Estaba sumida en un mar negro y denso. La infinita extensión la envolvía como un manto invisible que cubría todo su cuerpo y mas allá del horizonte hasta perderse en el profundo y solitario lugar. Lentamente, comenzó a sentir como una sólida fuerza la soltaba. El manto se deshizo con cierta rapidez y luego entre la inconsciencia y el sublime letargo, despertó.
La visibilidad del ambiente fue tomando su forma hasta que abrió los ojos por completo y notó que estaba en una extraña posición en medio de un desconocido espacio.
El hedor era total: humedad, vapor y sudor.
Enormes tuberías se elevaban por el sitio como serpientes a punto de atacar. En ciertos puntos de conexión de dichos elementos metálicos salía un vapor uniforme por intervalos irregulares y el humo tocaba de manera tosca el rostro de Lauri Maddison.
Una vez que había recuperado el aliento y adaptado la visión a la densa oscuridad intentó levantarse pero su movimiento quedó bloqueado instantáneamente por una cuerda que le rodeaba el pecho y gran parte del cuerpo. Sus piernas, inmovilizadas, le dolían intensamente.
—¿Qué pasó? —masculló mientras apretaba los ojos con lentitud.
Le costaba pensar.
Le costaba recordar.
Tenía la boca muy seca y se sentía realmente mal.
De pronto, cuando pensó que todo no podía estar peor, alguien le habló:
—No digas nada. Debemos mantener la calma.
Aquella voz le erizó todos los sistemas internos de su cuerpo. Aunque no podía girar completamente la cabeza sintió el contacto caliente detrás de ella. No le hizo falta mirar para saber que Carla Brown yacía a su espalda.
—¡Carla! ¡Qué…!
—Shhh, silencio Lauri. Nos van a escuchar. —interrumpió Carla en un hilo de voz.
Unidas entre sí, no podían observarse ni moverse sin provocar dolor a la otra; por ello, Lauri cedió y se mantuvo callada por unos cuantos segundos.
—¿Sabes dónde estamos? —quiso saber al cabo de un rato.
Carla negó con la cabeza pero su compañera no podía verla. El tubo más cercano expiró su humo con fuerza y los sonidos monocordes le parecieron responder por sí solos.
—Parece una fábrica pero no estoy segura. —respondió.
Lauri trató de mover los pies cuyo dolor ya no podía sentir tan intensamente salvo por una leve corriente eléctrica que ascendía por sus piernas. Era peor que el dolor.
—¿Recuerdas algo? Yo sólo recuerdo estar en tu casa buscándote…
Carla sopesó en su mente y dejó de escuchar la voz de Lauri por un momento. Las imágenes se aglomeraban y le provocaban más confusión. No obstante, detalló el instante en que llamaba a su novia pidiéndole que acudiera a su casa.
—Alguien me obligó. Unos desconocidos entraron en mi casa y me obligaron a llamarte o me harían daño. Luego, todo se oscureció y desperté aquí.
—¿Te hicieron daño? Dime si…
El tono de voz de Lauri se había aumentado pero, al darse cuenta de su reacción se aplacó por completo.
—No. Tranquila, no pasó nada. —le tranquilizó Carla.
Tras decir aquello ella se sintió muy insegura. No conocía lo que había sucedido tras el asalto y lo que había acontecido después. Aunque la verdad era una: algún interés tenían los asaltantes para con ellas dos.
Lauri miró en derredor buscando algo que sirviera como pista pero solo vislumbró tuberías y materiales de construcción. La única luz que había en el lugar provenía de una bombilla que permanecía suspendida sobre ellas con un fino cable que amenazaba con romperse en cualquier momento. Con todo y eso, el lugar les parecía tétrico y abrumador.
—¿Qué tienes cerca de ti? —preguntó Lauri—. ¿Algo de importancia, me refiero?
Carla miró.
Una pequeña escalera ascendía al otro lado de la pared y estaba rodeada por una red metálica que subía hasta terminar en una desgastada y antigua puerta. Varios bidones volcados con un extraño líquido caoba se esparcían por el sitio y en un rincón casi al límite de su campo visual distinguió un casco de color azul eléctrico sobre un gran cubo con algo dentro de él.
—Estamos debajo de un piso. Parece ser un sótano. —comentó.
Lauri comenzó a moverse frenéticamente mientras gemía de rabia en el proceso y el dolor inundó a su vez la parte superior del cuerpo de Carla.
—No lo hagas, Lauri. Sólo nos lastimaremos aún más.
Por su parte, Lauri seguía moviéndose sin escuchar.
De pronto, en medio de aquel arrebato se oyó un ruido.
Ambas se sobresaltaron desde sus posiciones y aunque Carla era la única que podía observar sin problema el lugar de origen de aquel sonido no hizo falta mediar palabras porque era evidente que alguien estaba entrando.
—Finjamos dormir, así estaremos más seguras de porqué nos trajeron aquí. —aconsejó Lauri con voz trémula.
Carla asintió y ambas cerraron los ojos al mismo tiempo.
En aquel momento la puerta se movió con un crujido desgarrador y dos corpulentos hombres entraron con cierto sigilo. El primero, un hombre robusto y cuya franela estaba tan harapienta que casi perdía su color original, bajó los peldaños de la escalinata hasta detenerse justo enfrente de las dos chicas que estaban con la cabeza hacia abajo y el cabello cayéndole cerca del rostro.
Eran unas niñas hermosas, pensó el hombre pero tenía estrictas órdenes de no tocarlas, ni mucho menos.
—Son hermosas, ¿no? —interrogó el otro muy cerca de ellas.
Era igual de corpulento que su compañero salvo que éste vestía con una braga azulada manchada de grasa y de cuyo cuerpo emanaba un olor nauseabundo como el de la comida que lleva varios días al aire libre sin probarse.
Carla tuvo náuseas pero trató de desviar los pensamientos para no ser descubierta en el proceso.
—Me gusta más esta. —contestó el hombre—. La otra es medio rara.
Ambos soltaron una estruendosa carcajada y una dentadura desprolija de perfección sobresalió al abrir la boca tras reírse.
El barullo se elevó por el fantasmagórico lugar y Lauri comprendió que eran las clases de hombres que ella podría odiar fácilmente.
Eran la clase de hombres que rayaban en lo abusivo y maltratador.
Eran, sin duda, la clase de hombres por lo que hacían que ella odiara más a los hombres.
—¿Cuánto tiempo falta para que despierten? —cuestionó el tipo de la braga.
El otro se rascó un lado de la cabeza. No lo sabía pero seguramente ya era hora de despertarlas. Las órdenes del Magíster fueron muy claras y no podían cometer errores sin pagar muy caro las consecuencias.
—Mmm, no lo sé. Creo que ya era hora.
—Entonces no se diga más. —contestó con fervor el secuestrador—. Vamos a despertar a estas corderitas.
Carla escuchó como la voz del hombre se apagaba mientras sus pasos reverberaron un poco lejos de ella.
¿Se estaba alejando para irse?
¿No iba a suceder nada más?
Entonces, antes de que las preguntas siguieran apareciendo en su confusa mente, el hombre volvió a hablar.
—¡Es hora de despertar princesas! —Avisó.
Y descargó el agua helada que había tomado de un pequeño bidón. Cuando el líquido tocó a ambas chicas éstas dieron un respingo y despertaron abruptamente de su falso estupor. A continuación, dos hombres le miraban con un gesto asqueroso en sus rostros al mismo tiempo que se mojaban sus labios con sus grotescas lenguas; para aquel instante el líquido les recorría sus temblorosos cuerpos y les hacía estremecer.
La pesadilla había comenzado, pensó Lauri con nerviosismo.
—Hola, pequeñas. —saludó el hombre de braga con el recipiente oscilando en su mano—. Bienvenidos al primer día de su muerte.