El tiempo se escurrió entre los finos dedos de la princesa de Vreoneina.
Después del aniversario de Mavra ella, junto a Benedict, conmemoró el tiempo que estuvo a su lado frente al inmenso lago de Maragda.
No hubo un solo día invernal que no viera más allá de su ventanal, al frío paisaje, solo para recordar a su tan querida caballero.
El tiempo pasó, y aunque no le parecieron eternos los días, sabía que su existencia a cada segundo se apagaba más, sabía que cada hora desperdiciada ya nunca se podría recuperar jamás. La princesa retrató a su guardiana incontables veces, poco a poco su imagen se pintaba en el olvido y a Dabria le afectaba.
Sus tres soldados la alentaron a no quedarse atrás, a no quedarse enterrada entre la arena áspera del dolor, con simples palabras como: «Pronto regresará». Pero los segundos pasaban, se formaban los minutos, después las horas y aun así la caballero nunca apareció.
A veces Dabria recaía en su tristeza, extraordinariamente profunda, y eso conllevaba a alterar su día a día. Ya no disfrutaba los manjares del chef, el fiel y cansado mayordomo se fue de su lado, su tío cargaba con una pena muy grande, sus padres controlaban el más grande de los imperios, sus amigos de la infancia se volvieron los mejores guerreros y ella se quedó con nada.
La princesa se llegó a encerrar días y días, casi hasta alcanzar la semana, por no poder confrontar la realidad. En su mente persistían dos pensamientos: «¿Dónde está?» y «No quiero llegar al trono», simples preocupaciones con trasfondos oscuros y perversos.
Decayó muchas veces, se arrepintió incontables veces y maldijo a su padre en todo momento por llevarla hasta ese punto de destrucción.
Estaba sola pero acompañada por varias personas, se sentía vacía pero estaba llena de cosas vitales para poder vivir, parecía enferma pero nunca lo estuvo y es por eso que comenzó su entrenamiento. Por todas esas y muchas más razones desde joven exploró lo que es el arco y la flecha al lado de Asmodeo, aprendió esgrima junto a Émile y por los hermanos Borbone comprendió lo que es defenderse.
La princesa se preparó para olvidar el dolor que le traía la pérdida de a quien más quería siendo tan pequeña.
Con tal de que nunca la vuelvan a apartar de su lado, la princesa de Vreoneina, aprendió el arte de la guerra.
Siglo XVIII, 1709, 08 de marzo.
Dabria V. Vujicic Cabot
Por estos meses la oscura noche desaparece muy temprano, la luz clara del día me despierta y me avisa suavemente que ya es hora de alistarse.
Me senté sobre mi cama y observé mi alrededor atentamente, como si no lo hubiera hecho ya un centenar de veces, con tal de encontrar a una persona más allí. Lo hago con la esperanza de que mis ojos soñolientos algún día choquen con una sonrisa de hojalata que los deslumbren hasta estar bien despiertos.
Un día más en mi vida, alejada de la monarquía, sin la presencia de su calor.
Me vestí con las prendas que utilizan en el cuartel de Cos d'or y arreglé mi recámara, esta es más pequeña, a comparación de la que tenía antes, pero es cómoda.
Abrí la ventana y me escurrí fuera silenciosamente, ya no existía una inmensa altura entre la tierra y mi balcón como antes, ya nada es igual.
Aseguré el bolso de cuero a mi espalda y caminé hacia el lado contrario del castillo; mi rutina diaria para poder llegar al cuartel consta de utilizar el camino que define el fin del territorio que le pertenece solo a los monarcas con tal de que no me vean, troto para calentar mi cuerpo y en cuanto llego a la entrada del cuartel mis viejos amigos del alma me esperan afuera.
—¡Dingo apúrate! —me grita Asmodeo.
Me escabullí entre varias carretas y me detuve frente a ellos.
—Émile sigue adentro, en unos momentos sale —me comenta Nazaire.
Maël me observó y me regaló una sonrisa al notar mi respiración agitada. A un costado, lejos de nosotros, una figura oscura se abrió pasó entre la densa niebla que se creaba más allá del cuartel.
Asmodeo frunció el ceño al notar una presencia desconocida, Maël se paró frente a mí y todos observamos atentamente la figura lenta. Mi corazón agitado palpitaba más rápido a medida que la sombra se acercaba; no es grande, como cualquier soldado en el cuartel, su ropaje nunca lo había visto antes y no es algo que usen aquí.
—Atrás... —susurra Asmodeo cuando la figura entró a un radio considerable lejos de nosotros.
Nazaire me tomó de un hombro y me hizo retroceder lentamente. Mi corazón subió hasta mis oídos, mi respiración agitada se escuchaba clara entre todo el silencio y mi aliento se veía pálido entre el viento congelado.
—¿Qué hacen afuera? —pregunta la persona en un tono grave.
Se quitó sus garras pesadas de telas oscuras y frente a nosotros quedó un hombre.
—Ah, sargento, nos asustó —espeta Asmodeo en un suspiro, destensando su cuerpo caliente.
—Vamos a entrenar, estamos buscando nuevas estructuras de entrenamiento para mejorar la fuerza sin obtener volumen en el cuerpo —le responde Nazaire a su pregunta anterior.
—Suerte, porque el ejército ya está muy tronco —le dice bromeando.
Los tres se rieron y yo me uní después de no encontrarle gracia a semejante problema. El sargento se despidió y en cuanto entró al cuartel salió Émile.
—Buenos días, princesa —me saluda en voz baja el joven de ojos azules.
—Dingo —lo corrige el tosco Asmodeo—. Aquí ella no tiene tiara ni corona, se va a revolcar en la sucia tierra como nosotros y eso no es de la realeza.
Émile lo miró con un semblante vacío pero hostil y con ello solo refleja elegancia. Observé al joven maestro en esgrima y negué con la cabeza para que lo ignorara.
—¿Con quién me toca, Diablo? —le pregunto a Asmodeo.
—Conmigo —canta alegre.
Los hermanos Borbone suspiraron y Émile torció sus labios ante la respuesta.
En seguida nos encaminamos a una arena abandonada no muy lejos del cuartel, esta es una de las creaciones repentinas por parte de los reyes cuando los juegos se llevaron a cabo en Vreoneina. Se requerían espacios de entrenamiento y alojamiento en aquel entonces, pero ahora solo queda el olvido de lo que fue una catástrofe para mí.
Mientras mis compañeros alistaban el equipo que utilizaríamos para entrenar yo divisé lejos como se alzaba una torre de entre el bosque frondoso, el rey personalmente ordenó su construcción y realmente no tengo ni la menor idea de qué es o para qué fue creada.
Dejé mi bolso en el suelo, junto a todas las cosas que ellos traían y seguí a Asmodeo al centro de la pista.
—¿Calentaste? —me pregunta.
—Sí, no siento el frío.
Antes de comenzar el encuentro alcé la vista y miré aquella torre abandonada con nostalgia, está siendo remodelada pero en aquel entonces, cuando aún era muy pequeña, la encontraba inhabitada.
—Pobre joven Dabria —espeto en un susurro lleno de melancolía al recordar cuánto lloré su despedida.
Siglo XVIII, 1702, 10 de julio.
—Mavra... —Se escucha un lamento lejano.
La pequeña princesa lloraba por su caballero en la cima de una torre olvidada, hace unos días se había cumplido un año desde su pérdida y su corazón no podía aguantarlo.
—Mavra... ¿Por qué...? —Llora con el peso de la angustia.
Gimoteaba y se quejaba en voz alta con tal de que el mundo supiera de su profundo dolor; después de tantos años a su lado, cuando por fin se percató de sus sentimientos por ella se la arrebataron de entre sus brazos.
La princesa gritó desde lo profundo de su pecho, maldijo al universo y al destino, aquel que Mavra hizo con quien se encariñara por haber cruzado sus caminos, solo por desgarrar su corazón.
—¡¡Yo la quería tanto!! ¿¡Por qué!? ¡He cambiado! ¡¡Me he arrepentido de todo y me he disculpado!! —le grita la princesa al cielo— ¡¡¿Acaso no puedo tener tu perdón?!! —le pregunta desesperada a un dios.
La pequeña ya no es como antes, ya no se rebela ante la monarquía, ya no piensa con superioridad ante todos, ya no se enorgullece de su sangre y aun así, después de suplicar por el perdón de sus acciones, se quedó con nada.
—¡¡¡Ya no quiero seguir aprendiendo esta lección!!! —grita con todas sus fuerzas para caer sobre sus rodillas, rendida, lastimando su suave piel por su melancolía—. Quítame todo, usurpa mi vida pero no ella... No me arrebates a ella...
La princesa pereció sobre su dolor esa noche, escapó un día entero de la realeza con tal de poder desquitarse con una figura en el cielo inmenso por haberle quitado a la persona que más quería en su niñez.
Ese día solo estaba Dabria, llorando por Mavra, sobre una torre abandonada.
Siglo XVIII, 1709, 08 de marzo.
2:39 P.M.
—Levántate —me pide Asmodeo.
—Me duele —le digo a duras penas, sin aire en mis pulmones.
—A mí también me dolió, Dingo, levántate.
Enterré la punta de la espada en el piso y me levanté con apoyo de esta, usándola como si fuera un bastón viejo que mi mano llevaba moldeando a su gusto por los años.
—El enemigo no va a esperarte, si te cansas ahora es lo mismo a entregarte para que te maten —me comenta, alzando su espada contra mí.
—No estoy cansada, dije que me dolió. —Levanté mi espada y en el instante que toqué la punta de la de Asmodeo el encuentro comenzó.
Golpeó dos veces mi defensa, buscó ángulos para atacarme y pequeños orificios por donde penetrar pero no se lo permití. Avancé dos pasos mientras atacaba su guardia sin piedad, descubrí un costado y en cuanto su espada fue directamente a ese espacio avancé más. Acorté la distancia entre nuestros cuerpos y con ello deslicé el filo de la espalda bastarda detrás de su cuello.
—Te gané, Diablo —le recuerdo, en la cara, con una inmensa sonrisa.
—Menos hablar y más pelear —me responde, palmeando con su espada mis costillas—. Tocamos al mismo tiempo, Dingo, quiero más velocidad.
Nos separamos a la par e iniciamos otro encuentro.
Esta vez tomé la iniciativa, avanzaba sin compasión con tal de que él perdiera su postura. Me atacaba pero utilicé mi tamaño en su contra. Me deslizaba entre su filo indefenso, atacaba constantemente y no me alejaba, no podía permitirle respirar.
Asmodeo gruñó por mi técnica cercana y dio un brinco largo hacia atrás, me deslicé por la tierra arenosa y en cuanto puse la punta de mi espada en su abdomen él me golpeó el brazo con su filo falso.
—¿Crees que tu brazo aguante el último golpe desesperado de un soldado? —me pregunta en un tono preocupado y molesto—. ¿Qué te hemos dicho? Hasta que no le arranques la cabeza por completo el cuerpo humano tiene la posibilidad de dar un ataque más, solo uno antes de morir, y ese es el más letal.
—Ya, ya... Ya no lo pasaré por alto.
—Son más grandes y fuertes que tú, Dingo, tienes que apegarte a las reglas que te compartimos si realmente quieres sobrevivir —me dice ahora más preocupado que molesto—. Resiste, persiste y...
—Ataca —lo interrumpo para finalizar su frase.
Me reincorporé en mi lugar y cerré los ojos un momento, esta es la forma en la que impregno en mí los aprendizajes que estos hombres me ofrecen, es mi estilo, es como brindo paz a todos mis pensamientos. Solo necesito un momento.
—Vamos a la enfermería, espero que tu tío esté ahí —habla el Diablo.
—¿Por qué? —les pregunto a todos.
—No sé, ¿quizás porque tú brazo se va a caer? —me dice burlón—. Mis golpes son mortales —alardea sonriente.
Le eché un vistazo a mi brazo izquierdo y tembló mi vista.
—Merde —exclama Émile en cuanto mis músculos se debilitaron.
Su rostro distorsionado frente a mí me generaba sensaciones repugnantes en el cuerpo, quería expulsar todo lo que mi estómago había ingerido ayer pero nada salía.
—¡No te desmayes, Dingo! —me grita Asmodeo, quien se acercaba estrepitosamente.
—Me voy a desmayar —les advierto con la voz débil.
Émile me dejo suavemente en el piso mientras yo intentaba enfocar su mirada, veía cientos de ojos azulados, mi cabeza pesaba demasiado y la presión no me ayudaba. Luces verdes y moradas, se volvía oscuro y después salía el sol.
Alguno de los cuatro me cargó sobre sus hombros y me llevó trotando hacia algún lugar mientras yo escupía y eructaba pero no salía más que agua clara.
—¡Aprieta tu brazo, Dabria! —me ordena Asmodeo.
—No es posible que pueda reconocer tu voz en este estado de casi inconsciencia... —le respondo incrédula con las pocas fuerzas que me quedan.
—¡¿Si ese fuera el brazo de Mavra qué harías?! —me pregunta sin aliento.
Miré mi brazo y la debilidad me ganaba, ver esa apertura en mi piel, mi carne expuesta, toda la sangre.
Expulsé un batido anaranjado sobre las nalgas del Diablo y en cuando me limpié la boca con mi antebrazo sostuve la herida firme. Me quejé en voz alta y maldecí al imbécil este por lo que me hizo.
—¡¿Cómo hiciste esto?! ¡¡Ni siquiera tienen filo!! —exclamo molesta, gruñendo por el dolor.
—¡Aguanta, Dingo!
Entramos al castillo por un ventanal inmenso, sentí como Asmodeo dudó varias veces sobre qué camino tomar pero al final recordó cómo funcionaba este lugar. Dimos con la enfermería y para nuestra mala suerte no estaba mi tío.
—Te voy a matar —lo amenazo en cuanto me lanzó a la camilla.
—Mejor dime qué necesitas.
—Alcohol —le pido—. Tus mendigas espadas oxidadas, viejas, buenas para nada van a hacer que me corte el brazo.
—Si se te cae yo lo quiero, eh, sería un buen adorno para mi cuarto —me dice burlón, entregándome un frasco de vidrio.
—Aprieta la herida —le ordeno.
Usó sus dos manos para juntar la división en mi piel mientras yo abría la botella, antes de verterla le pegué un buen mordisco a su antebrazo y en cuanto el líquido tocó mi piel clavé mis colmillos en la suya.
—¡Esta cría! —se queja en voz alta antes de maldecir.
Grité contra su brazo por el ardor inmenso, derramé lágrimas y me ahogué en mi dolor. Me dejé caer sobre la camilla sin fuerza alguna y Asmodeo con agilidad tomó el frasco antes de que comenzara a esparcirse por toda la tela.
—¿Cuánto hilo neces...
—¡¿Qué están haciendo?! —interroga mi tío al fantasma.
Miré un ángel detrás de él y me reí.
—Te embrujaron —le digo entre risitas soñolientas al hombre despeinado.
—¿Qué le pasó a Dabria?
—Le abrí el brazo, ya lo desinfectamos y ahora falta suturar —le responde Asmodeo.
—No, no, no.
Mi tío vino hasta mí y presionó con una tela blanca mi herida, puso fuerza y yo grité del dolor.
—Primero tienes que detener el sangrado —le explica preocupado a Asmodeo.
En cuanto le dijo esas palabras su semblante cambió a uno más realista, ya no andaba con juegos, realmente se sentía culpable y estaba cabizbajo.
Mi tío se encargó de limpiarme y suturarme, pero no pude ver con claridad el proceso porque las arcadas me hacían voltear al otro lado.
Me dejé caer en cuanto terminó, relajé mi cuerpo y mi mente, me dejé llevar y en una esquina de esta enfermería encontré una vieja flor morada que años atrás pintaba tonos azulados tan oscuros como el lago de Maragda.
***
—Estoy bien —le informo al Diablo.
—Discúlpeme, princesa.
—Estos niños —refunfuña mi tío—. Si no puedes soportar la sangre no estés haciendo esas cosas, Dabria.
—¿Qué hago para contrarrestarlo?
—Es muy difícil, tienes que estar constantemente expuesta —me responde mientras guarda las cosas en su gabinete—. Yo también era como tú... Con solo ver una gota roja sentía que mi mundo explotaba.
—¿Por qué pasa eso?
—Es como un temor, pavor, hacia el interior del cuerpo humano. Por cómo se ve quizá, sinceramente nunca comprendí la razón, pero si te mentalizas con que eso eres y eso serás el miedo disminuye —me explica dudoso—. Tienes que comprender que es vital, que sin ello no estarías aquí, que es necesario y temerlo va en contra de tu vida.
—Es cierto —habla Asmodeo—, si llegaras a lastimarte no serías capaz de hacer algo al respecto y muy probablemente mueras.
Mi tío le lanzó una mirada espeluznante, Asmodeo encogió sus hombros, y suspiró con pesadez.
—Aprende lo básico Dabria, si lo logras serás capaz de vencer tu miedo, si no puedes hacerlo ríndete, es difícil ir contra la mente o el corazón —me declara, arreglando sus cosas en su maletín de madera.
Recordé lo que me dijo Asmodeo en el camino, ¿qué haré si es Mavra o alguno de ellos? ¿Seré capaz de salvarlos? Siquiera de ayudarlos...
—Enséñame —le pido, levantándome de la camilla por la ráfaga de seguridad que recorrió mi cuerpo—. Estoy de acuerdo con ustedes, y más como princesa, mis conocimientos en ese ámbito no pueden ser suprimidos o interrumpidos por mi temor.
—¿Estás segura? —me pregunta mi tío, volteando a mirarme con esos ojos opacos por la melancolía.
—Sí, tío, por favor.
Me regaló una media sonrisa forzada y suspiró.
—Mi niña... también un día se acercó a mí con esa determinación, estaba decidida a aprender...
—Lo hago por ella —espeto adolorida—. Quiero ser capaz de protegerla.
Su espalda se tensó, permitiendo que los reflejos del sol dentro del salón golpearan sus canas hasta hacerlas brillar platinadas. Cerró su caja de madera apresurado, antes de retirarse suspiró profundamente y se despidió de nosotros.
—Sé que lo harás, yo también pienso hacerlo pronto.
Se encaminó fuera y observé a Asmodeo, en cuanto terminó de reverenciarse me lanzó una miradita de sospecha.
—¿Pronto? —repite extrañado en voz alta.
Apreté mi puño izquierdo hasta sentir las suturas tensarse. No pienso recaer, tengo que llenarme de furia, tengo que odiar al rey por quitarme lo más preciado de mi vida y no llorar por ello. Es mi fórmula de superación.
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Dato importante/curioso:
• El dingo es un canino de tamaño medio que posee un cuerpo delgado y resistente adaptado para la velocidad, la agilidad y la resistencia. Las tres principales coloraciones del pelaje del dingo son rojizo claro o marrón, negro y marrón, o blanco crema. El fósil de dingo conocido más antiguo, hallado en Australia Occidental, data de hace 3.450 años. Sin embargo, análisis genómicos indican que el dingo llegó a Australia hace 8.300 años, pero la población humana que lo trajo sigue siendo desconocida.
("Dingo" es el apodo que se le dio a Dabria para cuando no se le pueda referir como princesa, esto solo entre sus compañeros cercanos)
• La hematofobia se define como un tipo de fobia caracterizada por la presencia de conductas de escape y/o evitación ante lugares, objetos y situaciones relacionadas con la visión de sangre, agujas y heridas, por el temor al desmayo y, en casos extremos, a la pérdida del conocimiento. (Dabria presenta esta fobia y Dante también la tenía)
• Del latín científico -phobia, del griego antiguo -φοβία (-phobía, "temor").
• No me fue posible agregar esta palabra a la historia ya que según documentos analizados, la palabra fobia aparece por vez primera en inglés (phobia) en The Columbian Magazine, en una sátira escrita por el médico y político estadounidense Benjamin Rush (1746-1813), en donde, de manera humorística escribe sobre la "Home Phobia", según él, 'el miedo que experimentan los hombres que caminan de su casa a la taberna'. Pero sería más bien el miedo de caminar a casa de la taberna por el terror a sus esposas furiosas, ¿no? 😂
• Del francés medio merde ("mierda"), y este del francés antiguo merde ("mierda"), del latín merdam ("mierda").
Fotografía del tablón:
"Princesa de la caballero" por Red B.