la casa de hades

By lunamunoz2233

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introducción
I Hazel
II Hazel
III Hazel
IV Hazel
V Annabeth
VI Annabeth
VII Annabeth
VIII Annabeth
IX Leo
X Leo
XI Leo
XIII Percy
XIV Percy
XV Percy

XII Leo

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By lunamunoz2233

Los enanos no se esforzaron mucho por zafarse de él, lo que despertó las sospechas de Leo. Permanecieron en el límite de su campo visual, corriendo por los tejados rojos, derribando jardineras de ventana, dando alaridos y gritos, y dejando un rastro de tornillos y clavos del cinturón de Leo como si quisieran que él los siguiera.

Leo trotaba detrás de ellos y soltaba juramentos cada vez que se le caían los pantalones. Dobló una esquina y vio dos antiguas torres de piedra que sobresalían en el cielo, una al lado de la otra, mucho más altas que cualquier otro edificio del barrio: ¿unas atalayas medievales? Se inclinaban en direcciones distintas, como las palancas de cambios de un coche de carreras.

Los Cercopes escalaron la torre de la derecha. Cuando llegaron a lo alto, rodearon la parte trasera y desaparecieron.

¿Habían entrado dentro? Leo podía ver unas diminutas ventanas en lo alto cubiertas con rejas metálicas, pero dudaba que detuvieran a los enanos. Se quedó mirando durante un minuto, pero los Cercopes no volvieron a aparecer. Eso significaba que Leo tenía que subir allí y buscarlos.

—Genial —murmuró.

No tenía ningún colega volador que lo subiera. El barco estaba demasiado lejos para pedir ay uda. Si hubiera tenido su cinturón portaherramientas, podría haber improvisado un aparato volador con la esfera de Arquímedes, pero no era el caso. Escudriñó el vecindario, tratando de pensar. Media manzana más abajo, unas puertas de dos hojas de cristal se abrieron y una anciana salió cojeando cargada con unas bolsas de la compra.

¿Una tienda de comestibles? Hum...

Leo se tocó los bolsillos. Para gran sorpresa suya, todavía le quedaban unos billetes de euro de su estancia en Roma. Aquellos estúpidos enanos se lo habían quitado todo menos el dinero.

Corrió a la tienda lo más rápido que le permitieron sus pantalones sin cremallera.

Registró los pasillos buscando cosas que pudiera utilizar. No sabía cómo se decía en italiano « Hola; por favor, ¿dónde están los productos químicos peligrosos?» . Probablemente fuera mejor. No quería acabar en una cárcel italiana.

Afortunadamente, no necesitaba leer las etiquetas. Con solo coger un tubo de

pasta de dientes sabía que contenía nitrato de potasio. Encontró carbón vegetal. Encontró azúcar y bicarbonato. En la tienda vendían cerillas, insecticida y papel de aluminio. Prácticamente todo lo que necesitaba, junto con una cuerda para tender la ropa que podía usar como cinturón. Añadió a la cesta unos productos de comida basura para camuflar las compras más sospechosas y puso las cosas delante de la caja registradora. La cajera lo miró con los ojos muy abiertos y le hizo unas preguntas que no entendió, pero consiguió pagar y que le diera una bolsa, y salió corriendo.

Se escondió en el portal más cercano desde el que pudiera vigilar las torres. Se puso manos a la obra, invocando el fuego para secar los materiales y cocinar unos preparados que de otra forma le habría llevado días terminar.

De vez en cuando echaba un vistazo a la torre, pero no había rastro de los enanos. Leo esperaba que siguieran allí arriba. La fabricación de su arsenal le llevó solo unos minutos —así de bien se le daba—, pero le pareció que hubieran pasado horas.

Jason no aparecía. Tal vez seguía enredado en la fuente de Neptuno o registrando las calles en busca de Leo. Ningún otro tripulante del barco acudió en su ay uda. Debía de estarles llevando mucho tiempo quitar todas las gomas de color rosa del pelo del entrenador Hedge.

Eso significaba que Leo contaba solo consigo mismo, su bolsa de comida basura y unas cuantas armas improvisadas hechas con azúcar y pasta de dientes. Ah, y la esfera de Arquímedes. Eso era importante. Esperaba no haberla estropeado llenándola de polvo químico.

Corrió hasta la torre y encontró la entrada. Empezó a subir por la escalera de caracol del interior, pero un vigilante en una taquilla lo detuvo gritándole en italiano.

—¿Lo dice en serio? —preguntó Leo—. Oye, tío, tenéis enanos en el campanario. Yo soy el exterminador —levantó su bote de insecticida—. ¿Lo ve? Exterminador molto buono. Una rociada y « ¡Ahhhhhh!» .

Imitó con gestos a un enano derritiéndose espantado, cosa que por algún motivo el italiano no parecía entender.

El hombre se limitó a alargar la palma de la mano para que le pagara. —Maldita sea, tío —masculló Leo—. Me he gastado todo el dinero en explosivos caseros y todas estas cosas —rebuscó en su bolsa de la compra—. ¿Supongo que no aceptarás... algo de esto... sea lo que sea?

Leo levantó una bolsa amarilla y roja de un producto de comida basura llamado Fonzies. Supuso que eran una especie de patatas fritas. Para su sorpresa, el vigilante se encogió de hombros y aceptó la bolsa.

—Avanti!

Leo siguió subiendo, pero tomó nota de que debía abastecerse de Fonzies. Por lo visto en Italia eran mejores que el dinero.

La escalera seguía y seguía y seguía. La torre entera parecía una simple excusa para construir una escalera.

Se detuvo en un rellano y se desplomó contra una estrecha ventana con reja, tratando de recobrar el aliento. Estaba sudando a mares y el corazón le latía con fuerza contra las costillas. Estúpidos Cercopes. Leo se imaginaba que, en cuanto llegara a lo alto, se largarían de un salto antes de que él pudiera usar sus armas, pero tenía que intentarlo.

Siguió subiendo.

Finalmente, con las piernas como fideos requemados, llegó al piso más alto. La estancia era aproximadamente del tamaño de un armario para artículos de limpieza, con ventanas enrejadas en las cuatro paredes. En los rincones había sacos con joy as y artículos brillantes esparcidos por el suelo. Leo vio la daga de Piper, un libro encuadernado en piel, unos cuantos aparatos mecánicos de aspecto interesante y suficiente oro para provocar dolor de barriga al caballo de Hazel.

Al principio pensó que los enanos se habían marchado. Entonces miró arriba. Acmón y Pásalo estaban colgados de las vigas boca abajo, sujetos con sus pies de chimpancé y jugando al póquer antigravitatorio. Cuando vieron a Leo tiraron sus cartas como si fueran confeti y rompieron a aplaudir.

—¡Te dije que lo conseguiría! —gritó Acmón alborozado.

Pásalo se encogió de hombros, se quitó uno de sus relojes de oro y se lo dio a su hermano.

—Tú ganas. No creía que fuera tan tonto.

Los dos bajaron al suelo. Acmón llevaba puesto el cinturón portaherramientas de Leo; estaba tan cerca que Leo tuvo que resistir el impulso de abalanzarse sobre él.

Pásalo alisó su sombrero de vaquero y abrió la reja de la ventana más cercana de una patada.

—¿Qué le hacemos subir ahora, hermano? ¿La cúpula de San Lucas, quizá? Leo tenía ganas de estrangular a los enanos, pero se contuvo y forzó una sonrisa.

—¡Oh, parece divertido! Pero antes de que os marchéis: os habéis olvidado algo brillante.

—¡Imposible! —Acmón frunció el entrecejo—. Hemos sido muy meticulosos.

—¿Seguro?

Leo levantó su bolsa de la compra.

Los enanos se acercaron muy lentamente. Como Leo había esperado, su curiosidad era tan grande que no pudieron resistirse.

—Fijaos.

Leo sacó su primera arma —una bola de productos químicos secos envueltos

en papel de aluminio— y lo encendió con la mano.

Tuvo la prudencia de apartarse cuando estalló, pero los enanos lo estaban mirando fijamente. La pasta de dientes, el azúcar y el insecticida no eran tan buenos como la música de Apolo, pero formaron una granada de detonación bastante decente.

Los Cercopes se pusieron a gemir arañándose los ojos. Se dirigieron a la ventana dando traspiés, pero Leo hizo estallar sus petardos caseros lanzándolos a los pies descalzos de los enanos para sorprenderlos. Luego, por si acaso, giró el dial de su esfera de Arquímedes, que soltó una columna de fétida niebla blanca que invadió la estancia.

A Leo el humo no le molestaba en absoluto. Al ser inmune al fuego, había estado en hogueras llenas de humo, había soportado el aliento de dragón y había limpiado fraguas ardientes en infinidad de ocasiones. Mientras los enanos tosían y resollaban, le quitó el cinturón a Acmón, extrajo tranquilamente unos pulpos elásticos y luego ató a los enanos.

—¡Mis ojos! —gritó Acmón tosiendo—. ¡Mi cinturón!

—¡Tengo los pies en llamas! —dijo Pásalo gimiendo—. ¡No brillan! ¡No brillan nada!

Después de asegurarse de que estaban perfectamente atados, Leo arrastró a los Cercopes hasta un rincón y empezó a rebuscar en sus tesoros. Recuperó la daga de Piper, varios de sus prototipos de granada y otra docena de cachivaches que los enanos habían cogido del Argo II.

—¡Por favor! —rogó Acmón gimiendo—. No nos quites nuestros objetos brillantes.

—¡Haremos un trato contigo! —propuso Pásalo—. ¡Te daremos el diez por ciento si nos sueltas!

—Va a ser que no —murmuró Leo—. Ahora es todo mío.

—¡El veinte por ciento!

Justo entonces un trueno retumbó en lo alto. Relampagueó y los barrotes de la ventana más cercana estallaron y se convirtieron en pedazos de hierro fundido chisporroteante.

Jason entró volando, rodeado de chispas de electricidad y empuñando su humeante espada de oro.

Leo silbó con admiración.

—Acabas de desperdiciar una entrada alucinante, tío.

Jason frunció el entrecejo. Vio a los Cercopes atados de pies y manos. —Pero ¿qué...?

—Lo he hecho yo solito —dijo Leo—. Mira si seré especial. ¿Cómo me has encontrado?

—Por el humo —logró decir Jason—. También he oído explosiones. ¿Ha habido un tiroteo aquí dentro?

—Algo parecido.

Leo le lanzó la daga de Piper y siguió rebuscando en los sacos con objetos brillantes de los enanos. Recordaba que Hazel había dicho algo acerca del hallazgo de un tesoro que les sería de ayuda en la misión, pero no estaba seguro de lo que estaba buscando. Había monedas, pepitas de oro, joyas, clips, envoltorios de papel de plata, gemelos...

Volvía una y otra vez sobre un par de cosas que no parecían corresponder a aquel sitio. Una era un antiguo aparato de navegación, como un astrolabio de barco. Estaba muy deteriorado y parecía que le faltaban piezas, pero aun así le resultaba fascinante.

—¡Cógelo! —le ofreció Pásalo—. Lo fabricó Odiseo, ¿sabes? Cógelo y suéltanos.

—¿Odiseo? —preguntó Jason—. ¿El Odiseo auténtico?

—¡Sí! —chilló Pásalo—. Lo fabricó cuando era viejo en Ítaca. Es uno de sus últimos inventos, ¡y nosotros se lo robamos!

—¿Cómo funciona? —preguntó Leo.

—Oh, no funciona —contestó Acmón—. ¿Le faltaba un cristal? Miró a su hermano en busca de ayuda.

—« Mi may or incógnita —dijo Pásalo—. Debería haber cogido un cristal» . No paraba de murmurar eso mientras dormía la noche que lo robamos —Pásalo se encogió de hombros—. No tengo ni idea de a qué se refería. ¡Pero es tuyo! ¿Podemos irnos y a?

Leo no estaba seguro de por qué quería el astrolabio. Saltaba a la vista que estaba roto y no le daba la impresión de que fuera lo que Hécate quería que encontrasen. Aun así, lo metió en uno de los bolsillos mágicos de su cinturón.

Centró su atención en la otra extraña pieza saqueada: el libro encuadernado en piel. El título estaba impreso en pan de oro en un idioma que Leo no entendía, pero no parecía que el libro tuviera más elementos brillantes. No se imaginaba a los Cercopes como unos grandes lectores.

—¿Qué es esto?

Lo sacudió en dirección a los enanos, que seguían con los ojos llorosos a causa del humo.

—Nada —dijo Acmón—. Solo un libro. Tenía una bonita portada dorada, así que se lo quitamos.

—¿A quién?

Acmón y Pásalo se cruzaron una mirada nerviosa.

—A un dios menor —dijo Pásalo—. En Venecia. No tiene importancia, la verdad.

—Venecia —Jason miró a Leo con el ceño fruncido—. ¿No es allí adonde se supone que tenemos que ir ahora?

—Sí.

Leo examinó el libro. No podía leer el texto, pero tenía muchas ilustraciones: guadañas, distintas plantas, un dibujo del sol, un tiro de bueyes arrastrando un carro. No veía la importancia que podía tener todo eso, pero si le habían robado el libro a un dios menor en Venecia —el siguiente lugar que Hécate les había recomendado visitar—, tenía que ser lo que estaban buscando.

—¿Dónde podemos encontrar exactamente a ese dios menor? —preguntó Leo.

—¡No! —chilló Acmón—. ¡No se lo puedes devolver! Si se entera de que se lo robamos...

—Acabará con vosotros —aventuró Jason—. Eso es exactamente lo que haremos nosotros si no nos lo decís, y estamos mucho más cerca. Pegó la punta de su espada al cuello peludo de Acmón.

—¡Está bien, está bien! —gritó el enano—. ¡La Casa Nera! ¡Calle Frezzeria! —¿Esa es la dirección? —preguntó Leo.

Los dos enanos asintieron con la cabeza enérgicamente.

—Por favor, no le digáis que se lo robamos —rogó Pásalo—. ¡No es para nada simpático!

—¿Quién es? —preguntó Jason—. ¿Qué dios?

—No... no puedo decirlo —contestó Pásalo tartamudeando.

—Más vale que sí —le advirtió Leo.

—No —dijo Pásalo, desconsolado—. No puedo decirlo de verdad. ¡No puedo pronunciarlo! Tri... tri... ¡Es muy difícil!

—Tru —dijo Acmón—. Tru-to... ¡Tiene demasiadas sílabas! Los dos rompieron a llorar.

Leo no sabía si los Cercopes estaban diciéndole la verdad, pero costaba seguir enfadado con unos enanos llorones, por muy cargantes y mal vestidos que fueran.

Jason bajó la espada.

—¿Qué quieres que haga con ellos, Leo? ¿Los mando al Tártaro? —¡No, por favor! —suplicó Acmón gimiendo—. Podríamos tardar semanas en volver.

—¡Suponiendo que Gaia nos deje pasar! —dijo Pásalo sorbiéndose la nariz—. Ahora ella controla las Puertas de la Muerte. Estará muy enfadada con nosotros. Leo miró a los enanos. Había luchado contra muchos monstruos y nunca le había sabido mal acabar con ellos, pero eso era distinto. Tenía que reconocer que en cierto modo admiraba a esas pequeñas criaturas. Gastaban bromas divertidas y eran aficionados a las cosas brillantes. Leo podía identificarse con ellos. Además, Percy y Annabeth estaban ahora en el Tártaro, con suerte, todavía vivos, viajando penosamente hacia las Puertas de la Muerte. La idea de hacer que esos dos monitos gemelos se enfrentaran a la misma pesadilla no le parecía bien.

Se imaginó a Gaia riéndose de su debilidad: un semidiós demasiado blando para matar monstruos. Se acordó del sueño que había tenido sobre el Campamento Mestizo en ruinas y los campos sembrados de cadáveres de griegos y romanos. Se acordó de las palabras que Octavio había pronunciado con la voz de la Madre Tierra:

Los romanos se dirigen al este de Nueva York. Avanzan contra tu campamento, y nada puede detenerlos.

—Nada puede detenerlos —meditó Leo—. Me pregunto...

—¿Qué? —preguntó Jason.

Leo miró a los enanos.

—Haremos un trato.

Los ojos de Acmón se iluminaron.

—¿El treinta por ciento?

—Os dejaremos todo vuestro tesoro —dijo Leo—, menos las cosas que nos pertenecen, el astrolabio y este libro, que le devolveremos al dios de Venecia. —¡Pero él acabará con nosotros! —dijo Pásalo, y volvió a gemir. —No le diremos de dónde lo hemos sacado —prometió Leo—. Y no os matará. Os soltaremos.

—Ejem, ¿Leo...? —dijo Jason con nerviosismo.

Acmón chilló de regocijo.

—¡Sabía que eras tan listo como Hércules! ¡Te llamaré Trasero Negro II! —No, gracias —dijo Leo—. Pero a cambio tenéis que hacer algo por nosotros. Voy a mandaros a un sitio para que robéis a unas personas, les molestéis y les hagáis la vida lo más difícil posible. Tendréis que seguir mis instrucciones al pie de la letra. Tendréis que jurarlo por la laguna Estigia.

—¡Lo juramos! —dijo Pásalo—. Robar a la gente es nuestra especialidad. —¡Me encanta molestar! —dijo Acmón—. ¿Adónde vamos?

Leo sonrió.

—¿Habéis oído hablar de Nueva York?

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