Margarita ―Meg―, condujo hasta la escuela elemental para dejar a Jude, su hijo de seis años. Solo lo tenía a él, que era toda su vida. Tras salir embarazada con veintitrés años, su novio le dio la espalda y enfrentó prácticamente sola, el duro pero reconfortante reto de la maternidad. Recién salida de la Universidad y con un embarazo de seis meses, encontrar trabajo era bastante difícil. Lo necesitaba, ya que debía pagar su deuda universitaria que era alta, pero también sustentar a su hijo. Meg era huérfana, hija de inmigrantes mexicanos, aunque había nacido en los Estados Unidos.
Su vida no había sido fácil, pues sus padres murieron en un accidente y a los cuatro años fue responsabilidad de los Servicios Sociales. Estuvo en varios hogares de acogida hasta que cumplió la mayoría de edad. Nunca tuvo la suerte de ser adoptada, aunque tampoco la trataron mal en ningún sitio. Simplemente careció de verdadero amor.
Sus excelentes notas le permitieron entrar a la Universidad de California, donde decidió estudiar Lengua, específicamente español. Tenía algunas nociones, pero luego de la pérdida de sus padres, el idioma se le fue durmiendo en su cerebro hasta que despertó en sus años universitarios. Fue allí, en UCLA, donde conoció a Mark, su exnovio. Se enamoró muy rápido, quizás por su necesidad de afecto, y pasaron tres excelentes años juntos. Sin embargo, Mark la engañó con una estudiante de intercambio, se separaron y cuando descubrió que estaba embarazada, él no quiso hacerse cargo pues tenía planes más ambiciosos para su persona, como mudarse a Barcelona con su nueva novia, lo cual realmente cumplió.
Lo único que Mark hizo por Meg fue darle dinero para que se practicara un aborto. Ella no lo aceptó pues deseaba tener a su hijo. Meg necesitaba un hogar y lo tendría al precio que fuese, incluso si eso significaba ser madre soltera.
Cuando se graduó de la Universidad, trabajó desde casa como traductora de textos. Esto le permitió ganar algo de dinero. En ese tiempo conoció a Bianca, una residente de medicina que también estaba embarazada. La joven la ayudó y en muchas ocasiones compartieron ropitas y otros artículos de maternidad. Bianca tenía un embarazo más avanzado, y también esperaba a un niño. Todo la ropa que se le iba quedando a su pequeño Lucas, se la iba regalando a ella; muchas veces eran prendas totalmente nuevas, que Meg no tenía cómo agradecer. Bianca y su esposo se convirtieron en un verdadero sostén para ella; Lucas fue el mejor amigo de Jude desde que nació, y ahora iban a la escuela juntos.
Sin embargo, cuando Jude cumplió un año de vida, Meg supo que necesitaba más ingresos para pagar sus deudas ya que no podía depender tanto de otra familia, por muy generosos que fueran. En esas circunstancias fue que lo conoció: Lucien Walters, estrella de Hollywood.
―¿Mamá? ―La voz de Jude la sacó de su ensoñación. Estaban frente al colegio y aún no había abierto la puerta del coche.
―Lo siento, cariño. ―Meg se bajó rápidamente, pues un auto tras suyo también la urgía.
La madre le dio un beso a su pequeño cuando bajó y lo vio caminar hacia Bianca y Lucas. Meg les saludó desde la distancia, pues no podía dejar el auto en mitad de la calle y ya tendrían tiempo de verse en la tarde. Luego de lanzarle un último beso a su hijo, se dirigió a un Starbucks para tomar un café. En la mañana, con las prisas, no había podido tomarlo y si no lo hacía le daba jaqueca.
Tenía el vaso en las manos cuando su teléfono sonó: era el agente de Lucien.
―Hola, Meg, disculpa, pero estoy preocupado por Lucien.
―¿Qué sucede? ―preguntó la joven.
―¿No has visto las noticias?
―No ―repuso distraída.
―Hay un nuevo fuego desde ayer, se acerca a Malibú. La zona se está evacuando, y no tengo noticias de él.
―Hasta donde sé Lucien estaba en Nueva York contigo, ¿no?
―¡En qué mundo vives! ―resopló―. Está en California desde hace dos días. Peleó con Tina, ya sabes, y parece que no está muy bien.
Lo de la pelea con Tina, su joven novia, se veía venir, pero el resto era nuevo para ella.
―¿Has probado a llamar a la casa?
―Eso hice, no contestan. El ama de llaves está en Los Ángeles, dice que despidió al servicio completo porque quería estar solo.
―¡Maldición! ―Meg se dio cuenta del problema.
―Y yo no tengo tiempo de viajar, Meg ―le dijo esta vez con dulzura―. ¿Crees que…?
―Yo voy ―contestó la mujer, interrumpiéndole.
Meg cortó la llamada y se encaminó hacia Malibú, por la carretera CA-1 N. Era una hora de camino, aproximadamente, hasta la selecta zona donde vivían muchos famosos en la playa. La joven se percató de que en el sentido en el que iba no eran muchos los autos; en cambio, en dirección a Los Ángeles se podría decir que había embotellamiento. Meg frunció el ceño y puso las noticias, el asunto era más grave de lo que suponía:
“El incendio de Woolsey comenzó ayer jueves por la tarde en Semi Valley, cerca de las instalaciones de Rocketdyne en el Paso de Santa Susana. Ha crecido debido a los vientos en Santa Ana. Hasta el momento, más de 75.000 casas en Malibú y el condado de Ventura están bajo órdenes de evacuación por el incendio de 8.000 acres”.
―¡Santo Dios! ―Meg temió por su vida y pensó en su hijo, pero estaba a medio camino, y debía hacer esto por Lucien.
Se conocieron por casualidad en la Universidad. Lucien había ido a buscar asesoría para una película que iba a filmar, y Meg salía del departamento de Español de recoger unas traducciones que una profesora le había facilitado como trabajo para ayudarla.
Meg chocó con él en el pasillo y sus documentos cayeron al suelo. Lucien se fijó que estaban en español.
―¿Eres profesora de aquí? ―preguntó.
Meg lo miró un instante, le parecía conocido su rostro, pero en mitad de la Universidad y frente al departamento de Español, era imposible pensar que fuera un connotado actor.
―No, colaboro con el departamento, pero no soy profesora ―respondió.
―¿Sabes español? ―preguntó él por segunda ocasión.
―Sí, me gradué el año pasado ―le contó.
―He sido citado por Grace Harris, pero me han dicho que está ocupada y no podré verla.
―La profesora Harris tiene su carácter, hay que tenerle paciencia.
―¡Es la segunda vez que me deja plantado! ―exclamó él.
―¿Puedo ayudarte en alguna cosa? ―Meg pensó que tal vez necesitara hacer alguna traducción en cuyo caso le vendría muy bien el trabajo.
―Necesito asesoría para un papel de un personaje latino ―le contó―. No solo debo hablar bien el idioma, sino el inglés como si fuese un no nativo.
Entonces Meg comprendió quién era.
―Espera un momento, ¿eres Lucien Walters?
Ahora que lo miraba bien, debía serlo. Era un hombre muy alto, de anchos hombros, cabello castaño y ojos verdes como esmeraldas. Su sonrisa era preciosa, y aparentaba un poco más de treinta años.
―Sí. ―El hombre se ruborizó al confirmar su identidad―. Perdona, no me había presentado antes. Debía haber comenzado por ahí. Lucien Walters. ―Le estrechó la mano―. Un placer. ¿Y tú eres...?
―Meg Costa.
―Por tu apellido, intuyo que tienes ascendencia latina, ¿verdad?
―Mexicana ―asintió―, pero nací aquí y perfeccioné el idioma en la Universidad.
―¿Crees entonces que puedas ayudarme? ―Sus ojos verdes resplandecían y Meg lo pensó por un minuto.
―Está bien ―accedió―. Te pasaré mis datos. Solo tengo una condición, que no sé si puedas cumplir.
―¿Cuál?
―Debe ser en mi casa, porque tengo un niño pequeño.
Lucien lo pensó por unos segundos, hasta que finalmente estuvo de acuerdo.
―Vale, dame tus datos y yo te llamaré, Meg.
La chica extrajo de su bolso un bloc y escribió su teléfono y dirección y se lo pasó. Creyó que Lucien jamás la llamaría dadas sus condiciones, pero esa misma noche su agente lo hizo. Al día siguiente tuvieron el primer encuentro, y conoció a su hijo Jude, a quien amó desde el primer día.
Meg llegó al hogar en Malibú que conocía, en el condado de Ventura. Hacía unos años que Lucien se había comprado una mansión cercana a la costa, que era hermosísima. Esta vez, en cambio, el escenario era dantesco. El fuego se divisaba tras unas colinas, el olor a humo se sentía en el aire, a causa del viento que propagaba más el incendio, y las personas se marchaban buscando refugio, asustadas.
En esa zona vivían muchas celebridades, y Lucien era una de ellas. Al llegar a la entrada el guarda, nervioso, le permitió la entrada pues conocía el auto.
―¡Han dado la orden de evacuación, pero el jefe no responde en la casa! ―le dijo casi llorando, a pesar de ser un hombre de unos seis pies de altura.
―Desactiva la alarma de la casa, que voy a entrar ―le pidió Meg―, y luego puedes irte. Yo asumo las consecuencias.
El chico asintió y siguió su indicación. Meg no era la dueña de la casa, pero la conocían y en circunstancias extremas como aquella debía ser escuchada.
Estacionó su auto frente a la mansión. Era una vivienda de tres pisos de color gris, con ventanas de cristal y madera blanca, estilo minimalista. Entró al salón principal y ni rastros de Lucien. ¡Esperaba que realmente estuviera allí o de lo contrario se echaría a llorar de la impotencia!
Subió por la escalera de forma helicoidal hasta llegar al piso superior. Tomó por el corredor y llegó a una puerta doble de color blanco de tres metros de altura con manija dorada. Tocó y no obtuvo contestación. Sin pensarlo dos veces entró. La habitación de Lucien era enorme: un salón principal, el dormitorio propiamente dicho, un baño del tamaño de su salón y un vestidor que parecía un centro comercial.
El dormitorio tenía las luces apagadas, pero nada más entrar sintió su olor y se estremeció. Encendió la luz de inmediato y se lo encontró durmiendo, en la cama King Size de sábanas de seda de color azul, sumido en un profundo sueño, al punto que ni siquiera se percató de su presencia. Meg corrió a su lado, debían darse prisa.
―¡Lucien! ―Lo agitó por su hombro. El aludido ni se inmutó―. ¡Lucien!
―Déjame ―Le escuchó murmurar.
Meg, viéndose perdida, tomó el vaso de agua que reposaba en la mesa de noche y se la lanzó encima.
―¡Despiértate! ―gritó.
Lucien se sentó en la cama, aturdido, pero cuando la vio, su cerebro comenzó a funcionar.
―¿Qué estás haciendo aquí?
―No es tiempo para explicaciones, toma lo imprescindible, ¡tenemos que irnos!
―¿Estás loca? ¡No sé qué estás diciendo!
―¡Lucien, nos vamos a rostizar si no te mueves! El fuego está llegando a Malibú, han dado orden de evacuar.
―¡Cielos! ―exclamó―. ¡No sabía que era tan grave!
―Pues lo es, ¡tenemos que irnos ya! ―Meg estaba sumamente preocupada, sobre todo pensando en su hijo y en lo irresponsable que era al ponerse en peligro por salvarle la vida a Lucien, aunque no podía dejarlo solo.
―Está bien, nos vamos.
Lucien se puso de pie sin darse cuenta de que estaba completamente desnudo. Meg se puso como la grana al verlo y se dio la vuelta.
―Perdón… ―Lucien también se sintió apenado―. Es que duermo así.
―No me importa, solo apresúrate, por favor. No quiero dejar a mi hijo huérfano por tu causa. ―A pesar de su tono, la visión de su cuerpo sin un milímetro de tela la había perturbado un poco.
Lucien se encaminó al vestidor, se colocó ropa deportiva y luego abrió su caja fuerte para tomar sus documentos, algunas joyas, dinero y sus bienes más preciados, los que colocó en una mochila.
―¡Espero que no estés exagerando, Meg!
―Te aseguro que no, ¡vámonos ya!
Al salir al exterior, Lucien se percató de que Meg tenía razón. Las llamas se divisaban cada vez más cerca, el cielo estaba teñido de un color amarillo y rojizo intensos y el olor llegaba a su nariz.
―¡Santo Dios! ¡Confío en que no llegue hasta aquí!
Meg se acercó a su auto, pero quedó consternada cuando advirtió que se le había pinchado una rueda en el peor de los momentos.
―No nos dará tiempo, tendrás que dejarlo aquí ―le advirtió Lucien.
Meg lo miró horrorizada.
―¡No puedo! Lucien, es mi auto… ―Para Meg era un sacrilegio dejarlo. ¡Su viejo Toyota! Era como otro hijo para ella.
Él la tomó por los hombros y la obligó a mirarlo.
―Lo siento, Meg, es el auto o nosotros. ―Ella asintió, pues sabía que tenía razón―. Busca a Molly mientras saco mi Porsche del garaje.
Meg atendió a su reclamo, con dolor en el alma, y se fue a buscar a la perra. La encontró cerca de la piscina, aullando frente a la pila de humo que se divisaba. Era una labradora dorada muy inteligente y olía el peligro.
―Vámonos, amiga. ―Meg la tomó por el collar y la condujo al frente de la casa―. Es hora de marcharnos.
La perrita pareció comprenderla porque no opuso resistencia y se acomodó en la parte trasera del auto. Lucien tenía el motor encendido y no más subir Meg, levantaron el polvo del camino y desaparecieron lo más rápido que les fue posible hacia la carretera.