El grupo de veinte universitarios y su profesor voló en avión desde el Terminal Internacional Maiquetía hacia el aeropuerto Juan Pablo Pérez Alfonso en El Vigía. A las afueras del terminal los esperaba un bus expreso de color blanco con franjas verdes.
María José y Camila buscaron asientos juntas a la derecha y Gregory se sentó a la izquierda con Gigi Santos, una chica tímida y misteriosa que no le gustaba mantener ninguna clase de conversación con nadie, excepto con su novio Brandon, un chico aún más sombrío que ella con fama de toxicómano y casanova, pero él no había podido asistir y a Gregory no le extrañó que su compañera de asiento enmudeciera todo el viaje.
El profesor les advirtió que tardarían unas tres horas en llegar al parque y después de destapar una botella de cerveza despareció en el asiento del copiloto.
—¿Esa era tu cerveza, verdad? —Preguntó con tono burlón Ana, una chica de pelo teñido de rubio a su novio Juan que estaba sentado a su lado.
—La rata esa me revisó el bolso y me la quitó —respondió Juan con más cara de diversión que de preocupación—. Pero no importa, no vio la botella de macondo —sonrió.
—Escuchen esto —dijo Orlando, un joven enjuto que leía un chat en cadena que había llegado a su celular—. Hoy es el solsticio de verano y los espíritus adquieren el poder de caminar entre nosotros, hasta media noche, estaremos rodeados de muertos que no podremos ver y que tal vez quieran comunicarse.
—¡Qué estupidez! —comentó Ana.
—No me digas que crees en eso, Orlando—le dijo un amigo que tenía al lado.
—Es solo una broma —intentó disimular que lo había creído— ¿espíritus entre nosotros? Bah. Ni siquiera creo que existan.
María José no escuchó nada de esto, oró mentalmente mientras pasaba los largos y oscuros túneles de El Vigía hasta que el calor se volvió frío. Habían llegado a la ciudad de Mérida y las grises calles de El Vigía fueron reemplazadas con las espaciosas áreas verdes y las grandes casas de prósperas urbanizaciones que abundaban en Mérida. En esa ciudad, la gente caminaba orgullosa de su clima fresco y sus plazas mágicas, de sus cafés repletos de artistas, de los cuadros que se vendían en sus aceras, de los hippies que ofrecían sus artesanías y de la energía juvenil que irradiaban los estudiantes de su ilustre universidad.
Para cuando la urbe quedó atrás y se internaron en la carretera trasandina, María José soltó un suspiro y le tomó la mano a Camila. ¿Cómo podía temerle a un lugar tan hermoso? Las enormes montañas escarpadas resguardaban el verde paisaje como guardianes celosos y los largos trechos de terreno yermo palpitaban con la vida de sus sembradíos de lechuga, papa y hortalizas.
—Mira Camila, puro monte, lo que te gusta comer —dijo Gregory burlándose de su dieta vegana. Camila le respondió con una mirada asesina.
—Mejor busca tu muerte natural —le dijo jugando y continúo viendo los majestuosos andes.
Ríos y riachuelos serpenteaban de un lugar a otro, sus aguas cristalinas eran recortadas por enormes piedras blancas como la nieve y las casitas de bahareque, que de vez en cuando se dejaban ver, parecían sacadas de un cuento de hadas.
—Disfruta el paisaje, Mari —le recomendó Camila—. No ves nada parecido en la capital.
María José se limitó a sonreír, estaba nerviosa y había aguantado las ganas de ir al baño la mitad del recorrido, esa era la única razón por la que quería llegar rápido.
Se sintió aliviada al divisar la entrada del Parque, un imponente arco de piedras que el bus no tardó en traspasar. Se detuvieron en un puesto de estacionamiento y los universitarios salieron del vehículo emocionados.
Un vendedor ambulante se les acercó, era tuerto y su tez morena era surcada por largas arrugas. Ofreció venderles fotografías del monstruo de la laguna y llaveros de recuerdo, al notar a María José se le aproximó y le dijo muy de cerca.
—Una niña pelirroja desapareció en esta Laguna hace diez años. Esa niña fue tragada por el monstruo que vive bajo la laguna Mucubají. ¡Cómprame un llavero y estarás protegida contra los horribles Encantos! ¡Anda! Y no serás víctima de ningún monstruo. Son solo diez bolívares.
—Creo que esa niña soy yo —respondió María José y sus amigos la rodearon curiosos—, hace diez años me perdí durante un terremoto y reaparecí un mes luego en la orilla, sin memoria de lo que me había ocurrido.
—¿Usted? —Preguntó sorprendido— ¡Debe estar loca por volver justo hoy! ¡Muy, muy loca!—le entregó una imagen apresurado— La necesitarás.
El vendedor se alejó gritando a los cuatro vientos: está loca, está loca... Los jóvenes rieron del hombre y acorralaron a María José en preguntas que ella no era capaz de responder. Luego el profesor se colocó a la cabeza y anunció que caminarían hacia La Laguna Negra y allí podrían hacer todas las fotos que quisiesen.
María José dio un vistazo a la imagen que le había entregado el anciano, era una tarjeta alargada con la pintura de un tiburón asomándose en la laguna y en el revés tenía una oración religiosa escrita. La chica no pudo leerla porque Gregory la distrajo con sus mofas:
—Estás muy, muy loca por volver —Gregory remedó al anciano y agitó las manos— ¡Loca, loca!
—¡No la molestes, bocón! —Dijo Camila en juego mientras María José reía y se guardaba la imagen en un bolsillo del pantalón—, espera que lleguemos a la laguna para que veas cómo te echo a los monstruos.
—¿Me echarás con los tuyos? —Gregory le lanzó un beso.
—¡Qué tonto eres! —disimuló una sonrisa.
Pasaron al lado de la laguna Mucubají y cuando llegaron al centro turístico, el profesor les recordó a sus estudiantes que la excursión podía durar una hora. Luego les señaló la casita de baños para que fueran si estaban urgidos y no interrumpieran el viaje.
Solo María José se dirigió al baño. Camila la vio alejarse y perderse en la casita blanca y le causó gracia que su amiga hubiera sido la única persona urgida, pero rió por muy poco tiempo, María José regresó casi de inmediato, como si se hubiera dado la vuelta y retornado en la primera esquina.
—Esto debe ser un record de tiempo—se mofó Camila—. ¿De verdad fuiste?
María José le dedicó una efímera sonrisa misteriosa y no le respondió. Camila no pudo adivinar lo que había querido expresar con ese gesto y mientras continuaron el camino empedrado no podía despegar los ojos de ella, su mirada estaba suspendida en el vacío y el talante pétreo como el de una gárgola. Camila tuvo la extraña idea de que María José había se había convertido en una piedra y que si la golpeaba, se le quebrarían los nudillos.
—¿Estás bien? —Le preguntó y ella le continuó sonriendo de esa manera misteriosa y enmudecida.
Descendieron por largo rato un camino franco que a la derecha exhibía una llanura de grama verde, frailejones orlados con flores amarillas y pedazos de tierra descubierta. Muy a la lejanía, la carretera trasandina se veía abismalmente pequeña y los autos que la transitaban parecían de juguete. A la izquierda se elevaba una montaña con pinos Caribe que más tarde dejaron atrás.
Gregory se les había unido a cuatro muchachos que charlaban a cerca del último partido de béisbol. Camila sintió la necesidad de hablar con él sobre el comportamiento insólito de su hermana, pero antes de hacerlo, la abordó Fedro Castillo, un chico de pelo castaño que estaba acostumbrado a llamar la atención de las chicas haciéndoles bromas que ellas no entendían, esta vez, se estaba comiendo un frasco de mayonesa con una cucharilla plástica.
—¿Quieres probar? —Fedro le ofreció la mayonesa.
—No te pases —exclamó al borde de la risa. Aunque algunas muchachas se molestaban, a Camila siempre le hacían gracia sus ocurrencias—. Eres un enfermo —le dijo en broma.
Fedro le susurró al oído que no era mayonesa de verdad, sino yogurt.
—Prueba un poco y sígueme la corriente. Rosa y Laura nos están viendo y les aseguré que te convencería de comer mayonesa conmigo.
—No, gracias —respondió amablemente.
—Anda, no seas aburrida —le dijo con tono suplicante y a la vez juguetón.
—Te dije que no, Fedro —dijo con mayor severidad pero sin dejar de ser cordial.
—¡Solo es yogurt, te lo prometo! —Insistió impaciente.
—¿Sabes de dónde viene el yogurt? —Le preguntó con voz que parecía calmada pero que en realidad ocultaba su furia.
—¿De la vaca? —Respondió Fedro dubitativamente, le pareció una respuesta tan sencilla que dudaba que fuera correcta.
—Sí, de una vaca —Camila empezaba a drenar su molestia—. Una vaca que fue embarazada artificialmente. Una vaca que fue separada de sus crías para luego instalarle máquinas en las ubres y extraerle la leche desconsideradamente hasta que enfermó. Pobre vaca, su estado físico se habría descompuesto al punto que no podría ni siquiera mantenerse sobre sus patas y después de unos tres o cinco años de sufrimiento, la asesinaron para obtener carne de hamburguesas, claro, la de peor calidad —exhaló un suspiro de rabia que casi parecía un rugido—. No, gracias, quédate con tu yogurt.
Fedro sintió náuseas, tapó el frasco y se lo metió en el bolso sin emitir una sola palabra.
—Qué forma de bajarle a uno los ánimos —tomó un respiro y pensó que esa era una historia excelente para contar a Rosa y Laura y dejarlas atónitas—. ¿Cómo dijiste que empezaba el sufrimiento de la vaquita? Ah, ya, primero la embarazaban sin que disfrutara de un buen toro encima y después la separaban de sus pobres crías.
Camila lo miró consternada mientras él se daba vuelta y caminaba hacia las dos chicas fingiendo congoja.
Más tarde llegaron a La Laguna Negra, era pequeña y tan lúgubre como profesaba su nombre. Los jóvenes se acercaron y empezaron a tomarse fotos.
—¡Dime algo María José! —Le rogó Camila, inquieta, ya no soportaba ese muro de silencio— ¿te pasa algo?
Apareció Gabriel, un chico alto y moreno que era el hijo de los pastores de la iglesia a la que asistía María José, ambos formaban parte del Ministerio de Adoración y se veían casi todos los días.
—Tómate una foto conmigo —le dijo a María José tomándola suavemente de un brazo, tenía en su mano el celular y se lo pasó a Camila para que ella le hiciera el favor de capturar el momento.
Ninguno de ellos notaba lo que le estaba ocurriendo a Ciara Castillo, una muchacha gruesa y hermosa de largos cabellos castaños que le encantaba intervenir en clases. En el bus se la había pasado charlando con sus amigas y evadiendo a su hermano mellizo, Fedro, pero allí, se había apartado del grupo y se había dedicado a observar las aguas de la laguna en forma abstraída y silente.
—¿Quién trajo licor para que comparta? —Villarreal alzó la voz y algunos jóvenes estallaron en risa.
Fedro, que reía a carcajadas de un comentario ofensivo que había hecho a Rosa y Laura sobre el profesor, finalmente percibió la actitud taciturna de su hermana.
—¿Qué le pasa a Ciara? —Se preguntó en voz alta y se le fue acercando.
Un poco distanciada de él, Camila se disponía a tomarles la foto a sus amigos.
—Sonríe María José —le pidió Gabriel, miraba hacia la cámara y no se dio cuenta que su amiga tenía un rostro impermutable.
Camila estuvo a punto de repetirle que sonriera, solo para ver su reacción, pero lo siguiente que observó le robó el aliento.
—Anda —insistió Gabriel—. Presiona el botón del medio, Camila.
Su hermana se quitó de un dedo un anillo de plata con forma de águila que Camila estaba segura que no le pertenecía y lo lanzó en la hierba. En ese momento se escuchó el crujir de algo chamuscándose y todos los estudiantes guardaron silencio. Gabriel sintió que la temperatura de su amiga se elevaba descontroladamente y tuvo que apartarse de un salto para que no lo quemara. Ante la mirada horrorizada de sus compañeros, María José soltó girones de humo de su tez incandescente y empezó a derretirse en espesas gotas de piel.
Alguien soltó un grito y rompió el manto de silencio. La estupefacción que embargaba a los jóvenes se volvió terror y confusión, algunos se acercaron a ayudarla, pero María José expulsaba un calor insoportable y les era imposible llegar hasta ella. Algunos otros registraron en sus cámaras aquella escena para recordar más tarde que no la estaban imaginando, les temblaban las manos, pero tenían que grabarlo, lo que estaba ocurriendo era simplemente imposible y de otra forma ellos mismos acabarían negando ese acontecimiento perturbador.
—¡María José!
Chilló Camila sintiéndose inútil, no podía hacer nada y tuvo que contener el llanto mientras veía a su hermana volverse una sustancia de piel y huesos sobre la hierba. Cuando todo pareció haber acabado y el frío del páramo reinó de nuevo, un pequeño y aterrador espécimen, parecido a un zorro y con rasgos felinos, emergió de la mezcolanza que minutos antes había sido María José y se sacudió el cuerpo para deshacerse de los restos de líquido que llenaban su pelaje plomizo.
El grolium se desplazó sobre sus pesuñas apartando con su misteriosa presencia a los muchachos que se encontraba por el camino, no tardó en alcanzar la orilla de la Laguna Negra, donde Ciara estaba arrodillada y mirando las aguas rutilantes. El grolium se zambulló y la chica lo siguió como si intentase atraparlo.
Se escucharon gritos y suspiros ahogados. Fedro se sumergió en la laguna para rescatar a su hermana y por eternos segundos no se escuchó más que el gorgoteo que despuntaba en la superficie del agua. El profesor Villarreal sintió taquicardia y con los puños apretados, dijo que buscaría a los guarda parques. Salió corriendo e intentó llegar al camino de tierra que ascendía, pero se golpeó con un muro invisible que no le permitió seguir adelante.
El cielo empezó a oscurecerse y las llamas del sol se apagaron como si el soplo de la noche se las hubiese tragado. Se escucharon los gritos de algunas chicas y los pasos de otros que se precipitaban a dejar el lugar pero que se encontraban con el mismo muro invisible que había detenido al profesor. No había salida, estaban atrapados, la barrera trasparente rodeaba toda escapatoria posible y los chicos la golpeaban con desesperación, estrellando sus nudillos trepidantes, las palmas sudadas y todo objeto o piedra que se encontraban por el camino. Era inútil, nada lograba quebrar ese poderoso e increíble obstáculo y mientras unos seguían intentando escapar, otros lloraban o se escondían tras las piedras, sin imaginar que la pesadilla apenas comenzaba.