-Vaya, vaya, chicos -dijo Sara sonriendo mientras se acercaba a la espalda de Ringo y George y apoyaba las manos sobre sus hombros -así que os gusta apostar…
Los dos chicos se miraron. George cogió una patata que le ofreció Ringo de su bolsa y se la metió en la boca simulando indiferencia.
-¿Qué? –dijo. -No sé a qué te refieres.
-¿No? ¿De veras? –contestó Sara poniendo voz de inocente. –Pues Paul me ha contado otra cosa.
-Traidor -susurró Ringo.
Sara se colocó enfrente de ellos sin perder la sonrisa.
-A mí también me gusta mucho apostar, de hecho estuve a punto de apostarme treinta libras con James a que os dejaba en ridículo el mes que viene en Finsbury Park. Nos íbamos a reír mucho, pero luego pensamos que eso haría que Brian nos matase.
-Venga, Sara, eso fue hace tiempo, no nos lo tendrás en cuenta, ¿verdad? –dijo Ringo, conciliador.
Sara sonrió aún más.
-Me apuesto cien libras a que no sois capaces de aguantar la risa mañana, mientras grabáis el video de We Can Work it Out delante de todo el mundo.
Ellos se miraron y luego se volvieron hacia Sara:
-¿Por qué, qué vas a hacer? –preguntó George con desconfianza.
-Si apostáis, lo sabréis. ¿No os atrevéis?
-Apostadas –dijo Ringo. George se volvió hacia él, luego hacia Sara, que lo observaba sonriente.
-Apostadas. Cien libras. Pero ya sabes que yo, si me empeño, me río poco, así que lo tienes jodido.
Sara lo sabía muy bien.
Al día siguiente, mientras los chicos grababan, Brian, con su sempiterno gesto hosco y altivo, permanecía de pie pegado a los cristales de la oficina, supervisando cada detalle.
De repente una mano con unos cuernos aparecieron detrás de su cabeza. Paul y John intentaron disimular sus sonrisas, estaban al tanto de la apuesta. Brian se volvió, una inocente Sara le sonreía. Continuó haciendo gestos divertidos tras Brian, mientras los chicos trataban de contenerse. Al final, sin que él la viera, sacó un cartel que rezaba: “soy una solterona amargada”, y una flecha señalando hacia donde estaba Brian.
Paul y John empezaron a reírse a carcajadas. Ringo trató de contenerse, pero finalmente sucumbió. George, sin embargo, tal y como había predicho, fue capaz de mantener el tipo. Sara ganó cien libras a Ringo, que fueron a parar al bolsillo de George. Una pequeña venganza hacia el primero, un tributo al segundo y un rato divertidísimo.
-Paul, he tenido un pequeño problema esta mañana.
-¿Cuál? –preguntó él sacando el paquete de tabaco del bolsillo.
-Le he dado un golpe al Mini.
-¿Qué? ¿Cómo?
-Lo cogí para ir al centro, llegaba tarde y no me daba tiempo a ir en autobús. Al salir del garaje no calculé bien la distancia y le dí en la parte de atrás con la verja. Además, en lugar de frenar le di al acelerador en el último momento.
-Uff, Sara, ¿por qué no me extraña? Deberían prohibirte conducir, es una cuestión de seguridad pública. Tu cerebro y tus pies no se llevan bien. Cuando pienso que estuviste al volante del Aston… ¿Le has hecho mucho?
-Se abolló toda la parte de atrás, se cayó el paragolpes y se rompieron los dos faros. La puerta del maletero se quedó abierta y arrugada, como un acordeón. Está precioso.
-Mierda, lo llevaré al taller mañana.
-Ya lo he hecho yo.
Paul exhaló el humo del cigarro con fuerza.
-¿Qué? –dijo -¿Y aún te has atrevido a conducirlo después de eso? Bueno, ¿y qué te han dicho? ¿Cuánto costará la reparación?
-Novecientas libras –dijo ella bajando la voz.
-Me cago en… ¡Sara! Es demasiado.
-Lo sé.
-Pues págalo tú.
-No tengo tanto dinero…
-Joder, acabo de darte mil quinientas libras para un puto vestido. ¿Ahora tengo que gastarme otras novecientas en arreglarte el coche? ¿Quién te crees que soy?
-¿El Banco de Inglaterra? –bromeó ella intentando disipar su enfado. Pero Paul alzó las cejas muy serio.
Durante unos minutos guardaron silencio. Finalmente, Paul habló mientras martilleaba el cigarro contra el cenicero para apagarlo.
-Joder, ¿cómo es posible que tener una novia salga tan caro?
-Lo siento, soy un desastre, de veras que me siento fatal, sabía que te enfadarías.
-Ven aquí –dijo él.
Sara se levantó de la silla y se acercó. Paul la cogió de la cintura y la apretó contra él.
-Dime un motivo por el que no debería matarte ahora mismo.
Sara se agachó y le besó.
-Sí –dijo Paul sonriendo –es verdad.
Cuando terminaron de hacer el amor sobre el sofá, Paul dijo guiñando un ojo:
-Cariño, menos mal que esto lo haces mucho mejor que conducir.
Sara soltó una carcajada.
Llegó la navidad, era la segunda que pasaba allí. Mientras hacía las maletas para ir a Liverpool a pasar esos días en casa del padre de Paul, me acordé de mi familia. Un par de lágrimas resbalaron por mi rostro. De repente, casi sin darme cuenta, estaba sentada en la cama llorando a lágrima viva. Paul entró en la habitación. Qué vergüenza.
-¿Qué te pasa, cariño?
-Me he acordado de mi padre, y de mi madre, y de mi hermano… -dije entre sollozos –los echo mucho de menos, y sé que nunca más volveré a verlos.
Paul me abrazó cariñosamente. Durante unos minutos, lloré sobre su pecho. Le dejé la camisa perdida.
Esperó pacientemente a que me tranquilizara. Cuando por fin dejé de sollozar me dijo:
-Ahora estás conmigo, yo estoy aquí ¿vale?
-Lo sé –y bajé la mirada.
Él me cogió con dulzura de la barbilla y me hizo mirarle.
-Porque te quiero. Te quiero mucho.
Por fin lo decía, y no podía haberlo hecho en mejor momento. Le amé por ello. Cuando salimos al día siguiente hacia Liverpool, me sentía muy feliz. Estaba donde tenía que estar.