Era pasada la medianoche. El viento era suave y el cielo estaba despejado. Había luna llena y la luz tenue mostraba aquella extraña sombra en movimiento, un animal clavando sus patas delanteras en la tierra seca. Eran los últimos días calurosos del verano. Después de excavar, sacó la caja de madera y con su hocico, como si tuviera una mandíbula de metal, la rompió de la parte superior, la madera crujió y las astillas fueron escupidas por aquel animal, para luego proceder a comer lo que había dentro.
Los árboles cercanos permanecían casi inmóviles, excepto por el pequeño vaivén que hacían sus frágiles ramas secas por la brisa. Alrededor de los árboles había lápidas y cruces de distintos tamaños; figuras de ángeles labradas en piedra corroídas por el paso del tiempo, epitafios rotos y tumbas sucias, en aquel lugar sin una pisca de pasto.
—¿Qué es eso?... —dijo en voz baja para sí mismo.
Dimas, el sepulturero, se despertó al escuchar ruidos provenientes del panteón; este se encontraba entre el pueblo de San Juan y el bosque de Las Cruces. La casa de don Dimas estaba construida a unos pocos metros de la entrada, al lado derecho interior. Era una casa grande de adobe*, de paredes altas y techo de tejas de barro. Todo el pueblo lo conocía, todos sabían quién era "El guardián del panteón".
Vaciló al levantarse, pensó que tal vez no era algo de qué preocuparse. Pero los sonidos extraños se siguieron escuchando y había un olor putrefacto que impregnaba el aire, era imposible de ignorar. Se levantó de la cama lentamente poniendo atención si escuchaba algo más.
Dimas era un hombre de unos sesenta años; de complexión delgada. Su rostro era alargado y tenía un semblante de pocos amigos. Su cabello era crespo y blanco, ya casi no tenía mucho. Sus ojos eran café oscuro (era difícil saber si realmente eran oscuros, siempre andaba sus ojos entrecerrados tal vez por algún problema en su visión, pero jamás uso lentes).
Acostumbraba dormir con unos viejos pantalones de mezclilla y junto a su cama siempre tenía a la mano unas viejas botas de hule, las cuales se puso al instante sin hacer ruido. En silencio tomó una pala que estaba cerca de la puerta. Se desplazó con cuidado, abrió lentamente la puerta para ver hacia fuera, la dejó entre abierta, siempre procurando no hacer ruido.
«¡Dios santo! Pero, ¿Qué clase de animal es ese?» pensó horrorizado.
La escena que observaba más que increíble, era cruda. Había un extraño animal cuadrúpedo, aunque no lo veía muy bien, se notaba que tenía pelaje negro, liso y muy pegado al cuerpo; el cual brillaba con el claro de la luna, tenía casi el tamaño de un toro, era enorme, con orejas puntiagudas y con un hocico largo, parecía un perro gigante. Aquella inmensa bestia desgarraba y comía un cuerpo que había desenterrado, se oía el tronar de los huesos, masticaba y tragaba lentamente. Aquel cuerpo en descomposición era de una anciana que Dimas había sepultado el día anterior. Lo recordaba bien porque alguien había dibujado un pequeño círculo, al parecer con un objeto filoso, al lado izquierdo del ataúd; aunque nadie puso atención a aquella travesura.
«¡Padre bendito! ¡Jamás había visto un animal semejante!» pensó.
En ese momento el coloso animal se sentó en sus patas traseras, después de haber arrancado con una sola mordida la cabeza de aquel cuerpo. El crujir de aquel cráneo se podía escuchar en todo el panteón.
Ante el horror, Dimas dejó caer la pala que sostenía. Para cuando se percató de su torpe acto la bestia ya se había alertado, ésta movió sus orejas y volteo su cabeza para ver de dónde provenía aquel sonido. Se quedó quieta, su hocico aún lleno, babeaba los sesos de aquel cráneo que estaba masticando.
Dimas se quedó inmóvil esperando que aquella bestia no se dirigiera hacia él. No sucedió. Comenzó a avanzar hacia su casa lentamente y mientras lo hacía tragó lo que llevaba en su hocico.
El sepulturero abrió sus ojos como nunca, reaccionó y cerró rápido la puerta haciendo un ruido que hizo eco en todo el panteón.
Dimas tomó rápidamente su pala del suelo y se colocó sentado de espaldas a la pared a un lado de la puerta listo para dar un salto y atacar por sí la bestia derribaba la puerta. Sus manos le temblaban mucho. Pasaron unos minutos y el silencio se apoderó de aquel panteón. Al parecer, la bestia había cambiado de parecer y se retiró del lugar.
«¿Ya se fue...?» se preguntó. Agradeció a Dios, aún aterrorizado.
Se levantó lentamente sin hacer ningún ruido. Espero unos minutos más, hasta que el sudor frío de su espalda se había secado. Entreabrió la puerta lentamente. Observó aquella tumba saqueada, sólo trozos quedaban de aquel ataúd y del cuerpo que él había sepultado. Tal vez de ahí provenía el olor putrefacto, que aún era muy intenso. Asomó su cabeza por la puerta. Todo estaba en quietud.
«Ya se fue», dio un suspiro de tranquilidad.
Una gota fría rodó por su sien, pasando por su mejilla hasta llegar a su mentón, pero no era su sudor. Y sintió una leve brisa caliente que hizo mover sus cabellos.
«¡No puede ser!» se quedó inmóvil.
Dirigió sus ojos hacia arriba y movió su cabeza lentamente hacia atrás, el hocico de aquel animal se encontraba muy cerca de él, lo que le había caído era la baba de aquella bestia. Su hocico estaba a escasos centímetros de su cabeza. Su tamaño ahora era mayor; impensable que fuera el mismo; pero lo era.
Dimas dio un grito ahogado de angustia, el cual se acorto a la mitad. Su cuerpo cayó en la tierra fría del cementerio. Aquel ser extraño decapitó a su víctima de una sola mordida. La sangre brotó rápidamente salpicando la tierra del panteón. Su cuerpo vibró en el suelo por unos segundos antes de quedarse completamente quieto.
Aquel extraño animal había logrado su cometido, había silenciado a aquel entrometido que lo había interrumpido mientras comía. La bestia escupió la cabeza de Dimas el sepulturero, la cual rodó lejos del cuerpo.
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*Masa de barro mezclado a veces con paja, moldeada en forma de ladrillo y secada al aire, que se emplea en la construcción de paredes o muros.