♡︎𝙀𝙡 𝙖𝙢𝙤𝙧 𝙣𝙤 𝙩𝙞𝙚𝙣...

By SamanthaLucerina

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Lucero, una joven diseñadora gráfica que vive en Barcelona, se ve forzada a redirigir su carrera profesional... More

Prólogo
Capitulo 1
Capitulo 2
Capitulo 3
capitulo 4
Capitulo 5
capitulo 6
capitulo 7
capitulo 8
capitulo 9
capitulo 10
Capitulo 11
Capitulo 12
Capitulo 13
Capitulo 14
capitulo 15
Capitulo 16
capitulo 17
capitulo 18
capitulo 19
capitulo 20
Capítulo 21
Capitulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capitulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46.
Capítulo 48
CAPITULO 49
CAPITULO 50

Capítulo 47.

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By SamanthaLucerina


Abrió sigilosamente la puerta; Lucero  ya estaba dormida, y él se desnudó y se metió en la cama. No sabía cómo ponerse, era la primera vez que dormía con una mujer sin haber tenido relaciones sexuales antes. Estaba rígido, no sabía qué hacer, pensó que no pegaría ojo en toda la noche, hasta que Lucero se movió y se abrazó a él. Estaba dormidísima, pero se acurrucó a su lado y susurró su nombre. Entonces, Manuel cerró los ojos y se durmió.

Al sonar el despertador, Lucero fue la primera en despertarse, abrió los ojos y tras comprobar que  Manuel seguía dormido, se levantó y se fue a la ducha. Luego preparó su bolsa para ir a casa de los Abbot. Estaba un poco nerviosa. Aparte de Nana, ellos eran lo más parecido a una familia para Manuel, así que no quería causar mala impresión. Mientras escogía la ropa se le ocurrió que quizá Santi  y su esposa supieran algo sobre la muerte del padre de Manolo; tendría que encontrar el modo de hablar con ellos. Ya vestida, preparó el desayuno y fue a comprobar si él se había despertado.

—Manuel, ¿estás despierto?

Vio que la cama estaba vacía y oyó correr el agua. Se estaba duchando. Por un instante, estuvo tentada de interrumpir su ducha igual que él había hecho el día anterior, pero descartó la idea. Quería que Manuel confiara en ella, y el sexo, aunque era fantástico, sólo servía para que él ejerciera un control más fuerte sobre sus emociones. Tenía que encontrar el modo de que bajara la guardia y, la próxima vez que hicieran el amor, el señor Mijares no sería capaz de controlar nada. Ya se encargaría ella de eso.

Manuel apareció en la cocina perfectamente duchado y con una bolsa de viaje en la mano. Vio que  Lucero estaba desayunando tostadas y leyendo un libro. Se la veía feliz, y a él le dio un vuelco el corazón.

— ¿Qué estás leyendo?

Lucero acabó de masticar el bocado que aún tenía en la boca.

—El conde de Montecristo. ¿Lo has leído?

—No. Pero he visto la película.

—La película no está mal, pero el libro es genial. Yo lo he leído muchas veces, es uno de mis preferidos. Siempre que viajo, lo llevo conmigo. —Señaló el libro que ahora estaba encima de la mesa—. Me lo regaló mi abuelo.

Entonces  Manuel se dio cuenta de lo vieja que era la edición y de lo gastado que se veía el libro. Recordó que el abuelo de Antonio y  Lucero era un señor serio y reservado, pero que quería a sus nietos con locura.

—¿Tu abuelo?

—Sí. Supongo que heredé de él la pasión por los libros. Murió hace seis años. — Lucero  cambió de tema—. En fin, ¿a qué hora tenemos que irnos?

—No hay prisa. Hemos de estar allí a la hora de comer. —Se acercó a la mesa y cogió la novela—. ¿Me lo prestas? —Antes de que ella pudiera contestar, él bajó la cabeza y le dio un beso.

—Claro —respondió Lucero.

—¿Sabes una cosa? —Dijo él mientras le colocaba un mechón de pelo detrás de la oreja—. Aún tengo Charlie y la fábrica de chocolate. Siempre lo he llevado conmigo; en la universidad, en mis trabajos. Ahora está guardado en el primer cajón de mi escritorio.

Ella se sonrojó al acordarse del día en que le regaló ese libro, y lo miró sorprendida. No esperaba que él lo hubiera guardado todos esos años. No sabía qué decir, así que optó por una salida fácil:

—Yo ya estoy lista. Cuando quieras podemos irnos.

Manuel la miró, y vio en ella una determinación que no había visto antes. Algo estaba tramando, pero si  Lucero no se lo contaba, él, de momento, no iba a preguntárselo.

—Pues vamos.

En el coche, a él se le veía pensativo; conducía sin decir nada, no podía dejar de dar vueltas a cómo le estaba cambiando la vida.

—No pienses tanto —dijo Lu sin dejar de mirar el paisaje.

—No estoy pensando —contestó él enfurruñado.

—Sí lo haces; puedo oír tus pensamientos desde aquí. —Entonces ella se volvió y lo miró—. Si sigues así, se te arrugará la frente. —Le acarició el entrecejo con suavidad.

—Está bien —reconoció él—, estaba pensando.

—¿En qué? —le preguntó ella, dejando de acariciarle.

—¿En qué?, ¿cómo «en qué»?

Ella no contestó.

—Pues en «lo nuestro» —prosiguió él malhumorado.

—¿Lo nuestro? —Lu sonrió—. ¿Te han dicho alguna vez que te preocupas demasiado?

—Constantemente.

—Pues deberías dejar de hacerlo. —Volvió a acariciarlo, esta vez en la nuca.

—Ya. —Le costaba pensar con ella tocándolo—. Me preocupa que acabe haciéndote daño. No me lo perdonaría.

—No vas a hacérmelo. —Notó cómo se le tensaban los músculos del cuello—. Tranquilo, ya soy mayorcita y sé dónde me estoy metiendo. —Seguía acariciándole y él fue relajando la respiración.

—Me alegro de que al menos uno de los dos sepa lo que está haciendo. —Soltó el aliento—. Mira, estamos llegando, es esa casa.

La vivienda de fin de semana de la familia Abbot era preciosa. Se trataba de una granja antigua que Silvia, la mujer de Santi, había restaurado. Estaba en medio de una enorme pradera verde, y en una esquina se veían unas vacas y unas ovejas acompañadas por dos grandes perros. Aparcaron el coche, y en el mismo instante en que Manuel detuvo el motor, por la puerta salieron corriendo dos niñas de unos siete y nueve años.

— ¡Manu! —Gritó la más pequeña al mismo tiempo que se le colgaba del cuello—. Hacía mucho que no venías.

—Tu padre es muy malo y me tiene todo el día trabajando —contestó  Manuel sonriendo y besando a la pequeña en las mejillas.

—Tú sabes que eso no es verdad —dijo Silvia descolgando a Natalie del cuello de Manuel para poder darle ella también dos besos—. Me alegro de verte. —Le peinó cariñosamente el pelo—. ¿Vas a presentarme a Lucero?

—Mamá —dijo Alicia, la mayor de las hijas de Santi—, no entiendo lo que decía papá de la cara de idiota de Manu. Yo lo veo igual que siempre.

Manuel se sonrojó, y para intentar ocultar un poco la vergüenza que sentía, se agachó delante de Alicia.

—¿No vas a darme un beso? —le preguntó a la causante de que todos lo llamaran «Manu».

—Claro. —La niña lo besó cariñosamente—. ¿Te vas a quedar a dormir?

—Si a tu madre le parece bien. —La despeinó un poco.

—A su madre le parece bien —contestó Silvia.

—¿Podremos jugar a los piratas? —preguntó Alicia, ansiosa.

—Por supuesto.

La niña, satisfecha con la respuesta, cogió a su hermana pequeña del brazo y echó a correr hacia el cobertizo que hacía las veces de barco pirata. Lucero había observado toda la escena fascinada. Le encantaba ver esa faceta dulce y cariñosa de Manuel, le daba esperanzas. Si era capaz de ser tan amable con unas niñas pequeñas, tal vez lograría que confiara en el amor.

—Lu —Manuel le acarició el brazo—, me gustaría presentarte a Silvia, la mujer más valiente del mundo, la esposa de Santi.

—Manuel, no digas tonterías —lo riñó cariñosa—. Estoy encantada de conocerte, Lucero.

—Lo mismo digo. Tienes unas hijas maravillosas.

—No te dejes engañar, son malísimas —dijo sonriendo—, aunque creo que gran parte de culpa la tiene Manuel. Cuando eran más pequeñas, él solía pasar mucho tiempo aquí. —Silvia se calló y recordó cómo se había quedado Manuel después de la muerte de su padre, y cómo Santi  lo había obligado a vivir con ellos durante un tiempo. Se pasaba los días casi sin hablar, y las noches al lado de la cuna de Alicia, como si viéndola dormir pudiera combatir la pena que lo abrumaba—. En fin, podrás verlo por ti misma esta noche, cuando los piratas nos ataquen. —Ante la mirada perpleja de ambos añadió—. Vamos, voy a enseñarle su cuarto.

—¿Nuestro cuarto? —preguntó Manuel tropezando con la bolsa que había sacado del maletero. Lucero  no sabía dónde mirar.

— Manuel Mijares, ¿vas a insultar mi inteligencia diciendo que quieres cuartos separados? —dijo Silvia desafiante.

Manuel no contestó, pero  Lucero sí lo hizo.

—No creo que Manolo sea capaz de articular una palabra, pero yo sí. Tienes razón, Silvia, una habitación es todo lo que necesitamos. Bueno, no todo, pero basta para empezar.

— ¿Manolo? —repitió Silvia, curiosa—. Me gusta, y también me gustas tú, Lucero . Ya era hora de que Manu recordara que tiene corazón. Es por aquí.

Manuel continuó mudo, pero cogió la bolsa y siguió a Silvia hacia el interior de la granja.

—Esta habitación es la que solía ocupar Manuel  cuando pasaba largas temporadas con nosotros. El año pasado decidí redecorarla, espero estén cómodos, y en esa puerta está el baño.

—Es perfecta, Silvia, gracias —contestó Lu mirando las vistas desde la ventana—. Me encanta este lugar.

La mujer sonrió.

—Los dejo para que se instalén —dijo. A continuación abrazó a Manuel y le susurró de modo que Lucero no pudiera oírlo—: Cuando recuperes la voz, me gustaría que me contaras cómo has logrado que una chica así se enamorara de ti.

—No tengo ni idea —respondió él devolviéndole el abrazo.

—Los espero en la cocina —se despidió Silvia al salir de la habitación—. Supongo que Santi  ya habrá regresado de correr, y que las niñas estarán ansiosas por jugar contigo.

Lucero y Manuel  se quedaron solos. Ella seguía mirando por la ventana, le fascinaba el paisaje, parecía una escena de Orgullo y Prejuicio.  Manuel abrió la bolsa y empezó a guardar la ropa en los cajones de la cómoda, como si fuese algo que hubiera hecho miles de veces.

—Es precioso —musitó Lu.

Manuel seguía ordenando la ropa.

—¿Estuviste mucho tiempo aquí?

—Bastante —respondió él escueto sin dejar de hacer lo que hacía.

—¿Cuándo? —Lucero  insistió sin darse la vuelta, deseando con todas sus fuerzas que Manuel confiara en ella.

Él dejó de moverse por la habitación, se sentó en la cama y se pasó nervioso las manos por el pelo.

—Cuando murió mi padre. —Tomó aliento—. Creí que me iba a volver loco. De no haber sido por Santi y Silvia, no sé si Nana hubiera podido consolarme. ¿Sabes qué fue lo peor de todo?

Lucero se dio la vuelta y se sentó a su lado en la cama.

—¿Qué? —Ella entrelazó sus dedos con los de él.

Manuel cerró los ojos y bajó la cabeza.

—Saber que yo no había sido suficiente.

Lu no dijo nada y esperó a que él decidiera o no continuar.

—Cuando mi madre se fue, mi padre empezó a beber. El cáncer fue únicamente el último golpe. Durante años, él se había encargado de acabar por sí solo con su hígado y con parte de sus pulmones. —Respiró hondo—. Nunca logré convencerlo de que dejara de beber. —Cerró los ojos—. Igual que nunca logré convencer a mi «queridísima» madre de que aceptara verlo. —Levantó la cabeza—. No sé por qué te estoy contando esto. Al parecer, tengo tendencia a decirte cosas que nunca le he dicho a nadie antes. —Le soltó la mano y se puso de pie.

—Yo tampoco lo sé, pero me gusta que sea así —replicó Lucero acercándose a él. No tenía intención de permitir que se arrepintiera de haber compartido esos sentimientos con ella, así que le acarició suavemente la mejilla—. ¿Vamos a buscar a Silvia y a las niñas? Estoy impaciente por ver qué es eso de jugar a los piratas.

Lucero iba a abrir la puerta de la habitación cuando Manuel le puso una mano en el hombro y la obligó a darse media vuelta. Unos escasos centímetros los separaban y él buscó sus labios con suavidad. Fue un beso dulce, lento. Mientras, con las manos le acariciaba la cara, como si quisiera grabarse en el tacto de sus dedos la forma de sus facciones. Manuel no sabía muy bien qué le estaba pasando, pero sí sabía que necesitaba recordar su sabor, recordar que aún era capaz de sentir y, al parecer, sólo Lucero hacía posible ese milagro. Ella le acariciaba la espalda, parecía entender lo que estaba pasando, y con sus labios y su cariño quería que él se sintiera tranquilo, feliz. Los dos se abrazaron con fuerza, sus lenguas no dejaban de acariciarse, sus corazones latían acelerados al unísono;  Manuel deslizó una mano por debajo del jersey de ella para sentir su piel. Entonces, poco a poco, fue bajando la intensidad del beso y, con los ojos aún cerrados, apoyó su frente contra la de Lu. Se apartó unos centímetros de ella y le colocó detrás de la oreja un mechón de pelo.

—Vamos, te enseñaré a jugar a los piratas.

Les dejo este capítulo por aquí, quiero avisarles que estaré creando más historias, me entretengo mucho escribiéndolas cuando estoy en tiempo de clases, sirve para despejar mi mente y desestresarme.

Les recuerdo que hoy también hay Capítulo de LFDL va a estar buenísimooo.

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