La experiencia vivida en La Capital fue como un chute de adrenalina para Casiopea y Youkomon. Colaborar con la red les resultó satisfactorio. Elogio, todas esas personas dispuestas a sacrificar sus vidas... El cambio era posible, aunque quedaba muchísimo trabajo por delante.
Era mediodía. Ambas caminaban enfrascadas en ese pensamiento, por un sendero arbolado poco frecuentado, cuando escucharon el rugir de un motor; algo extraño ya que en esa zona no había nada de interés. Cuidadosamente cubrieron su rastro sin armar ruido y se escondieron entre la maleza, ocultas detrás de unos arbustos de frutos tan rojos como rubíes, desde donde pudieron ver todo con claridad.
El vehículo, un furgón militar, se detuvo en mitad de un barrizal. De él salieron dos figuras; una ataviada con un uniforme oscuro y otra vestida con harapos que mantenía una actitud inferior. Parecía que fueran a asesinarle brutalmente.
—¡Te lo imploro, Levi, ne le fais pas s'il te plait! —rogó apretando las manos en su pecho.
—Mis órdenes eran llevarte al Coliseo, hermano. —Ignoró su súplica antes de aporrearle con la culata de su metralleta—. Pero no puedo hacerlo, no puedo...
El militar tenía corta edad, superando la veintena. El otro se perdía ya por encima de los cuarenta, sin embargo su aspecto físico estaba muy demacrado aparentando tener muchos más.
—Prendre pitié. ¡Somos familia!
—De ahí que te esté perdonando la vid, Cyril. —Violentamente asestó una patada a su hermano para derribarle. A continuación se subió al furgón sin mirar atrás.
El vehículo arrancó ipso facto y comenzó a alejarse. No tenía intención de volver.
El ambiente quedó enrarecido. Los Digimon que habitaban la zona se habían escondido, temerosos, y las compañeras se preguntaban si sería algún tipo de trampa, pero el llanto de aquel hombre auguraba un trágico desenlace para él. Eso despertó un impulso de compasión en la mujer, que decidió ayudarle.
—Necesitas ayu... —El horror en sus ojos al reconocer un viejo amigo la hizo temblar. El estado deplorable del hombre la impresionó—. Cyril...
Él se giró a verla y por un instante fue incapaz de reconocerla. Ella había cambiado, cambiando sus rastas por una melena abultada y ondulada, además de las arrugas que habían empezado a emerger en su rostro. Tras una breve pausa al fin logró identificarla.
—Casiopea. ¿Eres tú?
—Lo soy. —Se acercó rauda para evitar que se callera al suelo, rodeándole entre sus brazos—. Por Dios, ¿qué te han hecho?
Cyril rompió a llorar de nuevo. Estaba demasiado conmocionado para dar explicaciones.
—Debemos irnos —intervino la zorra—. Los Digimon no tardarán en salir de sus escondrijos y es de esperar que capten nuestros olores. Hay que buscar un lugar seguro.
Casiopea se echó el brazo derecho del hombre a su espalda y con delicadeza, pero con impetú, le ayudó a subirse sobre el lomo de Youkomon. Avanzarían más rápido si cabalgaban sobre ella.
—Marchémonos.
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Cyril de Smet lucía un aspecto físico maltrecho. Presentaba moratones y heridas por todo su cuerpo, consecuencia de un maltrato continuado; lo que probablemente le hubiera causado ese estado mental inestable que padecía, incapaz de razonar con lucidez y con infinidad de lagunas en su memoria. Le costaba recordar los últimos años de su vida, si bien tenía fresco el vívido rostro de Casiopea.
—Lograste escapar, mademoiselle.
Youkomon había encontrado las ruinas abandonadas de una aldea, donde armaron un campamento improvisado con un perímetro de seguridad. Más exactamente se cobijaron en el interior de una chabola hecha de madera que había logrado mantenerse intacta... Con él de esa manera no podían permitirse el lujo de estar viajando.
—Yo haré la primera guardia.
—Gracias, Youkomon.
La zorra se marchó.
Casiopea quería entender qué había pasado. La última vez que vio a Cyril, éste le estaba ayudando a escapar salvándole la vida y los remordimientos asaltaron su mente.
—¿Esto ha sido por mi culpa? ¿Acaso es el castigo por ayudarme?
El hombre, que reposaba sobre un colchón roído, farfulló algo inentendible. No dejaba de desvariar mientras se agitaba sin parar.
—Ojalá supiera cómo ayudarte. —Una luz se encendió en su cabeza. Seguidamente sacó una grajea del sueño con las que Mistymon le había obsequiado y se la hizo tomar—. Esto te ayudará a descansar.
Cyril cayó redondo y durmió hasta el amanecer del día siguiente, cuando despertó más sereno y tranquilo, habiendo recobrado la capacidad de raciocinio.
—Buenos días. Me pillas preparando el desayuno.
—No fue un sueño. C'est vous. —Sonrió al incorporarse, a pesar de que le dolían todos los músculos del cuerpo—. No imaginé que nuestros caminos volviesen a encontrarse, mon ami.
La mujer no contestó. Estaba concentrada en remover el caldo de frutos que estaba guisando en una olla que colgaba de una barra de metal sobre una hoguera. Los había recogido ella misma.
A su derecha yacía Youkomon, exhausta tras vigilar toda la noche.
—Seguís juntas. Qué inverosímil.
—Sólo la muerte podría separarnos. —Probó el caldo dando un sorbo a la cuchara que sostenía—. Ya está. Sólo hay que dejar que se enfríe un poco.
—Casiopea... Hiciste bien en seguir tus propias normas.
Por primera vez Cyril sonaba cuerdo. Había sentimiento en su entonación.
La mujer se acomodó para escucharle.
—Los dirigentes de La Capital están locos. Sont des sadiques. —Un temblor emergió en sus manos que era incapaz de controlar—. Hicieron llamar a cualquier experto en materia Digimon con fines malévolos... Me-me torturaron para hacerme trabajar hasta que no pude más.
Casiopea casi podía imaginarse con horror lo ocurrido. Científicos, profesores, doctores, todos encerrados en laboratorios, privados de libertad siquiera para poder abandonar su labor. La crueldad humana no tenía límites.
—¿El joven que te abandonó era tu hermano? Pudo haberte matado.
—Sí. Mon frère, Levi.
El profesor disociaba el idioma hablado más que cuando se conocieron. Lo hacía de forma inconsciente, mezclando una cantidad ingente de palabras en su idioma natal: el francés.
—Se unió al ejército cuando las cosas se pusieron difíciles. Pensó que yo podría hacer grandes descubrimientos, pero se equivocó.
—No da grandeza lo que hace mal —le corrigió—. Siento la situación que has tenido que atravesar, pero ahora estás aquí, conmigo, con nosotras. —Hizo una pausa, respiró hondo y prosiguió—. No permitiré que nada malo te vuelva a pasar.
Esas palabras reconfortaron a Cyril, quien se alegraba mucho de haberse reencontrado.
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El inesperado reencuentro desencadenó una serie de cambios que afectaron a la dinámica normal que tenían hasta la fecha. De pronto sustituyeron la vida nómada por asentamientos fijos y los riesgos por la tranquilidad. Las prioridades habían cambiado y pronto comenzaron a aflorar unos sentimientos románticos a causa del roce.
Casiopea había renunciado al amor en beneficio de la aventura, pero el amor no es algo que pueda controlarse. Pasar tanto tiempo con Cyril acabó despertando en ella un fuego interior, una pasión que la encadenó a él irremediablemente.
La salud del profesor había mejorado. Los desvaríos seguían produciéndose, pero eran controlables. Lo más difícil de afrontar eran las pérdidas de memoria... Durante el tiempo que había sido torturado, Cyril sufrió un traumatismo craneal que derivó en un caso agudo de Alzheimer: disminución de habilidades cognitivas, pérdida de habilidades, cambios de carácter. Pese a ello, la mujer continuó a su lado, tan enamorada como el primer día.
—Mira, Cy. Son Otamamon. —Señaló con el dedo a la rivera del río—. Son renacuajos Digimon.
—Fascinant. La primera vez que los veo.
Pero se equivocaba. El día que se conocieron estaban presentes, de hecho habían convivido con un pequeño grupo de ellos. Una lágrima rodó por la mejilla de Casiopea al rememorarlo... Sentía muchísima impotencia. Vivir con una persona afectada por esa enfermedad podía ser devastador. Sin embargo, no estaba dispuesta a rendirse. Por su parte, Youkomon ayudaba en todo lo posible, siempre con una actitud comprensiva digna de admirar. A su manera, también apreciaba al profesor y velaba por él, ya que era consciente de lo que significaba para su compañera.
Sobre sus cabezas una puesta de sol dejaba tras de sí un cielo anaranjado en el que asomaba tímidamente el firmamento. El chasquido de los cangrejos de agua dulce acompañaba al perenne sonido de los grillos. Todo en conjunto creo una atmósfera mágica.
Nivel: Infantil
Atributo: Datos
—Cassiopée, querida... —Sus ojos brillaban con intensidad—. Je t'aime.
—Je sais —respondió ella en su idioma, por si acaso—. Yo también te quiero.
A continuación se besaron con ternura, como si fuera la última vez que lo hacían. Los dos eran conscientes de que quizás la próxima vez se quedase perdida en los recuerdos.
—Volvamos a casa. Youkomon debería haber regresado con la cena. —Agarró a Cyril de la mano—. Mañana volveremos. Este paisaje te sienta bien al ánimo.
El profesor sonrió.
Repitieron la misma rutina durante meses. Ni los cambios de estación fueron capaces impedírselo y siempre se despedían de la misma forma: besándose. Casiopea, embaucada por su propia psique, llegó a creer que tendrían la oportunidad de envejecer juntos... Pero se equivocaba.
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El frío llegó como un preludio de lo que se avecinaba. La nieve ocultaba las vistas del exterior con su blancura y los días se acortaron sumiéndoles en la penumbra. A Cyril le costaba un gran esfuerzo hasta lo más básico: darle de comer era una odisea, se hacía las necesidades encima y apenas era capaz de emitir palabra para expresar lo que necesitaba... Era una simple sombra de sí mismo.
Ya nada podía aliviar el consternado corazón de Casiopea, ni siquiera las palabras de su compañera. El dolor que sentía era tan atronador que levantarse cada mañana era un tormento. La rutina se había transformado en un auténtico infierno del que no podía ni quería escapar. Los cuidados que Cyril necesitaba acaparaban la máxima atención. No había tiempo para nada más que no fuera él. Cualquier otro impulso era acallado por un vómito, por un quejido de dolor, por un golpe... La mujer estaba presa.
—Mírate. Sé que es difícil, pero estás aguantando sin transmitirle tu pesar.
Youkomon había retrocedido a Kitsumon para facilitarle las cosas. Con práctica, había conseguido adoptar una pose bípeda con la que utilizar las patas delanteras como si fueran manos. No dejó ni por un momento sola a su mejor amiga.
Ambas se encontraban junto a la cama del hombre, en la desordenada casa que habían tomado como su hogar. Cyril llevaba varios días inconsciente, murmurando entre sueño. Ningún remedio hacía efecto en él y sólo era cuestión de tiempo que su vida expirase.
—Le quiero, Kitsumon.
—Estoy convencida de que lo sabe, allí donde quiera que esté su mente. —Arropó con sus palabras a su compañera—. Él tampoco ha dejado de amarte.
—No me tomes por una crédula, pero se lo noto en la mirada. —Su rostro se iluminó y se le escapó una risa estúpida—. Puede que no sea capaz de hablar, pero si de transmitir afecto. Puedo sentirlo.
—Por supuesto.
Tanto tiempo a su lado le había enseñado todos y cada uno de los rasgos de su amado: que se tocaba la oreja cuando estaba nervioso, la respiración honda cuando trataba de calmarse, el peculiar gemidito cuando se sentía excitado, o esa manía de juguetear con los dedos cuando era incapaz de recordar lo que fuese antes de frustrarse; todos los detalles que le caracterizaban y que la habían enamorado perdidamente de él. Tan sólo se arrepentía de no haber tenido la valentía de ir tras su hermano; un lamento autoimpuesto fruto de la oscuridad.
—Ca... Casiopea... —musitó con un hilito de voz Cyril.
Ésta se inclinó hacia él, limpiándole las babas alrededor de la boca con un pañuelo. A la vista podría decirse que el envejecido hombre podía ser su propio padre, de no ser por las coloraciones en su piel.
—¿Necesitas algo?
—Cántame e-esa canción... La vieja nana... —Hizo una pausa para toser—. S'il vous plait.
La nana de su abuela Makena. Un cántico que lograba apaciguar sus males.
—Te la cantaré.
Casiopea entonó la canción entre lágrimas, acompañada por Kitsumon haciendo los coros. Sería la última vez que la cantasen para él, mas la plácida sonrisa dibujada en el rostro de Cyril al tomar la última bocanada de aire les hizo cantarla con más fuerza si cabía. Un himno al amor.
Finalmente, su sufrimiento había terminado.