieja y a su hermana con una decoración que parecía profesional y con detalles de orfebrería.
Nadie sabía que la mayoría de esas cosas eran hechas por él. A veces y solo un poco se animaba a contarle a Pilar. Siempre se reforzaba que no era para tanto que no tenía por qué perseguirse así, pero se sentía en falta, sin cumplir con lo que debía. Con eso que sus amigos lo hacían sin drama, sin esfuerzo, sin todo el desgaste mental que a él le llevaba. Odiaba que todo el mundo lo considerase perfecto cuando él se notaba fallas por todas partes. Otra vez fingió que no se acordaba si el idiota de Sebastián prefería la batata o el membrillo y de manera automática rellenó las medialunas con lo primero. Otra vez se hizo el boludo con su dedicación para un amigo de sus amigos. Y otra vez su cabeza se sintió más tranquila cuando se dejó llevar por la actividad y su enfoque en preferencias, siempre y cuando sean las de otros y nunca las propias.
Antes de guardar en un tupper las medialunas rellenas que iba a compartir en las clases particulares con su Voldemort personal y que nadie dimensionaba qué tanto podía serlo, le llevó un par a su vieja y a su hermana. Le importó muy poco que era tan tarde, de igual modo ninguna dormía. Liliana miraba una película en la tele y Valentina se hallaba a las risas mientras se mandaba mensajes con un tal «qué te importa con quién hablo, nene». Igual y Santiago se imaginaba por donde iban los tiros, solo que moría de bronca si era lo que pensaba. Al menos esperaba una explicación del imbécil de Agustín. Odiaba ser consciente que no podía tener el control de todo y que muchas cosas se le iban de las manos. En el último tiempo, notaba como nada sucedía de la manera que él quería y nada parecía más horroroso, estresante y angustiante que eso.
Se acostó y se quedó con la mirada fija en un techo que no le respondía nada de lo que él pretendía. Se preparó para otra noche de insomnio. Encima solo. Para estas cosas era que Pilar le resultaba un sostén fundamental. Lo cobijaba en esas dormidas de vueltas y de ideas superpuestas por su mente alborotada. Ahí era cuando le resultaba funcional su relación, hasta que ella se acaloraba con los besos que se daban y él no. Lo bueno con Pi siempre era en cuotas o en partes pequeñas, sin embargo, a pesar de todo, la quería y no podía imaginar un corte. Le daba miedo enfrentarse solo, le daba pánico buscar excusas nuevas. Responder que no tenía novia porque le daba fiaca, inventar que prefería estar con miles antes que con una, buscar desesperado una piba por ahí que le sirviera de escudo para que sus amigos no pensaran nada raro, nada fuera de lugar.
Tener la mente ocupada para no dejarse llevar por eso. Eso que ni siquiera le salía poner en palabras. Se giró angustiado mientras pensaba qué hacer para poder dormir. Hacía rato que no se pajeaba, porque ni con él mismo podía mantener erecciones. Se sentía angustiado, ahogado, solo, enfrascado, encerrado y encarcelado con sus problemas. Un poco le dio miedo pensar que capaz le pasaba algo a nivel físico, pero en el fondo sabía que su cabeza era la que gobernaba cada una de sus desgracias, esas que compartía cada vez que dormía con Pilar al lado.
Se imaginó, atravesado por una tristeza aplastante, lo que hubiera pensado su viejo de haber compartido más tiempo con él. A pesar que hacía años que ya no estaba sabía que cada cosa que hacía, pensaba en el orgullo que su padre sentiría por él. Un poco le aliviaba no disponer la mirada severa pero cargada de amor de Juan Manuel. Tanto que se había empecinado su papá por marcarle qué cosas y qué no resultaban de hombres, a él se le daba por desobedecerlas a todas al menos con su cabeza. En los hechos se consideraba un hijo obediente y de conducta intachable. Era con consciente que Juan Manuel no se hubiera escandalizado si se enteraba que engañaba una y otra vez a Pilar. Tenía eso naturalizado, eso, pero no que a su hijo le gustasen los detalles en la cocina y jugar con las muñecas de su hermana hasta el cansancio como tantas y tantas cosas que estaba seguro a su viejo, y también, a su vieja le hubieran escandalizado. Le escandalizarían, incluso en presente porque las seguía sintiendo o padeciendo a pesar que se empeñaba como nadie en desentenderse de todo lo que le sucedía. En ocultar las cosas de poco macho que había sentido más que llevado a la práctica.
«Estoy tan feliz de que hayamos vuelto. De sentirnos bien como antes. Esta vez va a ser diferente y perdonarme de nuevo por todo lo que te dije en la plaza. Hasta mañana, mi amor. Te amo tanto», lo despidió Pilar con augurios de buenas noches que su novio estaba lejos de atravesar. Santiago ni se gastó en contestarle, le faltaban fuerzas para endurecer su engaño. Se giró consciente que no iba a dormir nada, esperaría con resignación que el despertador le sonase a eso de las seis de la mañana. Mientras tanto prefería preocuparse por si al idiota de Sebastián le iban a gustar o no las medialunas que le hizo, con una dedicación que hacía mucho no aplicaba en nada.
Hola hola! Espero que anden muy bien y sepan disculpar mis demoras. Por las dudas siganmé en instagram que ahí aviso todo (mei.wtt).
Los ama siempreee
Mei.