Descansó su frente sobre el tocón podrido, con la tinta resbalando por sus dedos como lágrimas del amor perdido. La hoja amarillenta hecha una bola irreconocible se lamentaba a los cuatro vientos, queriendo liberar las letras de dolor escritas con premura. La pluma fue atrapada a causa del viento osado, pero el dueño siguió sin prestarle atención, cubierto por la oscuridad que su propio cuerpo le brindaba, y entre susurros ahogados repetía un nombre, con el tono más dulce y sufrido que podía existir. Se regaló un momento para inspirar profundo, para aclarar las ideas y abandonar los fuertes sentimientos, pero la pluma, cubierta de tinta, pidió por ser devuelta a la hoja, pues se sentía insatisfecha por tener su propósito inacabado.
—Me levantaré —tragó saliva, y observó el cálido rayo de sol que oportunamente había aparecido tras ganarle la batalla a la nube—, una vez más lo haré.
Y lo intentó, pero las cadenas negras atadas a su cuello y brazos se lo impidieron. Suspiró, aliviado, no tendría que volver a pelear, no tendría que volver a sentir dolor, no tendría que volver a abrir los ojos.
—¿Qué gano al levantarme? —se cuestionó, mirando sus huesudas manos, cubiertas de rojo y negro—. ¿Qué recompensa obtendré al sacrificarme? ¿Cuánto dolor debo de soportar para que esto termine?
Y el sol se volvió intenso, grande y cercano, como un volcán en erupción a pasos de él, sofocándole con su luz y calor, pero él no sintió nada. Volvió a la hoja, que continuaba gritando con dolor, rogando dejar salir lo contenido en ella.
—¿Estás satisfecho con mi sufrimiento? —gritó a la nada, y se sintió miserable, débil e impotente.
Los árboles se prendieron en llamas, bailando por el viento aleatorio. Levantó el rostro, quedando cegado por un breve momento a causa de los fuertes destellos. Sus ojos robaron la luz, resplandeciendo de rojo y negro, su cabello flotaba a la inversa y la piel caía de sus mejillas.
—Soy la...
Guardó silencio al ver la silueta en medio de la esfera blanca, una delgada y pequeña, vestida de blanco, con el cabello recogido y un hermoso relicario en su pecho. Había algo en ella que le hacía creer, en tener la motivación para levantarse nuevamente, pero no podía reconocerla, el velo negro le negaba la oportunidad.
Se levantó, pero las cadenas negras lo arrastraron al suelo, él peleó, resistió y consiguió ponerse nuevamente en pie, valeroso y determinante como un día lo había sido.
—Solo por una vez... por favor.
La silueta negó con la cabeza.
Inspiró, apretando los puños. Escuchó el alarido de la hoja, volviéndose hacia el pedazo de papel, lo tomó sobre sus manos y lo desdobló, mirando las letras escritas con tinta y sangre.
—No es lo que piensas —declaró al regresar su atención a la silueta, pero ella ni caso le hizo a sus palabras—. Fue algo momentáneo, no es lo que siento en verdad.
La silueta volvió a negar con la cabeza. El fuego y cenizas que invadían los alrededores pronto se convirtieron en oscuridad, en la más profunda, pero el núcleo seguía ahí, solo que opaco, titilando, advirtiendo con apagarse.
—Con el corazón guardado en mi pecho —Se golpeó con fuerza—, que es tuyo desde el momento en que te conocí, te juro que en cada aliento profeso tu nombre, entre susurros alimento mi alma con el recuerdo de tu rostro, porque tú me das valor. No hay dolor cuando estás cerca —Se quitó el colgante, colocándolo frente a su rostro—, porque estás conmigo. Por favor, por está única vez, déjame verte, solo por una vez y prometo que jamás caeré ante la tentación, me levantaré las veces necesarias y combatiré contra los propios demonios si así lo requiere mi sendero, pero, por favor...
Escuchó la negativa, un estruendoso ¡No!, que golpeó su corazón, destrozándolo en mil pedazos. Jadeó, tragando las lágrimas. Se mantuvo firme, observando la eterna oscuridad. La esfera había desaparecido, junto con la silueta.
—Te prometí que volvería —Su voz se quebró, apretando con fuerza su pecho—. Te dí mi palabra.
Abrió el relicario de plata, y el dolor se acrecentó al notar el retrato de la dama sin rostro.
Cayó de rodillas sobre la laguna de mil estrellas y eterna oscuridad, ya sin ninguna esperanza.
—Gustavo.
Escuchó a lo lejos, tan bajo como un susurro.
—Gustavo.
El tono se tornó más fuerte, pero continuaba escuchándose a lo lejos.
—¡Gustavo!
°°°
Sus ojos tardaron unos pocos segundos en aclimatarse a la oscuridad, la humedad en sus párpados le hicieron despertar más que el movimiento en su hombro, que continuaba incluso cuando ya había abierto sus ojos.
—Gustavo.
Tomó la mano impertinente y la hizo dejar su cuerpo, levantó el torso, observando a la dama de rostro preocupado, que guardó las palabras en su boca al verle cerca.
—Gracias a los dioses —suspiró aliviada.
—Dime, ¿qué sucede? —dijo Gustavo. Su corazón seguía galopando como caballo salvaje, mientras sus globos oculares mantenían el negro intenso.
—El sol ha vuelto a salir —dijo, rozando con la mano su mejilla derecha al verle con esa expresión indiferente—, y creímos lo peor.
—Explícate, por favor. —Le retiró la mano, pero ella fue más ágil al tomarle de los dedos y hacer una unión eterna.
—¿Recuerdas la noche del ataque de los lobos? —Gustavo asintió—. Desde esa noche que decidiste irte a dormir, no habías vuelto a despertar... Han pasado cinco días completos. Nos tenías muy preocupados.
—¿Cinco días? —Amaris asintió, y por la unión de sus extremidades sintió el cambio en su amado, que continuaba sin dejar que su rostro expresase lo que estaba experimentando.
Por un segundo se quedó perplejo, perdido, pero, similar a como si hubiera recibido una cubetada de agua helada, su expresión cambió, despertando del letargo que había continuado incluso con sus ojos abiertos. Su acción no fue la que la dama esperaba, ni cerca. Se deshizo del agarre y fue en busca de su objeto más preciado, aquel que compartía sitio con su corazón, solo que por la vía externa. Lo sacó de su vestimenta, creó una pequeña flama de fuego que iluminó el hueco en la tierra, con ramaje seco como techo. Abrió el relicario, observando entre ahogados suspiros el rostro de su prometida, de su señora y dueña de su corazón.
«Oh, Monserrat, amada mía, creí que no volvería a verte», pensó, y sus ojos no pudieron contener la lágrima solitaria.
Sus globos oculares retomaron su color natural.
Amaris inspiró profundo, el corazón se le contrajo y experimentó las afamadas mil puñaladas. Su orgullo le ordenó retirarse, pero su amor le pidió que esperara, que se quedará a su lado.
—Gracias —dijo al alzar el rostro—, no sé como, pero tu voz me ayudó a salir de ese infierno. Gracias. —Volvió a guardar el relicario.
Amaris asintió, con la dignidad de la <Heroína de Agucris>, aunque no podía negar del confort y calidez que su pecho experimentó al recibir el agradecimiento, tampoco podía perdonar al joven por su desatino en la toma de sus acciones anteriores.
Sin esperar respuesta salió por el agujero cercano, recibiendo la luz de la mañana en los ojos. Por el flanco derecho de la entrada se encontraba en posición imponente su buen subordinado, Guardián, y sin pedirlo cayó sobre su rodilla, bajando el rostro con extremo respeto.
—Su Excelencia —saludó, regresando a su anterior posición al recibir autorización del joven.
Ollin le asintió, y él le regresó el ademán. Meriel se acercó, y si no fuera por el título que disponía, se hubiera lanzado a sus brazos, pero guardó el decoro.
—Mi señor. —Hizo una breve reverencia—. Nos tenía increíblemente preocupados.
Xinia y Primius le saludaron sin caer en lo emotivo, pero indudablemente se sentían felices por verlo nuevamente en pie.
—Me disculpo con todos —dijo, manteniendo la expresión neutral—. Supongo que estaba más cansado de lo esperado.
Nadie creyó en sus palabras, dormir por cinco días consecutivos no era algo normal, ya que no existía un pretexto tangible, pues el joven no había tenido una pelea que lo desgastara y pusiera al límite, ni un entrenamiento que lo agotara tanto física como mentalmente.
Se dirigió a dónde el individuo alto, que sin inmutarse por su aparición continuó degustando las delicias culinarias que el bosque había colocado en su plato. Gustavo se sentó en el suelo, al lado de la roca que brindaba energía al pequeño lobo.
—No soy un asesino —dijo de pronto, sin quitar su atención de su buen amigo cuadrúpedo—, pero creo que no debí imponerme como lo hice.
—Si eso es una disculpa la acepto —dijo Ollin, lanzado el hueso de la pata de conejo a un lado—, sin embargo, si piensas que mi enojo fue a causa de tu actitud, te equivocas, humano. —Gustavo prefirió callar al no hallar respuesta que darle—. Son tus pensamientos egoístas —prosiguió al ver la ignorancia—. Caminas por un sendero de muerte, que pedirá de ti voluntad y determinación para no caer de rodillas. Es un camino oscuro, desolado y muy pesado. Muy pocos han tenido la valía para transitarlo, y sé que eres uno de los valientes, los escogidos, y te respeto por ello, pero observa los alrededores —El joven obedeció—. Ve los rostros de aquellos que han puesto sus vidas en tus manos, míralos y dime, ¿qué sentirías el día de mañana que uno de ellos cayera a causa de una espada enemiga? Herido por el hechizo del mago que dejaste vivir.
Enmudeció al imaginar el fatídico escenario, y no fue necesario de mucho para contaminarse por la tristeza, pues había alguien que estaba presente en su corazón, tanto como sus padres, amante y familia, su buen amigo, Héctor, compañero de armas que había caído a su lado en batalla, del que aún tenía presente en pensamientos, con el recuerdo más fresco de su mirada sin vida y cuerpo atravesado por balas y la bayoneta de los fusiles.
—Los mataría a todos —dijo, con tanta normalidad que tomó por sorpresa a Ollin—. Pero no es un destino que desee vivir.
—No es algo que te corresponda decidir.
—Lo sé.
Al quedar sordo por el silencio incómodo volvió al mirarle directamente.
—Solo piensa en ellos antes de dejar a otro enemigo libre. Eso es mejor a arrepentirse —aconsejó, haciéndose con el cuerpo del pequeño lobo.
—Permítemelo.
Ollin se negó con una mirada determinante, alejándose de los brazos del humano.
—Estar tan cerca de ti ahora mismo podría hacerle mucho daño —dijo, manteniendo el tacto en su tono, aunque sonando todavía tosco—. No preguntaré lo que te ha sucedido, pero, aléjate del Lobo Elemental.
—Tendrás que ser más específico, o podría tomar tus palabras como un insulto.
El individuo del conjunto de piel sacó de entre su escondite secreto un artefacto plano, que reflejó al suelo la luz proveniente de los rayos del sol. Gustavo lo sujetó en el aire al ver qué le fue lanzado. Admiró lo que parecía ser un espejo, solo que este poseía algo distinto, y no podía encontrar las palabras para explicarlo.
«¿Este soy yo?».
Su rostro ya no era el de aquel niño que había despertado en un mundo extraño. Los casi tres años de luchas constantes contra la muerte le habían obsequiado una mirada endurecida, un mentón más definido y una mueca cínica. Su piel morena mostraba signos de resequedad, de un maltrato al que no tomó importancia, la estética era lo último de sus prioridades. Inspiró, y por reflejo peinó sus cabellos crecidos. ¿Quién era el joven que el objeto reflejaba? No era él, así no se recordaba, pero, entonces, ¿quién era?
«¿Me podrás reconocer cuando vuelva?», se atormentó con el pesimismo, y el descontrol en sus emociones le hizo observar lo que probablemente Ollin quería hacer hincapié.
Debajo de su mentón y dando inicio a su peregrinación en una larga línea imperfecta, tal como la figura del rayo, se plasmaba la oscuridad. Su rostro en el reflejo se fue tornando distinto, mostrando en su mitad izquierda una cara con una sonrisa plácida y un halo de luz iluminándole, pero por la mitad derecha, se encontraba un rostro endemoniado, cubierto por la esencia más pura de la muerte, una expresión fría y desinteresada, con su ojo abrigado por el abismo. Se observó y casi tiró la baratija al suelo, sintiendo un inexplicable miedo surgir de su pecho.
—No todos pueden observar la realidad directamente —le dijo al alcanzar el objeto con su mano, reverenciando la hazaña—. Yo no pude... sin embargo, sigo pensando que lo mejor es que no toques a tu amigo.
—Salvemos a Wityer. —Se dio media vuelta, alejándose a dónde el esqueleto esperaba—. Escogiste mal, Padre mío —Sus ojos se enrojecieron—, no soy tan digno como pensaste.